Lorena Muñoz decía en una entrevista publicada en El Observador esta misma semana que vio el nudo de su historia cuando un afiche se le apareció en la etapa previa de investigación. Vestido de boxeador, con el rótulo de Luna Park estático y vibrante sobre las dos cabezas idénticamente teñidas de azul, Rodrigo se enfrenta a Rodrigo y deja entrever que el duelo será musical y también personal. “Ahí estaba el conflicto. Rodrigo contra sus demonios”, explicaba su directora. La jugada, por obvia, no deja de ser acertada. La única manera de adaptar bien la historia del cuartetero más famoso de este y el otro lado del Río Uruguay era retratando lo que no se vio en los miles de minutos televisivos que su rostro ocupó en las pantallas de la región. El Potro, lo mejor del amor es, entonces, eso: la historia de un hombre que alcanza la fama de manera meteórica y que debe lidiar con los obstáculos internos que ese mismo ascenso supone. Una historia conocida, una historia que funciona.
Está claro que la película –que se estrenó de manera oficial esta semana luego de formar parte de la grilla del Festival de Cine de Montevideo– se hizo para vender entradas. Eso no es necesariamente un aspecto negativo ni entorpece el resultado final, pero –y es algo que la propia Muñoz admitió– se une a la ola de biografías musicales que internacionalmente están cosechando un éxito tremendo. La directora conoce bien este panorama, ya que dirigió la exitosa Gilda, no me arrepiento de este amor.
Con la experiencia de Gilda, Muñoz encaró este proyecto con mirada entrenada. Gracias a su dirección en la serie de Canal Encuentros Soy de pueblo, que tuvo a Rodrigo Bueno como uno de sus homenajeados, Muñoz logró acceder al entorno del artista y conocer muchas aristas de su vida íntima. Por eso, cuando los estudios le propusieron reconstruir la vida del Potro cordobés, ni siquiera lo dudó.
Rodrigo sigue muy presente en la cultura popular del Río de la Plata. No en vano sus temas siguen haciendo bailar a todos en cuanto casamiento y fiesta se organice. Es, gustos musicales aparte, la voz que estuvo presente en varios momentos de alegría genuina para gran parte de la sociedad contemporánea. Y por eso, tal vez, es que esta película elige desmitificarlo y bajarlo del pedestal. El ídolo, en este retrato de Muñoz, pasa a ser una persona problemática, que no pudo aguantar la presión de un mundo al que llegó de repente, que comprometió a su familia, que se ahogó en las drogas y que puso en riesgo su vida en más de una ocasión. Hasta que finalmente se mató en un accidente automovilístico.
Enfrentar las dos caras de Rodrigo Bueno es uno de los méritos de la película. Al igual que otros retratos de artistas musicales –el Johnny Cash de Joaquín Phoenix en Walk the line, por ejemplo–, Rodrigo queda a merced de sus cuestionables actos y fracasa en el camino que se le pone por delante. Obviando la exageración –y a pesar de evitables escenas que buscan forzar el drama de la vida del cantante–, Muñoz logra que su héroe abrace la imperfección y se asuma como un ser humano trunco sin tropiezos.
Mucho ayuda el trabajo de casting, que de manera insólita encontró a un hombre destinado a ponerse en la piel de Rodrigo. Rodrigo Romero –el actor– es idéntico al cuartetero, se mueve y suena como él, y para un debutante absoluto en la actuación, porta su protagónico con dignidad y soltura. Sus colegas, sin embargo, no colaboran demasiado: Florencia Peña, que interpreta a su madre, roza la sobreactuación y la vergüenza, mientras que Fernán Mirás compone a un insulso representante que funciona también como figura paterna.
Tal y como le pasaba al propio Rodrigo, El Potro alcanza sus mejores momentos arriba del escenario. Es allí donde todos los recursos técnicos de la película se desatan, donde los personajes se sueltan y la figura de Rodrigo se agiganta. Las canciones –en varias ocasiones presentadas de manera completa– aparecen como islas de ritmos de las que es muy difícil resistirse y que generan, aunque sea de manera encubierta, ganas de levantarse y tirar pasos al ritmo de Soy cordobés o Amor clasificado.
¿Sucedió todo como lo narra El Potro? Según su familia, no. Según Lorena Muñoz, tampoco. Pero como ella misma lo planteó, las leyendas se construyen a través de las diferentes versiones que se van superponiendo a lo largo de la historia. Casi veinte años después de la muerte de Rodrigo, esta versión aparece para recuperar su figura y enfrentarla con los propios demonios de su pasado, a la vez que presenta una historia diseñada para atraer a las masas al cine. La buena noticia es que logra su cometido sin deshilachar las costuras de su simple trama, manteniendo el interés hasta el final. El Potro funciona casi como funciona la música de Rodrigo: puede gustar más o menos, pero cuando comienza a sonar, es casi imposible desentenderse de ella. Con él, al final, todos bailamos.
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