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Las clases en el Comcar: una puerta que se abre para salir de la celda que oprime

La comunidad educativa en la cárcel de Santiago Vázquez tiene cerca de 1.000 cupos para estudiantes, pero son 2.500 los que se inscriben en los programas educativos
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19 de julio de 2020 a las 05:00

La maestra Matilde camina por el salón y mira los cuadernos de sus ocho alumnos, que están sentados en los bancos amarillos estrenados hace una semana. La pizarra está llena de sílabas y ella ordena un dictado: “Van a juntar dos sílabas y formar la palabra tilo”. Los estudiantes se concentran y escriben en la hoja, y Matilde los corrige o les dice que lo hicieron perfecto. Algunos siguen pensando en el ejercicio anterior, que consistía en escribir números, ordenarlos, sumarlos y restarlos.

La docente trabaja con alumnos analfabetos que están presos en la unidad 4 del Instituto Nacional de Rehabilitación (INR), la cárcel de Santiago Vázquez, antes conocida como Comcar. El taller de alfabetización de Matilde se desarrolla en uno de los 12 salones del nuevo centro educativo del complejo penitenciario, donde desde el miércoles 8 de julio se dictan clases de primaria, secundaria y educación no formal.

“¿Qué componentes químicos tiene el gel?”, pregunta una profesora que habla con sus tres alumnos sobre la caída del pelo y de la caspa en un taller de peluquería. En el salón de al lado está la sala de informática, donde hay ocho computadoras todavía cubiertas de nailon. Están sobre escritorios construidos por un PPL, la sigla por la que se refieren dentro de la cárcel a las personas privadas de libertad.

Además de las clases de peluquería, informática, primaria y secundaria, los reclusos pueden asistir a talleres de ajedrez, género y huerta, o de comparsa y murga, que organizan los propios procesados.

Este nuevo espacio –similar a una escuela o liceo pequeño– tiene lugar para 420 presos. Fue construido por 24 internos, guiados por dos arquitectos y una estudiante avanzada de la carrera.

 

Los presos que se inscriben en los programas de estudio de Santiago Vázquez son 2.500, pero no hay lugar para todos y solo acceden 850. Las plazas totales en la comunidad educativa de la cárcel son cerca de 1.000: a las 420 del nuevo centro se les suman 500 en un edificio más antiguo y 80 en el polo industrial, un lugar de formación y trabajo dentro del centro penitenciario.

Presos que son profesores

Jorge se para delante de cinco reclusos y cumple el rol de un profesor en un salón del polo industrial. En el pizarrón pone ejercicios para hacer razonar a sus alumnos, quienes luego comentarán un cuento de Eduardo Galeano, porque el improvisado docente quiere saber “cómo lo interpretan”. Jorge no es maestro ni profesor, pero da clases en la cárcel en la que cumple pena desde 2015 por un delito de violencia doméstica.

El hombre es estudiante y monitor, como se les llama a los presos que trabajan en estos centros. Comenzó a dar clases en 2018, primero fue asistente de una maestra y al año siguiente quedó al frente de dos grupos.

Aprobó la materia que le faltaba para ser bachiller, y se inscribió en la Facultad de Información y Comunicación (FIC) de la Universidad de la República (Udelar). Recibe los materiales de lectura de la FIC a través de un coordinador que la Udelar dispuso para la cárcel y es uno de los 21 estudiantes que siguen estudios universitarios en el complejo.

Entre 2015 y 2016, los presos mostraron interés en carreras de la Udelar y pueden cursarlas desde allí, dice Lionella Parentelli, la subdirectora técnica de la unidad 4D. “Se ven los frutos del programa de secundaria, de que se pudieron culminar ciclos”, explica.

La operadora penitenciaria destaca la “buena respuesta” de la Udelar ante el planteo, porque dispuso de coordinadores para quienes siguen carreras en el Santiago Vázquez y de estudiantes avanzados de los cursos, que van a la cárcel como tutores. A la vez, Antel habilitó una sala de informática para que los universitarios puedan acceder a EVA, la plataforma educativa que usan las facultades estatales.

Peterson está preso y también dicta clases. En 2003 se recibió de veterinario y durante 15 años fue dueño de una clínica, pero marchó a la cárcel. “Fui procesado por intento de homicidio y tengo una pena bastante extensa para cumplir. Al ser profesional puedo ayudar mucho a los PPL”, señala el hombre que piensa dar un curso de asistente de veterinario.

“Me encanta esto. El área educativa es importantísima para la rehabilitación. No existe rehabilitación si no hay un área educativa en cualquier recinto carcelario”, opina.

Por la dignidad

Los nuevos cupos de estudiantes van en la línea de los objetivos del Plan de Dignidad Carcelaria que el ministro del Interior, Jorge Larrañaga, presentó el 25 de junio a los legisladores. Uno de los pilares del proyecto es la educación y la capacitación de los reclusos, que incluye aumentar las horas de clase y construir las suficientes aulas para que todos los presos puedan estudiar.

