Miguel Arregui

Miguel Arregui

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Togas y puñales

Clinton y Trump representan, cual caricatura, dos mundos opuestos. Visten trajes caros pero cruzan hachazos
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05 de octubre de 2016 a las 05:00

En el debate del lunes 26 de setiembre él arremetió como un toro en el encierro de San Fermín. Ella, que vestía un rojo furioso, quedó contra las vallas, blanca, cubierta apenas por una sonrisa helada. Pero después la frágil señora dio media vuelta, cargó contra su atacante y lo golpeó hasta hacerlo resoplar y recular.

Él es el empresario Donald Trump, de 70 años, un populista de derechas y candidato a la Presidencia de Estados Unidos por el Partido Republicano. Arrogante y resuelto, con su testa coronada con un curioso peinado, habla de todos los asuntos públicos como si sólo fueran negocios: tantos millones de dólares por acá, tantos por allá, y sobrevuela con frivolidad todo aquello que le parece secundario.

Ella es Hillary Clinton, de 68 años, esposa de Bill Clinton, ex gobernador de Arkansas y presidente de Estados Unidos entre 1993 y 2001. Pero brilla con luz propia: abogada, empresaria, primera mujer senadora por Nueva York, precandidata presidencial derrotada por Barack Obama en 2008, secretaria de Estado entre 2009 y 2013 y ahora candidata presidencial por el Partido Demócrata.

Parece frágil pero es sofisticada y el personaje político mejor preparado para lo que desea: convertirse en la primera mujer que presida el país más poderoso del planeta, sucediendo a Barack Obama, el primer negro en hacerlo.

Aislacionismo o intervención

Trump propone redefinir el papel de Estados Unidos en el mundo y un regreso al tradicional aislacionismo republicano. Todo lo que ha hecho su país en Medio Oriente desde el ataque a Irak en 2003 es un desastre, insiste, y Hillary es responsable pues siempre estuvo en primera línea. Estados Unidos ya no debe perder vidas y seguir gastando enormes sumas de dinero y endeudándose para actuar como policía del mundo. Que China se ocupe de Corea del Norte, que es su pupilo; que Irán tenga mucho cuidado con lo que hace si no quiere recibir un sopapo; que Europa se haga cargo de su patio trasero; que los rusos se cuiden de meterse con Estados Unidos, pues la diferencia económica y tecnológica es enorme. Si países ricos como Japón, Corea del Sur o Arabia Saudita desean la protección, pues que paguen la factura.

Ella dice que él es un irresponsable que vive en su propio mundo, como un niño malcriado; un hombre peligroso que no está preparado para manejar tanto poder.

El duelo entre Clinton y Trump está cada vez más descarnado y emocionante a medida que ingresa en la fase final. Ambos combatientes pasan con total naturalidad –y superficialidad– del manejo de las armas nucleares a una miss Universo con unos kilos demás, como quien hace el inventario de una tienda de pueblo. Visten trajes caros pero revolean hachas. Llaman a las cosas por su nombre y se pegan tantas piñas como las que podía dar Mike Tyson en sus buenos tiempos, aunque sin perder jamás la elegancia.

Clinton y Trump hablan a países diferentes. Estados Unidos es muchas cosas: diversas culturas conviviendo en un enorme territorio.

Él representa muy bien al estadounidense blanco de baja educación, desconcertado ante el rumbo que tomó el mundo y que teme perder su trabajo. Trump pulsa los instintos nacionalistas, racistas o xenófobos de esas personas que además no entienden por qué los coches Ford y los equipos de aire acondicionado Carrier ahora se producen en México, los teléfonos IPhone y las computadoras IBM en China y los vaqueros Levi's en Nicaragua o Vietnam.

Proteccionismo o integración

Está obsesionado con China y parece nostálgico del cinturón industrial del Medio Este, ahora oxidado, y de la infraestructura propia del siglo XX, cuando el mundo –con su propio país a la cabeza– habla de robótica y tecnologías de la información. Promete terminar con el Tratado de Libre Comercio de América del Norte (Nafta) y el Acuerdo Transpacífico, pues cree que favorece a mexicanos, japoneses, malayos o vietnamitas: a cualquiera, menos a los estadounidenses. Si gana y lo hace, sería el fin de la globalización, al menos tal como se vio desde el desplome de la Unión Soviética en 1991, y el regreso a los nacionalismos económicos. El proteccionismo encarecería los bienes de consumo, empobrecería a la economía en conjunto y haría perder a Estados Unidos su liderazgo mundial –aunque arrancaría aplausos en los sindicatos.

Ella apuesta a los moderados, a las personas tolerantes de las grandes ciudades, a los más educados, a los latinos, a los negros y a otras minorías. Pero para muchos también habla el idioma hipócrita de la corrección política y representa los vicios y privilegios del establishment de Washington y de los liberales de la costa Este, esos que el mundo avizoró como caricatura a través de la serie House of Cards.

Si le interesa el mundo y está más bien cansado de los remilgos de nuestros políticos, de sus palabras gordas y de los razonamientos tipo más vale pobre y sano que rico y enfermo, entonces mírese uno de estos debates-shows. Habrá dos más, el 9 y el 19 de octubre, antes de las cruciales elecciones estadounidenses del martes 8 de noviembre. Verá togas y puñales, sofisticación y residuos cloacales.

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