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14 de junio 2020 - 5:00hs

Querida Magdalena:

Los unos y los otros

Cuando, con motivo de la muerte de George Floyd y las protestas subsiguientes, nos hemos topado de frente, con la presencia del mal en el mundo, esa lógica conmoción no debería hacernos olvidar que el mal no apareció entonces en el mundo. Olvidar, por ejemplo que los llamados femicidios o, sin llegar a tanto, la violencia sexual contra las mujeres, son fenómenos crecientes en este mundo que la pornografía ha hipererotizado y deshumanizado. U olvidar esa multitud de niños abusados -memoria de horror indecible-, en primer lugar, por sus padres, por sus maestros, o por sus sacerdotes. Olvidar que, desde que se despenalizó el aborto en los años 70 del siglo pasado, han sido asesinados en el vientre de sus propias madres, más seres humanos que muertos produjo las última Guerra Mundial. Pero, como bien explican los teóricos del Irrational Behaviour, parece que el mal fuera peor (iba a decir “más malo”) cuando es nuevo y acaba de suceder y todavía no nos hemos acostumbrado a él.

El mal cercano en el tiempo, con su impacto, nos impide intelectualizar demasiado, caer en el abstraccionismo (si me permite la aplicación filosófica de este término de origen pictórico). Pues el mal no es un concepto, sino algo que lastima. Y no es algo que sucede, sino que nos lo hacemos los hombres unos a otros, en mutua oposición.

¿Lo ejecutan todos los hombres, con un comportamiento lo suficientemente generalizado y recíproco, como para que debamos pedir perdón como especie? ¿O lo hace solamente un grupo (los malos y culpables) a otro (los buenos e inocentes)? ¿Está el género humano dividido en víctimas y victimarios? Quién lo sabe…

La tentación de dividir el mundo entre buenos y malos (Los unos y los otros era el título del film de Claude Lelouch) se presenta, con toda su fuerza seductora. Pero inmediatamente sigue, como un problema dentro de un problema, la siguiente cuestión: ¿Debo yo incluirme en el grupo de los buenos o en el de los malos?

Quizás, como solidaridad con el todo, hay quienes se incluyen en este último. Posiblemente tienden a generar así un exacerbado sentimiento de culpa que tanto la ciencia psicológica como los maestros espirituales tipifican como nocivo. Pero lo más normal es que, al pensar en estas cosas, seamos más bien propensos a situarnos del lado bueno de la línea: no entre los horrorosos cabritos de la condenación, sino entre las ovejas bendecidas por Dios Padre.

En una película sobre el juicio de Eichmann en Jerusalem, los personajes debatían precisamente sobre esto. Unos decían: “Lo tremendo es que ninguno de nosotros es distinto a ese hombre; todos somos potencialmente Eichmann”. Pero otros se rebelaban: “No, yo no soy así”.

La cobertura que la conocida filósofa Hannah Arendt hizo de este mismo juicio, no sólo ayudó a crear su famoso concepto sobre “la banalización del mal”, sino que levantó el punto de que haber formado alguna vez parte del grupo de las víctimas buenas, no sólo no supone un título de nobleza en la inocencia, sino que no impide que en cualquier momento se pueda cambiar de bando. Es decir: una víctima es una víctima; no una persona blindada contra el ejercicio del mal. En una carta a Carl Jaspers denunciaba, por ejemplo, el racismo en Israel, pues los jueces formaban parte, exclusivamente de “lo mejor de la judería alemana”, y los fiscales también eran todos europeos. Y añadía: “Todo está organizado por una fuerza policial que me da escalofríos… Algunos tipos francamente brutales entre ellos. Obedecerían cualquier orden”… ¿Eichmann somos todos?

Sobran ejemplos. Me viene ahora a la cabeza el caso de aquellas Madres de la Plaza de Mayo que valientemente lucharon en favor de sus hijos desaparecidos. Pero esas heroínas, más tarde terminaron enredadas en escandalosos episodios financieros y, prácticamente, vendidas a la barata propaganda del matrimonio Kirchner, en Argentina. (En su país y en el mío sobran seguramente casos parecidos).

El mal existe y, en su maldad, se ríe de los maniqueos de todos los tiempos que sienten un oscuro placer en dividir el mundo entre buenos y malos.

No sé si Eichmann somos todos. Pero todos hemos de tener sumo cuidado si, con adámica insolencia, alguna vez nos sentimos tentados de desempolvar el índice y lanzar al aire un J’accuse. 