Un decreto de 2006 establece que tienen prioridad para estudiar los analfabetos, los primarios y los de buena conducta. También se considera la edad de los reclusos, explica Parentelli. Luego hay una prueba para decidir si los reclusos necesitan ir a clases de alfabetización o a niveles superiores.

Gracias a la nueva construcción, en 2020 se pudieron duplicar los cupos del año anterior. Parentelli destaca que esto fue gracias al esfuerzo del INR, pero también de Primaria –que dispuso de cuatro cargos de maestra de 15 horas semanales cuando había tres cargos de 10 horas– y de Secundaria –que duplicó las horas de docentes en Santiago Vázquez–.

Las imágenes de las comunidades educativas contraponen una realidad que se vive a metros de distancia, en los distintos módulos de Comcar. Cuando Larrañaga presentó el plan a los legisladores mostró un video en el que muestra la realidad de tres cárceles: el penal de Libertad, Santiago Vázquez y la cárcel de Canelones. Paredes rotas, herrumbradas, pisos mojados, colchones húmedos, cortes carcelarios, ventanas, puertas y rejas rotas, chorros de agua que caen, cortes carcelarios y un largo etcétera se ven en el video.

Los presos en el Comcar son cerca de 3.400, según informó Santiago González, director del Convivencia y Seguridad Ciudadana, al programa Séptimo Día, de canal 12.

Ser escuchados

El edificio más antiguo de la comunidad educativa del Santiago Vázquez tiene una cancha de pórtland, dos tableros de básquetbol y un montón de bancos individuales de liceo amontonados en la entrada. Adentro, un espacio amplio con 16 salones distribuidos en dos plantas y en una pared una cartulina de la Asociación de Estudiantes Privados de Libertad (Asepril).

Sergio es el presidente de este gremio de estudiantes que cada vez está más organizado: sumó vicepresidente, secretario y tesorero. El recluso, que está a 10 meses de ser liberado, cuenta que están “peleando para ser escuchados” en las ideas que proponen, con el fin de “rehabilitar personas”.

“En contexto de encierro lo laboral y educativo es importantísimo. La idea de nosotros es llegar a que vayan de la mano. No es algo imposible. Se puede hacer esto para tener una evaluación un poco más precisa y mejores resultados”, comenta en la biblioteca del centro.

Sergio debe algunas materias de cuarto año de liceo y está empezando quinto. También es monitor de la cárcel, al igual que Andrés, que trabaja en el mantenimiento de este centro educativo.

Desde 2018, Andrés estudia Trabajo Social en Udelar con los materiales que le llegan a Santiago Vázquez. Dice que ya aprobó 30 materias dando exámenes libres y le quedan ocho asignaturas para terminar con la parte teórica de la carrera.

El hombre cuenta que los estudiantes avanzados de la Facultad de Ciencias Sociales lo acompañan, lo encaminan y le muestran algunos métodos de estudio, pero que él prefiere estudiar “a presión”. “Me quedan más los conceptos así. Si sé que tengo un examen en diciembre y me pongo a estudiar ahora, no estoy enfocado, entonces no le doy mucha bola”, comenta.

Fuera de las rejas

A diferencia de los otros dos lugares, el nuevo edificio no tiene biblioteca, pero en una pequeña sala dos presos ordenan libros para cuando haya una. Uno de ellos está en sexto de liceo y eligió la orientación Medicina pensando en seguir esa carrera en la facultad. Pero en las charlas de celda con otros presos cambió de opinión al darse cuenta de que muchos están ahí por adicciones a las drogas o porque tenían una mala relación con los padres. Decidió entonces ser asistente social para ayudar en “los barrios bajos” y trabajar con los niños en “la contención familiar, el estudio y la buena alimentación”.

Este hombre, de 33 años, cree que en un año y medio –“o dos ¡por favor!”– será libre y se plantea como objetivo terminar la carrera, un deseo de su madre.

“Mi vieja me dijo: ‘Si querés que yo esté con vos en este momento duro que te está tocando vivir, lo que te pido es que estudies, porque la capacidad la tenés’. Eso me lo dijo cuando era primario, un día de visita. Entonces pensé: ‘Vamo’ a estudiar, porque está brava la mano si no estudiamos’. Pero no lo hago solo para dejar contenta a la madre, sino por mí también”. 

Sentado, su compañero de tarea anota en una hoja de escrito del liceo datos de los libros que ordenan. El recluso llegó a la cárcel con tercero aprobado y cursa cuarto año. Cuenta que por ahora el curso no es tan difícil y lo lleva “bastante bien”, y que en la comunidad lo ayudan y le dan para adelante.

El hombre va a la comunidad para cursar las materias del liceo, también para ayudar en lo que le surja. Es un lugar al que va con gusto y que valora: “Abrís una puerta dentro de una cárcel, salís un poco de ese ambiente que suele ser bastante tenso y oprime bastante”, comenta.

En este espacio encuentra un lugar para “tomar un poco de aire” y dejar de lado las “limitaciones y condicionantes” que tienen dentro de las celdas, en los distintos módulos del Comcar. “Por eso mismo pongo empeño e intento siempre dar un poco más y mejor”, dice y celebra que en la comunidad puede “ver la vida de otra manera, fuera de las rejas”.

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