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Maceió: en el Caribe sur

Maceió es la capital de Alagoas, uno de los estados más pequeños de Brasil. En sus tierras atesora un puñado de playas idílicas, leyendas, tradiciones, delicias del mar y paisajes dignos del edén
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22 de diciembre de 2016 a las 05:00

Son las 10 de la mañana y Nilson ya terminó su faena diaria. No había mucho pique, así que volvió temprano. De otra manera, dice Nilson, que está apostado en un bote a la sombra de un árbol de cajú, a la Playa de Ponta Verde hubiera regresado por la tarde. Para el almuerzo se trajo una caballa —aunque la especialidad de estos mares sea la çioba— y ahora se va a recompensar con unas dosis de cachaça, antes de la siesta obligada. Quizá por la tarde vuelva a salir en su jangada, una de esas balsas de madera típicas del noreste brasileño, que utilizan una vela que es más grande que la propia embarcación.

Texto y fotos Guido Piotrkowski

Mientras tanto, un grupo de pescadores ayuda a entrar a otra jangada recién venida de altamar. No la arrastran ni la levantan, sino que colocan un tronco por debajo y la empujan entre varios. De esta manera la van deslizando, avanzan un par de metros, se detienen; un par de metros más, vuelven a detenerse; y así sucesivamente, en una operación que deberán repetir hasta llegar al "estacionamiento", donde quedará junto con otras jangadas más, a la espera de la próxima incursión marítima.

Más allá, otros pescadores tejen una red al reparo del sol abrasador, bajo la sombra de un cajueiro, un hermoso árbol que abunda en estas tierras, que da un fruto suave por fuera y áspero por dentro, del que se obtienen las castañas más ricas del mundo, uno de los principales productos de la región, que se exporta a granel. También, con el cajú se hace un jugo fresco y delicioso. Y claro, se puede comer, o más bien sorber, aunque deja una extraña sensación en la boca, una rara mezcla de frescura y sequedad al mismo tiempo. Los meses de noviembre y diciembre es cuando los aromáticos cajúes caen a rolete. Tantos frutos da este árbol, y son tantos los que hay a lo largo y ancho de la región, que muchos terminan pudriéndose al sol.

La ciudad

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"Maceió es un nombre indígena, que viene de Maçaiote, 'lo que tapa el pantano', en idioma de los indios caetés. Los portugueses no podían decir la palabra completa y así derivó en Maceió", explica Ricardo Fiori, que es guía de turismo. Los caetés eran caníbales y al parecer tenían cierta debilidad por los conquistadores. Por eso, cuentan las malas lenguas, se devoraron al primer obispo de Brasil, Pedro Fernandes Sardinha. Y es por eso también, que los desafortunados nativos serían perseguidos y esclavizados por los portugueses, hasta su exterminio total.

Ponta Verde es la playa que está ubicada en el corazón de Maceió, capital del estado de Alagoas. Pero en la traza urbana de la ciudad figuran varios kilómetros de costa y diversas playas. La parte sur, desde la playa de Jatiuca hasta Pajuçara, pasando por Ponta Verde y el faro, es la más frecuentada. A lo largo de la rambla, en un esquema que se repite a lo largo de los cuatro mil kilómetros de costas brasileñas, hay varias barracas o quioscos que venden las tradicionales tapiocas (una especie de panqueque de harina de mandioca, que puede comerse con relleno dulce o salado), el fresco, exquisito y energético açai, que viene del Amazonas y se toma como un helado; jugos de todas las frutas tropicales habidas y por haber o pescado y carne seca con mandioca frita, una de las especialidades regionales.