Los nuevos ídolos

Estimado Leslie:

i alguien fue víctima de la adámica insolencia de un raudal de índices acusatorios, esa fue Hannah Arendt.  Su teoría sobre la banalización del mal interpeló a la arraigada convicción de que Eichmann -como todos los integrantes de las Schutzstaffel, popularmente conocidas como las SS- era un criminal monstruoso y perverso, contraejemplo de todo lo humanamente concebible. Así, no sólo traspasó los límites de la moral vigente, sino que, además, incordió a quienes se encontraban firmes y seguros del lado correcto de la brecha que separa lo bueno de lo malo.

Aunque no le gustaba que la llamaran filósofa, Arendt lo fue por antonomasia. A pesar de ser judía, y de haber tenido que escapar de la persecución nazi en Alemania y Francia, ella venció todas las posibles (y humanamente entendibles) motivaciones subjetivas para examinar el juicio a Eichmann en forma crítica y reflexiva.  Mientras la mayoría sólo podía ver y admitir datos que avalaran sus ideas preconcebidas, Arendt andaba en busca de la verdad pura y dura. Como su correligionario, Baruch Spinoza, ella buscó comprender las causas del mal y, como aquel también, fue víctima del moralismo de los poseídos por el miedo a ser desmentidos.

Coincido con usted, Leslie: existe una fuerza seductora en la tendencia maniquea a dividir el mundo entre malos y buenos. Esta seducción se fundamenta en el miedo a la incertidumbre y la necesidad de aferrarnos a certezas categóricas. En todas las épocas y culturas existieron “verdades” totémicamente erigidas.

Incluso en esta era posmoderna, retoño del derrumbe de los grandes relatos de la modernidad, existen credos e ideologías inmunes a todo cuestionamiento o crítica. Apuesto a que en Oxford como en Uruguay aún existen “verdades” frente a las cuales la libertad de pensamiento y expresión no aplican, so pena de ser emplazados en el lado de los malos por los guardianes de la moralidad de turno. Los metarrelatos -manifiestos y coercitivos- de la época moderna han sido raudamente suplantados por discursos sociales -más subliminales, pero no menos represivos- productores de conocimiento y verdad. En estos discursos, que Foucault denominó “micropoderes”, se tejen los códigos implacables e invisibles de los que “desempolvan el índice y lanzan un J’accuse”.

No nos engañemos Leslie, a los seres humanos nos importa la verdad, la necesitamos. Incluso en los discursos o argumentos más escépticos o relativistas siempre se puede desentrañar una convicción o certeza solapada. ¿Será que estamos condenados a una cierta dosis imprescindible, aunque sea ilusoria, de certidumbre?

En Así habló Zarathustra cuenta Nietzsche que, en su peregrinaje, el profeta de pronto se encontró navegando en el medio del mar y sin costa a la vista. “Ahora se me ha caído la última cadena”, exclamó Zarathustra.  Nietzsche enseña que la libertad empieza donde termina la idolatría. La costa representa a los discursos productores de conocimiento y verdad que, luego de un tiempo y amparados de toda crítica, terminan siendo catapultados como ídolos o tótems que velan por nuestra seguridad. Tiene razón Fromm: los seres humanos le tenemos miedo -¡pavor!- a la libertad.  Por eso, a diferencia del profeta, preferimos navegar encadenados pero con certezas, que libres pero dudando.

 Son muchísimos -incontables, en realidad- los libros escritos a lo largo de la historia de la humanidad. Y en cada libro se cuenta una historia, un relato que busca dar sentido al mundo en el que vivimos. Algunas han sido más “convincentes” que otras, y en base a ellas creamos culturas fundamentadas en creencias compartidas y transmitidas de generación en generación. Basta con leer a Platón, por ejemplo, para apreciar en sus obras la reflexión en torno a muchísimos de los valores vigentes hasta el día de hoy en nuestra cultura occidental.

Hay tantas historias como libros ¡Y enhorabuena! Porque en cada una de ellas descubrimos una perspectiva nueva desde la cual pensar la realidad.

Pero hay algunos que - a diferencia de Hannah Arendt- no pueden vencer su miedo. Éstos son los “hombres de un solo libro”. Pienso que Eichmann lo fue, como también lo son aquellos jueces moralizantes y conserjes de las normas de corrección política. Sin pestañear, ellos son, siempre, los primeros en tirar la piedra.  

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