Mijail Gorbachov

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Mijail Gorbachov, el líder que quiso modernizar el socialismo y perdió el control del proceso

Ganó el premio Nobel por terminar con la Guerra Fría entre Estados Unidos y la URSS, pero perdió su batalla por reformar y revitalizar el socialismo soviético
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31 de agosto de 2022 a las 08:52

Por Rubén Furman

Fue el historiador británico Eric Hobsbawn el que creó la figura del “siglo corto” para referirse al siglo XX. Fijó su comienzo en 1914, con la Primera Guerra Mundial, una de cuyas consecuencias fue la Revolución Rusa de 1917, y su fin en 1991, con la desaparición de la Unión Soviética. Fue precisamente ese final el que le tocó administrar a Mijail Sergeievich Gorbachov, muerto ayer a los 91 años en Moscú.

Los siete años que estuvo al frente del Partido Comunista soviético y los dos como primer y último presidente de la URSS le alcanzaron para ser considerado como una de las principales figuras políticas de su tiempo.

Millones de rusos y gente de izquierda de todo el mundo lo culparon del colapso de la Unión Soviética y otros tantos le reconocieron haber conducido ese proceso sin un baño de sangre. En todos los casos por cerrar un ciclo, el del socialismo soviético.

En 1990 obtuvo el premio Nobel de la paz por impulsar el fin de la Guerra Fría, la asechanza de una hecatombe nuclear entre los dos bloques nacidos apenas finalizada la Segunda Guerra Mundial.

El mismo Gorbachov confesó luego que ese repliegue era la consecuencia de un cálculo de costos-beneficios: la URSS estaba perdiendo ese enfrentamiento en el terreno tecnológico armamentista con los Estados Unidos de Ronald Reagan. Y aunque el peligro vuelva hoy a cobrar actualidad, significó un enorme soplo de aire fresco para el clima internacional.

Antes había retirado las tropas soviéticas de Afganistán, persuadido de la inutilidad de pujar contra un pueblo armado por sus archienemigos. En junio de 1989 también aceptó la derrota electoral ante el líder polaco Lech Walesa, respaldo por Occidente y por el papa polaco Wojtyla, cuyo pontificado se erigió sobre la meta de derrotar al comunismo.

Finalmente, en noviembre de ese año consintió la caída del Muro de Berlin sin intentar apelar el tradicional trámite de enviar los tanques soviéticos a reprimir insurgencias ajenas, de lo que ya había advertido a los jefes de los países del “bloque socialista”. Al cabo de dos años Alemania occidental absorbió a Alemania oriental en un proceso de reunificación incruento.

Su creencia de fondo era que el desarrollo de las armas estratégicas ya tornaba inútil la existencia de un colchón territorial como el estructurado en 1945. Ofrendó la disolución del Pacto de Varsovia sólo con promesas de un gesto análogo -pero incumplido- de la OTAN. Pero, sobre todo, medía ese estado de beligerancia latente como una sangría insoportable para la economía soviética.

A partir de entonces, Gorbachov comenzó a ser visto por los comunistas duros, pero también por los nacionalistas rusos, como un ingenuo o un traidor. Un razonamiento que no tardó en alcanzar a sectores nacional-populares no prosoviéticos pero convencidos de que lo mejor para los países subdesarrollados era una mundo con dos superpotencias compensándose mutuamente en vez del mundo unipolar como el que se abrió paso.

Gorbachov centró sus fuerzas en tratar de regenerar el sistema soviético y en especial su economía, que ya no exportaba masivamente  productos industriales sino productos primarios, gas y petróleo, como en la actualidad. Un claro síntoma de su relativo estancamiento.

Cuando tomó el mando, en 1985, tenía 54 años y era un joven en relación a los gerontes que lo habían precedido. Tampoco despreciaba a los intelectuales: se rodeó de especialistas y dirigentes comunistas con título universitarios capaces de resolver problemas prácticos mejor que de viejos cuadros del partido.