Pero el plato típico por excelencia de Alagoas es el caldo de sururú, un berberecho cocido en leche de coco que, dicen, es afrodisíaco. Lo sirven, entre camarones y otras delicias de mar, en el mejor restaurante de la ciudad: Lopana, ubicado en la rambla de Ponta Verde. Lopana es un gran sitio para ir de noche y degustar todos y cada uno de los frutos de mar, acompañados de música en vivo, con vista al mar y un horizonte estrellado. Más tarde, se puede seguir la noche al ritmo del forró, en alguno de los reductos más tradicionales de la ciudad, como Maikai, el más famoso y concurrido.

Entre ritmos e historia

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El forró es un ritmo que se baila de a pasitos, que suena a triángulos y acordeones, que sabe a mar y desierto, a sierras y caña de azúcar. Algunos dicen que la palabra es una deformación del vocablo en inglés for all (para todos), que utilizaban los marinos estadounidenses cuando tenían bases en Natal, en el estado de Río Grande del Norte. Es la música típica del noreste brasileño, las tierras que trajinaron mitos como el de Lampião, el Robin Hood nordestino de principios del siglo XX que saqueaba estancieros; y Zumbi, el héroe guerrero afrobrasileño del Quilombo dos Palmares, bastión de la resistencia negra antiesclavista. Ambos fueron derrotados finalmente, pero sus historias de rebelión aún retumban en los valles profundos del sertão (desierto) y las sierras tapizadas de caña de azúcar, que rodean a Maceió.

El pasado colonial dejó su huella en el pequeño pero atractivo centro histórico, donde hay una preciosa iglesia azulejada, y en otros municipios, como Marechal Deodoro. Un componente opacado por el brillo de sus playas y la opulencia histórico-cultural que ostentan sus vecinos bahianos y pernambucanos.

Alagoas, que en portugués significa, literalmente, "entre lagunas", es la cuna de los dos primeros presidentes brasileños: Deodoro da Fonseca y Floriano Vieira Peixoto. Y es también, donde nacieron juglares como Djavan y genios experimentales como Hermeto Pascoal, dos de los más grandes músicos brasileños. No es poca cosa para este pequeño estado —el segundo más chico de Brasil, detrás de su vecino Sergipe, con el que limita al sur— que quedó encerrado entre la desmesurada Bahía, la frontera hacia el interior, allá en el áspero sertão y el explosivo Pernambuco, ubicado al norte. Para las gigantescas proporciones brasileñas, Alagoas es apenas un ínfimo pedazo de tierra de poco más de 27 mil kilómetros cuadrados. Pero claro, estamos en Brasil, el edén de las playas y entonces nos encontramos con que este pequeño estado tiene una ristra de 230 kilómetros de playas idílicas, majestuosas, paradisíacas. Por algo será que le dicen el Caribe brasileño.

Rumbo norte

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Maragogi es la postal de Alagoas. En este poblado típico del noreste están las famosas piletas naturales, las más grandes de Brasil. El viaje desde Maceió dura unas dos horas, a través de un camino de sierras verdes tropicales y cañas de azúcar. Quienes quieran viajar hasta aquí para ver las piscinas soñadas y multiplicadas en gigantografías, deberán tener en cuenta que su existencia depende pura y exclusivamente del flujo de las mareas, y que se forman solo cuando hay bajamar. Además, para protegerlas y que no ocurra lo mismo que ha pasado en otros sitios como en la playa Porto de Galinhas, en Pernambuco, donde los corales fueron destruidos por no tomar las precauciones necesarias, el cupo diario de turistas está limitado. Pero aun así, el mar y la naturaleza deparan sorpresas. Si llega a haber "marea muerta" o "resaca", como le dicen por aquí, tampoco habrá piscinas. De todas maneras, las mismas embarcaciones que hacen la excursión hasta el sector de piletas naturales tan caribeñas, transparentes, claras y cálidas, realizan un paseo hasta un banco de arena, con aguas también tibias, verde esmeralda y retirado de las costas, que resulta un paseo entretenido y una buena alternativa para aquellos que no planifiquen el viaje con la tabla de mareas bajo el brazo.

