Opinión > ANÁLISIS / EDUARDO BLASINA

Otro sindicalismo es posible

En algún momento el poder sindical fue copado por la ideología de la lucha de clases
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01 de julio de 2018 a las 05:00
Uno de mis recuerdos más remotos tal vez de cuando tenía cuatro o cinco años de vida son los dedos de mi tío José. Eran por lo menos tres veces del diámetro del resto de las personas y su pulgar era comparable en grosor con mis brazos flacos. Hasta donde yo sabía era mecánico. Compraba automóviles en mal estado y los ponía a nuevos. Los vendía y así. Era también tornero, trabajaba en su casa y creaba la pieza que le pidieran.

El paseo del fin de semana era la visita familiar, la caminata hasta la cancha de Rampla, y el regreso, con té, mate y conversación. Fue más adelante, cuando a partir de 1980 siendo yo un adolescente que mis diálogos con José se volvieron más políticos. La ilusión de volver a la democracia y el entender porqué se había perdido, me llevaban siempre a preguntarle y repreguntarle. Y José había sido militante sindical en la industria frigorífica. Tenía una historia para contar.

Contaba mi tío José que era muy importante defender los derechos de los trabajadores, reclamar un salario y condiciones justas de trabajo. Explicaba que en sus comienzos como trabajador el sindicalismo lo había obligado a leer de política, economía y filosofía porque debatir sin una base teórica significaba una derrota segura.

Recordaba que los anarquistas eran trabajadores muy cultos, que además de conocer la obra de sus pensadores de cabecera como Bakunin, Proudhon y Kropotkin, dominaban con detalle el pensamiento de Marx, Lenin y también el de los filósofos liberales. Aunque él no era anarquista, recordaba a los libertarios como leales y buenos trabajadores, aunque lo que proponían, entendía él, era imposible de plasmar en la práctica.

En las primeras épocas, contaba que la militancia sindical consistía en defender el salario, construir mejores condiciones de trabajo, alertar de las cosas que funcionaban mal para que funcionaran bien. Si quien dirigía el frigorífico lo hacía mal y era irrespetuoso hacia los trabajadores, el sindicato tenía que hacer los reclamos correspondientes y si fuese necesario ir a la huelga. Pero el objetivo era que el frigorífico funcionara de la de mejor manera posible.

Contaba lo difícil que era competir con Brasil en las conservas, porque el bajo costo de la hojalata de Brasil respecto a Uruguay era muy difícil de revertir. Por escala y disponibilidad de los recursos mineros, la competencia era muy difícil. Pero cuando venían las guerras y había que abastecer a las tropas aliadas con corned beef no se daba abasto a trabajar, el Cerro recibía a los inmigrantes , se vivía bien, ocho horas de trabajo, después fútbol, y Rampla era el tercer equipo de Uruguay. Un tiempo idílico en el que contrastaba la guerra europea con la paz uruguaya, el antes y el después de Maracaná.

Pero llegó un momento en que el poder sindical fue copado por una ideología diferente. Proponían luchar contra la dirección de la empresa, fuera quien fuera. Había que pedir siempre más, lo que fuera pero siempre más a los "enemigos de clase". En un momento habían impuesto que el frigorífico regalara a cada trabajador un kilogramo de carne por día. Eso había sido un desastre para el frigorífico pero también para los propios trabajadores que no daban abasto a comer tanta carne. Se pudría, saturaba las antiguas heladeras o había que salir a regalarla, una tarea antes impensada.

La nueva ideología manipulaba asambleas, patoteaba a quienes consideraba adversarios entre los propios trabajadores. Así primero los ingleses se cansaron de la conflictividad continua y luego el Frigorífico Nacional pasó prontamente a dar pérdidas cada vez mayores que se harían insostenibles para el Estado.

Bastante antes de eso él se había ido, entristecido por el devenir de los acontecimientos. Había descubierto los placeres de trabajar tranquilo en su casa por su cuenta como mecánico, bajar cada tanto en la chalana a sacar unas corvinas y disfrutar de las visitas de sus amigos exfuncionarios de los frigoríficos.

Algo en su interior seguía enojado con el devenir de los acontecimientos. Con aquella maravillosa oportunidad que Uruguay había tenido en los años 50 y que había devenido en la violencia de los 60, la dictadura de los 70.

