La noción de paz política suele ser una ilusión óptica en los tiempos que corren. Si bien las urnas descansan y el gobierno transita apenas el cierre de su primer año de gestión, la disputa por el sentido de la historia no conoce armisticios. Es en estos intervalos, lejos del ruido proselitista explícito, donde se libran las batallas culturales más profundas y donde las declaraciones como las de Blanca Rodríguez cobran su verdadera dimensión estratégica. No se trata de un exabrupto nacido del nerviosismo de una campaña sino del intento de una construcción ideológica persistente que busca reescribir el pasado nacional.
Resultaría ingenuo minimizar el hecho. No estamos ante una militante improvisada que repite consignas en un comité de base. El personaje central es Blanca Rodríguez, una figura que administró la confianza pública desde los noticieros durante décadas y cuya formación como docente de Literatura le impide alegar desconocimiento. Ella es una mujer culta que ha leído los textos fundamentales de la República y conoce el peso específico de cada palabra.
Su acervo intelectual le permite saber con precisión quién fue José Batlle y Ordóñez, Baltasar Brum, Juan José de Amézaga, Adela Reta, entre tantos. Sabe que la Ley de 8 horas rige desde 1915, o de la ley de creación de los liceos departamentales un poco antes y que el voto femenino o el divorcio por la sola voluntad de la mujer fueron hitos de una vanguardia cívica que colocaron a Uruguay en la modernidad mucho antes de la existencia política de la izquierda. Sabe que el Estado de Bienestar no es un invento del siglo XXI.
Por lo tanto, su afirmación de que el diseño de las políticas sociales comenzó con el Frente Amplio no constituye un error involuntario. Es una mentira dicha con plena conciencia. Es una infamia y el término, aunque duro, define con rigor la maniobra de utilizar el prestigio personal acumulado para validar una falsificación histórica ante la ciudadanía. Subyace allí esa idea mesiánica de ciertos sectores del Frente Amplio que se perciben a sí mismos como los fundadores perpetuos de la nación y que imaginan al Uruguay anterior a 2005 como un territorio salvaje y carente de sensibilidad humana.
Esa soberbia fundacional es la que agrieta la convivencia democrática porque desconoce la acumulación histórica de la sociedad uruguaya.
La justicia social en el país tiene cédula de identidad colorada en su nacimiento batllista. Sin embargo, el mayor éxito de aquel proceso fue que esa sensibilidad trascendió las fronteras partidarias para convertirse en la identidad misma del Uruguay. Dejó de ser patrimonio de una divisa para ser el patrimonio de la República. Blancos, colorados, frenteamplistas y ciudadanos de todos los espacios construyeron ese tejido social durante generaciones.
Afirmar hoy que la sensibilidad nació con una fuerza política determinada es un intento de expropiación cultural. Es robarle la identidad al Uruguay para escriturarla a nombre de una facción. La paz política puede ser relativa y el calendario electoral puede estar lejano, pero la intención de controlar la memoria colectiva es una campaña que para algunos nunca termina.