Se necesitan gobiernos ejecutivos, con capacidad de gestión y con gente calificada y comprometida. La eficacia de cualquier administración depende tanto de la competencia técnica como de la integridad ética de quienes la conducen. No basta con ganar elecciones; gobernar bien es otra cosa.
La reciente controversia en torno al presidente de ASSE, Dr. Álvaro Danza, lo deja en evidencia. Nadie discute su trayectoria profesional. Pero el hecho de que ocupe simultáneamente cargos en instituciones privadas del sistema de salud —una situación expresamente prohibida por la Constitución— plantea una pregunta incómoda: ¿puede el mérito justificar la excepción a la norma?
El oficialismo intenta sostener su designación apelando a su idoneidad técnica. La oposición, en cambio, invoca la legalidad y la transparencia institucional. Sin embargo, más allá de las posiciones políticas, el tema es más profundo: ¿qué valor tiene la Constitución si se la interpreta según convenga?
Sosteniendo lo obvio: no se puede interpretar la norma fundamental a gusto y conveniencia. Cuando el texto es claro, no hay interpretación posible que lo contradiga. Y si admite más de una lectura, la falla es del constituyente, no del intérprete. Pero mientras la norma rija, debe cumplirse. Las leyes no se adaptan a las personas; las personas se adaptan a las leyes.
Vale recordar una frase del expresidente José Mujica: “lo político está por encima de lo jurídico”. Esa idea encierra un riesgo profundo. Desnaturaliza el principio de legalidad. Invierte la jerarquía que sostiene a toda democracia constitucional: el derecho queda subordinado a la voluntad política.
Cuando la política se coloca por encima del derecho, la República se debilita. La voluntad del poder pasa a ser la medida de lo permitido. Y el deterioro institucional comienza, casi siempre, cuando se naturaliza que el fin justifica los medios.
El caso Danza no solo plantea una incompatibilidad jurídica, sino también una evidente situación de conflicto de interés. Ser presidente de ASSE implica conducir la red pública de salud más grande del país, con responsabilidades administrativas y presupuestales que exigen dedicación plena. Compatibilizar ese rol con una significativa carga horaria en instituciones privadas —más aún dentro del mismo sector— plantea una doble lealtad difícil de conciliar. No se puede servir a dos sistemas a la vez, menos cuando uno depende del otro.
Apelar al mérito profesional para justificar lo indebido es tan viejo como peligroso. La capacidad técnica es indispensable, pero sin ética pública se vuelve insuficiente. El mérito pierde sentido cuando se lo usa como argumento para flexibilizar las reglas que lo legitiman. El servidor público no se define solo por su currículum, sino por su disposición a someterse a las reglas que lo limitan.
El caso ASSE no debería verse como un incidente circunstancial. Es un test de coherencia institucional. Si la Constitución puede interpretarse según la conveniencia del momento, deja de ser Constitución para convertirse en opinión. Sostener lo obvio —que la ley se cumple y los conflictos de interés se evitan— no debería ser un acto de coraje cívico. Debería ser, simplemente, la regla.