Hubo en Uruguay un sindicalismo distinto. El sindicalismo de los años pujantes de Uruguay en el siglo XX, no tenía nada que ver con lo que hoy damos como la única versión posible. Contaba mi tío José que a nadie se le ocurría que por mucho boicotear al Frigorífico Swift o el Nacional podrían un día terminar en ruinas.

Hoy vemos como un hecho inevitable que una patota sindical vaya a un pueblo del interior a amedrentar a la gente, vemos como un hecho inevitable que se impida a un grupo de trabajadoras que quieren ejercer el derecho al trabajo. Vemos como inevitable que si alguien se jubila en Conaprole se le imponga a la cooperativa contratar a alguien sin importar que esa contratación se precise o no se precise.

El sindicalismo patotero que había irrumpido en los años 60, decía mi tío, no defendía a los trabajadores. La prueba estaba a la vista: todos habían quedado sin trabajo. Las pruebas son claras hoy mismo. Los que dicen defender el salario defienden al gobierno de Venezuela donde el salario mínimo era de US$ 4 en mayo y ya es de US$ 3 en junio, unos 100 pesos uruguayos para todo el mes.

A mi tío no le sorprendía en lo más mínimo que los patoteros que habían copado sindicato en los 60 hubiesen apoyado al preparativo de golpe en febrero del 73. Le parecía una obviedad. No querían libertad y armonía sino confrontación y dictadura, que llamaban del proletariado.

Hoy, apenas los productores lecheros logran recuperar un poquito de las enormes pérdidas de los años anteriores, la ideología que tanto disgustaba a mi tío José aparece en Conaprole donde se busca dañar a la producción en reclamo a "cambiar los sistemas de descanso". Los trabajadores operan "a reglamento" y generan trastornos en el funcionamiento de la cooperativa.

Algo empezó a cambiar y debe seguir cambiando. La defensa del trabajo es la que han hecho las mujeres que querían entrar a Somicar. Los uruguayos no podemos sino encolumnarnos detrás de los trabajadores tamberos, pequeños, medianos y grandes que han logrado formar una empresa ejemplar.

Los trabajadores que quieran lo mejora para la cooperativa tengan tierra o no la tengan deben ser defendidos. No los que han defendido a quienes robaban a la cooperativa y quedaron filmados haciendo el hurto.

Para los productores lecheros que se levantan cada día antes de que el sol asome no solo las mañanas son congeladas. El precio de la leche también está congelado. Y aún así lograron mejorar en los últimos meses la producción. Entonces, desde este sindicalismo del odio al empresario surge la idea de "trabajar a reglamento".

Son los que defienden al gobierno de Venezuela, el paraíso chavista que está debiendo a Conaprole decenas de millones de dólares. El país revolucionario que no puede importar alimentos ni producirlos y donde la desnutrición se disemina como la peste.

La mejora sostenible del empleo y el salario solo es posible con empresas productivas, pujantes, donde propietarios, gerentes y trabajadores hacen un gran equipo, el respeto es la norma obvia de convivencia y las medidas de fuerza un ultimísimo recurso. Donde los trabajadores reclamen que lo que funciona mal, pase a funcionar bien. Donde los marineros quieren lo mejor para el barco.

La valentía de los trabajadores y trabajadoras de Somicar y del pueblo de Santa Clara no son las únicas señales.

La elección por los docentes del consejero Robert Silva también muestra el hartazgo que genera el sindicalismo obsoleto de la confrontación leninista/stalinista. El poder sindical de hoy eludirá discutir a fondo sus criterios e insultará a cualquiera que lo cuestione con adjetivos como "derecha" o "neoliberal" o "burgués". Un mero escudo de quienes saben que debe eludir un debate a fondo.

Pero cada vez más trabajadores cuestionarán que cuando la industria lechera nacional está en un momento de seria fragilidad se la boicotee y que eso ayude a los trabajadores. Porque además las empresas ya eligen a los trabajadores que saben de qué va vivir bajo el sistema de los Castro y los Maduro, y no a los que defienden a aquellas dictaduras.

En momentos en que las economías de Argentina y Brasil tambalean, defender a los productores lecheros cooperativizados es lo único que cabe desde una perspectiva social. Y mientras a esperar que los trabajadores reales de dedos gruesos consoliden un sindicalismo que entienda de trabajar en equipo para mejorar la productividad, el resultado de las empresas y el salario real.

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