La ANEP anunció un plan piloto para controlar la asistencia en un liceo de Piriápolis mediante reconocimiento facial. No se trata de un detalle técnico, sino de la captura y el tratamiento de datos biométricos de menores de edad. La Ley 18.331 exige una evaluación de impacto previa para cualquier tratamiento de datos sensibles, y es legítimo preguntarse si ese procedimiento se realizó, con qué fundamentos técnicos y quién lo avaló. También corresponde preguntar si realmente es necesario someter a los adolescentes a esta vigilancia cuando existen mecanismos simples y seguros para tomar asistencia.
No hablamos de una preocupación teórica. Uruguay ya ha sufrido hackeos masivos en distintas dependencias estatales. Agesic reportó más de 14 mil incidentes de ciberseguridad solo en el primer semestre de 2024, y todos recordamos filtraciones en las que quedaron expuestos números de cédula o expedientes. Ante una vulneración de ese tipo, siempre existe la opción de cambiar contraseñas o reponer documentos. Pero el rostro es inmutable. Si la biometría de un joven termina en el mercado negro, la víctima arrastrará las consecuencias para siempre. Piénsese en lo más extremo; que un narcotraficante utilice esa identidad facial para obtener un pasaporte o una visa. Ese ciudadano inocente quedará de por vida bajo sospecha cada vez que intente viajar. Esa es la magnitud del riesgo que se asume cuando se normaliza la vigilancia biométrica, nada más y nada menos que en las aulas.
Consciente de esta situación, presenté un pedido de informes a la propia ANEP. No puede avanzarse con un plan de estas características sin explicar al país cuáles son las bases legales que lo sustentan, qué costos implicará, cómo se resguardarán los datos, dónde se almacenarán, con qué plazos de conservación y bajo qué mecanismos de auditoría externa. También debe aclararse si se evaluaron alternativas menos intrusivas, como los registros digitales docentes o las notificaciones electrónicas a las familias, que ya han mostrado eficacia sin comprometer la privacidad de nadie.
La experiencia internacional tampoco avala este camino. En Suecia, un liceo que intentó registrar asistencia con reconocimiento facial fue multado por la autoridad de protección de datos, que concluyó que se trataba de una medida desproporcionada frente a métodos menos invasivos. En Francia, proyectos similares en liceos de Niza y Marsella fueron detenidos por la CNIL (Comisión Nacional de Informática y Libertades) por carecer de base legal. En ambos casos la conclusión fue la misma; no se justifica arriesgar derechos fundamentales de los estudiantes cuando hay alternativas igualmente eficaces. Allí donde se ensayó, se prohibió o se sancionó.
Algunos dirán que ya usamos biometría en aplicaciones o para desbloquear el celular. La diferencia es sustantiva: en esos casos hay consentimiento y alternativas. Aquí, en cambio, hablamos de imposición estatal a menores, que no pueden negarse sin quedar excluidos de su derecho a la educación. También se dirá que la Dirección Nacional de Identificación Civil cuenta con datos biométricos de los ciudadanos, lo cual es cierto y necesario para fines de identificación legal. Pero utilizar el rostro de los alumnos para marcar asistencia no tiene la misma justificación, ni la misma necesidad, ni las mismas garantías.
Detrás de esta iniciativa late además un problema de fondo: la tentación de convertir a los estudiantes en materia prima para intereses privados. Ya en Europa se documentó cómo empresas tecnológicas ofrecían sistemas “gratuitos” a cambio de usar las escuelas como laboratorio de entrenamiento. Que el actual gobierno genere un mecanismo que se asimila a acciones de este tipo, a partir de datos más sensibles de nuestros jóvenes, revela una concepción peligrosa y equivocada de lo que significa innovar. La educación pública necesita inversión en tutorías, acompañamiento docente y programas socioeducativos que fortalezcan la inclusión. No necesita cámaras ni algoritmos que convierten al liceo en un puesto de control.
La educación pública merece liderazgo transparente, no experimentación improvisada y a oscuras. El batllismo siempre defendió la modernidad con derechos: progreso sí, pero jamás a costa de invadir la privacidad de las personas que afecta su libertad. El reconocimiento facial no aporta nada a la educación; solo añade un riesgo permanente para nuestros estudiantes. Uruguay necesita potentes y firmes políticas educativas, no una versión liceal de 1984. Como advirtió Orwell: "Quien controla el presente, controla el pasado; y quien controla el pasado, controlará el futuro".