Ángel Ruocco

Ángel Ruocco

La Fonda del Ángel

¡Adiós mi Mercado Central!

Los mercados revelan el pulso de las ciudades que los contienen, así como las costumbres de su gente. El adiós al Central, como mercado de alimentos, preocupa
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13 de julio de 2012 a las 00:00

Admito que siempre me fascinaron los mercados, sobre todos los de alimentos. Muchos de los que conocí son un regalo para los sentidos y una orgía de colores, olores, sabores e incluso de sonidos. En Roma me atrapaban el del Testaccio, con su tradición de más de 2.000 años representada por una montaña de restos de más de 26 millones de ánforas, el de Campo dei Fiori y el de Piazza Vittorio; en Bonn era un imán para mí la Marktplatz, vecina a la casa natal de Beethoven, en Madrid me resultaba ineludible una visita al de San Miguel y en Barcelona al merecidamente famoso de la Boquería, en ambos casos paraísos para gourmets y gourmands. Y ni que decir lo fantásticos que son los mercados de París, de Londres y del norte de África, entre muchos otros.

Por otra parte, además de sus atractivos para propios y extraños, los mercados son también imprescindibles para tomarle el pulso a una ciudad, a la gente que la habita y a sus costumbres, así como lugares de encuentro y sociabilidad para los vecinos del barrio. Son, asimismo, patrimonio y testimonio de una nación, así como parte de la identidad de las comunidades humanas.

El caso es que me preocupa la desaparición de los mercados de alimentos en la zona céntrica de esta malquerida Montevideo, de la que al menos cuatro de cada 10 habitantes se quiere ir y en la que hay carencias en materia de memoria colectiva y hasta falta de respeto por la historia ciudadana.

Me refiero a los mercados y no a las ferias callejeras, como la de Tristán Narvaja y las vecinales, que son otra cosa. Tampoco a los mercados al por mayor. Me refiero a mercados como el del Puerto, donde hace tiempo que desaparecieron las carnicerías, verdulerías, pescaderías y comercios de venta de otros productos alimenticios y de uso hogareño. Ahora es un importante polo gastronómico, pero no un mercado. Tampoco lo es ya el de la Abundancia, donde sobreviven apenas una carnicería y una pescadería.

Y ahora, luego de una prolongada agonía, se muere el Mercado Central, sin que haya al parecer interés por salvarle la vida. Se va a convertir en sede de la Corporación Andina de Fomento (CAF) y sus oficinas, de un complejo cinematográfico y tendrá más espacio para el queridísimo Baar Fun-Fun, lo que en general no está mal. Pero desaparece definitivamente el mercado como tal, aunque mantenga el nombre. Lo que no está bien.

Y en esto me duelen prendas. Nací hace taitantos años en esa triple frontera entre el Barrio Sur, el Centro y la Ciudad Vieja de la cual el Mercado Central es el emblema. En ese barrio se asentaron mis abuelos maternos españoles hace más de 120 años, nació allí mi madre, nacieron allí mis hijos y fui a la inolvidable escuela Chile, de Maldonado y Ciudadela. Y el viejo Mercado Central -levantado entre 1865 y 1869 y demolido aproximadamente entre 1966 y 1969 por la “piqueta fatal del progreso” contra la opinión de un gran arquitecto como Julio Vilamajó- “me vio jugar de muchacho”, como dice el tango “Adiós mi barrio”, del “Loro” Collazo y Víctor Soliño.

Ese viejo edificio tenía para Vilamajó –un gran creador en el campo arquitectónico y profesional de fama internacional- un alto valor histórico como patrimonio de la ciudad y fuente de identidad ciudadana. En casi ese mismo lugar estuvo desde la fundación de Montevideo la Plaza de la Verdura y por 1836 se construyó allí el Mercado Viejo, reemplazado decenas de años después por el primer Mercado Central.

Aunque el proyecto municipal de 1957 contemplaba la restauración de ese edificio, fue finalmente demolido, con la oposición frontal de Vilamajó y de muchos de los vecinos. En su lugar se levantó la edificación fea y sin alma que ahora va a ser, al parecer con la utilización de parte de la estructura actual y el agregado de otras, sede de la CAF.

En aquel viejo Mercado Central en el que yo correteaba de niño había una pléyade de carnicerías y pollerías (incluso las de tipo kosher), varias pescaderías, verdulerías muy surtidas, dos chancherías (así llamábamos entonces a las chacinerías), una de las cuales, “La Catalana”, tenía unas butifarras incomparables, amén de otros pequeños comercios con comestibles varios. Pero además había por lo menos dos comercios con productos centroeuropeos, para los que abundaba clientela en el barrio, donde se habían asentado muchos judíos huidos del nazismo. Uno de ellos era el de Singer –que ahora está en 18 de Julio junto a El Galpón- con sus barricas llenas de arenques y de pepinos, además de los rollmops (arrollados de arenque con pepinillos que luego reencontré en mis años en Alemania) y muchas otras sabrosuras desconocidas para los criollos. Y en el fondo del mercado, en un par de piezas, estaba Fun-Fun, donde iba mi padre a tomarse una uvita o un nisperito, a picar unos chorizos al vino blanco y a conversar con los vecinos del barrio o con famosos deportistas o artistas o periodistas o intelectuales que allí recalaban mientras yo me tomaba una gaseosa de bolita.

Asimismo, en el frente del edificio, a ambos lados de una puerta casi monumental que podía confundirse con la de la Ciudadela, había unas fondas de las que emanaban deliciosos aromas a guisos. Una de ellas era la de Laña, cuyo hijo jugó en la primera de Nacional. Y, no olvidarlo, al costado, frente a los fondos del Solís, estaba el viejo Morini, un restorán que bien quisiera tenerlo hoy la ciudad de Montevideo.
Es cierto que poco a poco el barrio se fue despoblando y hasta cierto punto tugurizando, lo que incidió en la decadencia del mercado, aunque hasta no hace mucho había en él dos excelentes fiambrerías y una decena de otros puestos de comestibles, están aún el Centro Comunal Nº 1 y Mundo Afro (al que llevan a otro lugar) y el imprescindible Fun-Fun (en su cuarto emplazamiento en el lugar).

Pero también es cierto que la zona, con la Torre Ejecutiva, el Solís renovado y nuevos edificios de apartamentos, así como la remodelación del viejo hotel Cervantes y el proyecto de hacer que Soriano sea una “calle de las artes”, ha comenzado a repoblarse y a recobrar vida.

Por ese motivo, así como por haber sido esa zona un testigo privilegiado de la historia y la cultura de la ciudad, entre otras cosas porque allí se celebraban en la época colonial “los tangos de los negros” y es por ello cuna del candombe y del tango, como bien se señala en “Adiós mi barrio”; por ser los verdaderos mercados auténticos foros vecinales y por respeto hacia lo preexistente (como decía Vilamajó), el Mercado Central debería volver a ser lo que era (amén de sede de la CAF, salas cinematográficas, etcétera). No estaría mal hacer en el Mercado Central algo así como lo que sí se está haciendo en el Mercado Agrícola. Sería justicia.

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