Rumbo sur

Ubicadas a unos 20 kilómetros al sur de Maceió están dos de las 10 mejores playas de Brasil según destacadas guías de viaje: Gunga y Playa del Francés. Al salir de la ciudad, bordeamos la laguna de Mundaú, que en caeté significa "río de aguas cristalinas". Mundaú es una de las diecisiete lagunas que tiene Alagoas y aquí habita el famoso sururú. Cuando sube la marea se llena de agua salada y al bajar queda el agua dulce. Es en ese momento que los pescadores aprovechan para extraer el berberecho más famoso del noreste.

La Playa del Francés es una buena alternativa para quienes elijan hospedarse fuera de la ciudad, pero relativamente cerca de Maceió. Es una villa pequeña y apacible, situada a tres kilómetros del centro histórico de Marechal Deodoro donde nació el primer presidente brasileño. Considerada una de las más hermosas playas del país, posee varias posadas con vista al mar y una buena dosis de gastronomía local. Por lo demás, solo hay que echarse en una buena hamaca y dejar el tiempo pasar.

A mitad de camino hacia allí, en el barrio Pontal da Barra, hay una calle muy curiosa, un punto para detenerse sí o sí, en el que las mujeres pasan las horas confeccionando manteles, blusas, vestidos y más. Las artesanas locales utilizan la técnica del bordado filé, que es el artesanato tradicional alagoano, cuyo saber se pasa de generación en generación y en el que se utiliza una aguja de madera y un molde de bambú para tejer la malla, que se estirará sobre bastidores de madera. Es un buen sitio para comprar recuerdos y regalos, útiles, típicos y a buen precio.

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Para llegar a la playa de Gunga hay dos opciones. La primera consiste en atravesar en un vehículo los campos de Don Nivaldo Jatoba, el rey del coco, que tiene 80 mil palmeras de las que no desperdicia ni una gota para utilizar en los productos de su empresa. Hay que pagar veinte reales para atravesar por sus dominios. La otra alternativa es tomar una embarcación en la isla Santa Rita, donde la laguna de Mundaú se junta con la Manguaba, para internarse por los estuarios del Roteiro y navegar frente a los manglares. ¿Queda alguna duda de cuál es el mejor plan? No es necesario pensárselo mucho, así que tomamos el barco, que forma parte del paseo. En el trayecto se puede contemplar la faena de los pescadores, que aprovechan la marea baja y la poca profundidad de un sector de la laguna para pescar de pie y arrojar sus redes a la espera de una buena cosecha.

A media hora de navegar, y poco antes de llegar a destino, el barco rodea la costa, una especie de lengua de arena que divide aguas dulces de saladas, y se aleja unos metros para que los viajeros contemplen la panorámica perfecta: a un lado, las olas del Atlántico y al otro, las apacibles aguas del estuario. Ahora sí se entiende por qué Gunga es considerada una de las más lindas playas brasileñas.

Una vez que desembarcamos se presentan dos alternativas: tumbarse en la arena o ir en un paseo de buggy típicamente brasileño. Antes de hacinarnos bajo el sol de mediodía, elegimos recorrer siete kilómetros a toda velocidad y a los saltos. El destino es un sorprendente cañón de acantilados color terracota, erosionados por quince millones de años de vientos y lluvias, que resultaron en otras quince tonalidades diferentes. A sus pies, se encuentra una más de las diecisiete lagunas de Alagoas. El contraste es notable. De no subir el acantilado y mirar hacia el horizonte, creería uno que está en cualquier lugar menos en una playa. A un lado, el agua cálida y turquesa del mar, y al otro, el agua es fría y oscura como la Coca Cola. Pero hay un puesto con un hombre que vende cocos, y como no, también cerveza helada. Un buen ayuda memoria para recordar súbitamente que seguimos acá, que esto no es ningún sueño. Y que el buggy nos espera para volver a este rincón que muchos se empeñan en llamar el Caribe brasileño.

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