Por Carolina Anastasiadis
Hugo Soca cuenta en su libro Nuestras Recetas de Siempre que supo que iba a ser cocinero a los 11 años. Vivía en Pan de Azúcar, en el campo, y esa decisión le llegó mientras recorría en bicicleta el camino de pedregullo hasta la casa de su abuela Petrona, que lo esperaba para enseñarle a hacer “la torta de la abuela”.
Hablando con él por teléfono, en los comienzos de la cuarentena, le conté que estaba cocinando con mis hijas y él, alentándome como siempre, a pesar de mis pastrafrolas amateurs, me dijo: “¿sabés qué está bueno? Un día en la radio quiero hablar de los libros de recetas, es algo que pasa de generación a generación, lindo para hacer con los chicos”. Cuando corté el teléfono su frase me quedó resonando. A los pocos minutos empecé a buscar alguna libretita o cuaderno coqueto, de esos que los periodistas tenemos por doquier, para poder regalarle a Alfonsina, mi hija de 6 que ya escribe.
Hay pocos recuerdos de la infancia que se comparen con el olor a la casa de la abuela e incluso a la casa materna, algo que uno tanto extraña cuando se independiza y siente hambre de hogar.
En esta cuarentena, a raíz de ese comentario de Hugo y una cascada de recuerdos que me llegaron de mi abuela Norma en la cocina, le propuse a Alfonsina que armara un cuaderno de recetas con lo que veníamos cocinando en esos días, que era un montón. Me gustó la idea de que empezara a escribir las recetas –aun con faltas o letras desparejas- y que fuera algo que completara con el paso de los años, un poco como registro de momentos y de su crecimiento también. Me gustó pensar que era un gran legado, para que un día, cuando ya no viva en casa, lo abra en su propia cocina, cocine y el olor la lleve a esos momentos que cocinamos juntas. Un cuaderno de recetas al final es eso, recuerdo de placeres compartidos con personas que queremos y la posibilidad de recrear aromas y sensaciones las veces que queramos.
Con Alfo empezamos. Primero escribió su receta de brownie de chocolate que viene practicando desde hace tiempo y en la que se tiene fe porque cada vez que prueba uno dice que le quedó mejor que el anterior. La segunda receta se la regalé yo y es de la torta de mi abuela Norma, esa que todavía recuerdo por su olor a vainilla y que podría distinguir en una cata de mil torteras.
Pasamos la idea en esta cuarentena de tanto hogar. Y esperamos salgan varios libros de recetas, para que dentro de unos años, 10, 20, 30, cuando esto sea de verdad historia –y parte de la historia-, podamos recordar que más allá de lo difícil, algo rico nos dejó.
Podés leer más sobre estos temas en el blog Mamás Reales.
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