Hace algunas semanas, el escritor mexicano Emiliano Monge, en su newsletter de El País de Madrid titulada Letras americanas, postulaba que el diario íntimo, una de una de las prácticas más arraigadas en aquellos que escriben y en los que no, se encuentra hoy en una suerte de encrucijada. Para Monge, el avance total de las redes sociales en nuestra vida —quizá es mejor decir: la traducción de nuestra vida a las redes sociales— ha propiciado que esta manera de volcar el pensamiento diario en la página empiece a perder pie. Dice, por ejemplo, lo siguiente:«Estoy convencido de que una de las víctimas de las redes sociales serán los diarios íntimos y literarios. Y digo que serán, aunque seguramente sería mejor decir que son, que los diarios editados como libros ya se cuentan como víctimas, porque esta es una de las consecuencias de haberles dado, a las escritoras y a los escritores, un medio a través del cual mostrar, de manera cotidiana, su escritura silenciosa.»Sin embargo, Monge no predice una desaparición, sino una transformación. Él asegura que los diarios literarios mutaron. Que hoy podemos leer a los escritores en sus redes y acceder a la esencia de su perorata rutinaria casi de la misma forma en la que accedemos a la cabeza y la vida de Ricardo Piglia cuando leemos cualquier extracto de Los diarios de Emilio Renzi. Creo que tiene razón. Sigo a muchos escritores y escritoras en las redes y siento que el mecanismo tiene cierta semejanza. Está claro que la palabra íntimo queda fuera de discusión en ese mundo pero, ¿no tuiteamos o posteamos todo con una sensación extraña de impunidad que se siente similar a escribir en un cuaderno y guardarlo en un cajón? Incluso cuando sabemos que eso va a llegar a decenas, cientos o miles de personas. De todas formas los diarios íntimos o literarios se siguen publicando y la idea de esta entrega de Epígrafe de noviembre es darle paso y carta blanca a un puñado de esos proyectos. Y es así porque en los últimos tiempos he descubierto cierto placer en la idea de asomarme al día a día de diferentes autores, de percibir sus pensamientos más hondos, de acompañar sus desgracias y también sus alegrías. Me gusta leer diarios y, en algún momento de mi vida, también me gustó escribirlos. Hace un tiempo, cuando volví a la casa donde pasé mi infancia, me encontré con algunas de las cosas que escribí y guardé cuando tenía 8 o 9 años. Lo que leí allí me generó algo entre la vergüenza y la ternura, y también me vi reflejado. Prefiero, de todos modos, estar del lado del lector. Y es con ese espíritu que presento lo que sigue.
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