Abogado por estudios y especialista en economía agraria por función política, siguió con atención las reformas en la agricultura china aplicadas tras la desaparición de Mao. La tierra se había entregado a los campesinos y en menos de un lustro las cosechas se duplicaron. El tema de los estímulos en la economía soviética para salir del desinterés se convirtió en su obsesión.

Anunció un ambicioso programa de modernización política y económica con la convicción de que el sistema socialista estaba “vivo” pero demandaba actualización. Volver a los ideales de la Revolución Rusa 1917 sin desechar las relaciones mercantiles aplicadas por Lenin durante la guerra civil.

Las palabras rusas de ese giro comenzaron a ser dichas en todo el mundo con habitualidad: perestroika que en ruso significa reconstrucción o reforma, y glasnost, que significa transparencia, o apertura. En suma: descentralización de las decisiones económicas, con debate amplio de los problemas y apertura política.

Sus propuestas apuntaban a democratizar el sistema político, aflojar los elementos de la economía de comando, mejorar el bienestar de la población, descentralizar la toma de decisiones, convertir a la URSS en una verdadera federación y relajar tensiones de la Guerra Fría, según apuntó el académico argentino Martin Baña en su libro Quien no extraña al comunismo no tiene corazón, frase adjudicada a Vladimir Putin.

Varios de esos mismos dilemas económicos había enfrentado China años antes. Pero las reformas inauguradas por Deng Xiaoping encontraron otro camino. El partido único siguió -y sigue- manteniendo firmes las riendas políticas dejando hacer en la economía, aunque marcando el rumbo por dónde hacerlo.

Lo denominaron “el camino chino al socialismo” que en un inicio contó con el inestimable impulso de Estados Unidos y las principales naciones de Occidente, fascinados por la potencialidad del gigantesco mercado chino, los bajos costos de su mano de obra y una disciplina laboral proverbial.

Gorbachov dio muestras de que su “reforma administrada” era más abarcativa que la china. Participó personalmente en la liberación del físico disidente Andrei Sajarov y de otros presos de conciencia menos conocidos. Seguramente sabría también que no contaría con el aporte económico norteamericano y occidental.

Durante años Gorbachov impulsó reformas hacia una “economía de mercado regulada” luchando contra la oposición de los viejos administradores temerosos de perder sus privilegios. Disolvió ministerios y agencias, y creó otros más ágiles, dando mayor poder de decisión a los directores de empresas para redireccionar el plan central

Pero la consecuencia no esperada fue el surgimiento y consolidación hacia 1990 de una “coalición procapitalista” dentro del propio núcleo de los administradores estatales que vieron que la eliminación del sistema soviético era la mejor opción para el desarrollo de los nuevos negocios y los que gestionaban de antes.

Al calor de las nuevas normas los miembros de la vieja nomenklatura comenzaron a apoderarse de empresas que venían gestionando en calidad de funcionarios. Fenómeno que fue causa determinante de la “implosión” del socialismo soviético.

El frustrado golpe de estado del 9 de agosto de 1991, cuando un grupo importante de funcionarios y jefes de las fuerzas armadas relevaron a Gorbachov antes de rendirse, minaron su poder. También permitió que emergieran nuevas figuras como Boris Yeltsin, el alcalde moscovita partidario decidido de terminar con el socialismo.

El golpe de gracia a la Unión Soviética se lo dieron en diciembre de ese año once de las de las antiguas repúblicas soviéticas que, al crear la Comunidad de Estados Independientes (CEI), desmantelaron ‘de facto’ la URSS. Entre ellas estaban Ucrania, Bielorrusia y la Federación Rusa.

Años después, el ultimo líder soviético contó que nunca había pensado en utilizar la fuerza para mantener la unidad debido a la distribución de armas nucleares en todo el territorio, que tornaba peligrosísima la disolución.

El 25 de diciembre 1991 Gorbachov firmó su renuncia, quedando definitivamente clausurado su plan para reformar y revitalizar al socialismo soviético.

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