Por Rubén Furman
“El 15 de septiembre (de 1970), el presidente Nixon informó al director de la CIA, Richard Helms, que un gobierno allendista no era aceptable para los Estados Unidos e instruyó a la CIA para que jugara un rol directo en organizar un golpe de Estado en Chile para evitar que Allende accediera a la presidencia”.
El relato corresponde al Informe Church del Senado estadounidense y es citado por la periodista chilena Patricia Verdugo en el libro “Allende: Cómo la Casa Blanca provocó su muerte”, que relata la intervención directa de Estados Unidos en el proceso que generó el quiebre institucional de 1973.
Washington seguía con atención a Allende desde antes que ganara las elecciones del 4 de septiembre de 1970, pero intensificó sus acciones luego que se concretara su triunfo en las urnas.
Once días después de esa victoria, seguida con expectativa en la región y el mundo, Nixon trasmitió la orden a la Agencia Central de Inteligencia.
El historiador de la Universidad de Chile, Sergio Grez segura que Estados Unidos “comenzó a mover sus piezas en concomitancia con la extrema derecha chilena”, esfuerzos a los que más tarde se sumarían los partidos de derecha y sectores de la Democracia Cristiana que se oponían al gobierno de la Unidad Popular.
La primera fase del plan se ejecutó en octubre de 1970 cuando un comando militar asesinó en pleno centro de Santiago al general René Schneider, jefe del ejército, con la idea de generar un levantamiento castrense que evitara la asunción del presidente constitucional de izquierda.
Pero Allende consiguió la certificación del Congreso y tomó el mando el 4 de noviembre 1970.
El golpe se fraguó con activa participación de sectores civiles, como el gremio de camioneros; de grupos fascistoides, como Patria y Libertad y de medios de comunicación como El Mercurio, cuyo dueño Agustín Edwards se había reunido con el presidente Nixon.
Diversos documentos oficiales desclasificados por el gobierno estadounidense con el correr de los años certificaron esas conexiones.
Uno de los más reveladores son los denominados “papeles de ITT”, los informes de la CIA abiertos en el 2000 durante la administración de Bill Clinton pero conocidos desde antes. Dejan en claro el financiamiento que la poderosa empresa de comunicaciones International Telephone & Telegraph (ITT) brindó a los opositores más decididos durante los 3 años que duró la experiencia socialista de Allende.
En su campaña electoral, el candidato de la Unidad Popular había anunciado la nacionalización de la compañía para extender la red telefónica de zonas pobres del país, lo que hizo que sus directivos entraran en contacto con el exdirector de la CIA, John McCone, para coordinar cómo erosionar al gobierno elegido.
En palabras del presidente Nixon, se trataba de “hacer aullar a la economía chilena” para desestabilizar al gobierno de Allende, al que se veía como una avanzada la Unión Soviética en América Latina, según la lógica de la primera Guerra Fría.
Cuando percibió la gravedad de la situación, Allende intentó un diálogo con la Democracia Cristiana y a mediados de 1973 se reunió un par de veces con Patricio Aylwin y el Cardenal Raúl Silva Henríquez. Pero la DC se rindió ante la inminencia del golpe y las conversaciones no prosperaron.
Como maniobra desesperada, se llamó a un plebiscito para dirimir el conflicto institucional. Estaba programado para el 11 de septiembre y, obviamente, no se realizó.
Recién en 1990, Aylwin resultó electo presidente por la Concertación Democrática, que unió al conjunto de la oposición a Pinochet para terminar con su dictadura.
A mediados de 1973, se puso en marcha la operación que acabó con la extendida tradición democrática de los militares chilenos.
Según Grez, Augusto Pinochet recién se unió a los golpistas cuando tuvo seguridad sobre los resultados. “Mientras no estuvo claro que el grueso del Ejército se inclinaría por el golpe de Estado, Pinochet ocultó sus intenciones, se mantuvo en una posición a la expectativa, simuló lealtad al presidente Allende y al general Prats”, el anterior comandante a quien reemplaza apenas tres semanas antes del golpe.
Finalmente, “cuando percibió que el viento soplaba a favor del golpe, sobre todo a instancias de las presiones ejercidas por el jefe de la marina Merino, el jefe del ejército decidió ponerse a la cabeza de este movimiento”, explica el académico.
Según el periodista Manuel Salazar, coautor del libro “La historia oculta del régimen militar”, Salvador Allende y sus asesores sabían desde la noche del 10 de septiembre que las Fuerzas Armadas se aprestaban a derrocar al gobierno.
Aun así, creían que contarían con la lealtad de Pinochet, de los Carabineros y algunos generales. Con la movilización popular que se aprestaban a lanzar, confiaban en que podrían conjurar el golpe.
“La noche del 10 y la madrugada del 11, Allende está en su casa de Tomás Moro con algunos de sus asesores principales: Augusto Olivares, el periodista; Orlando Letelier, ministro de Defensa; Joan Garcés, asesor español privado, entre otras personas. Mientras comían con Hortensia Bussi e Isabel Allende, empiezan a recibir llamadas de distintas partes del territorio nacional y de algunos dirigentes de partidos de la UP, quienes indican que han recibido información de que se están movilizando tropas”.
Advertido que en la madrugada del 11 de septiembre las Fuerzas Armadas ya habían tomado Valparaíso, Allende se dirige hacia La Moneda a las 7:20 am desde su residencia particular, acompañado del Grupo de Amigos del Presidente (GAP), su servicio de guardia personal.
Veinte minutos después emite su primer mensaje a la Nación, a través de Radio Corporación, informando sobre un “levantamiento de la marinería”.
Minutos después, los golpistas lanzan la primera proclama militar, por medio de la denominada “Cadena Democrática” formada por Radio Minería y Agricultura, donde exigen la renuncia del presidente electo y la asunción de un gobierno de las Fuerzas Armadas y Carabineros, para que inicien “la histórica y responsable misión de luchar por la liberación de la Patria del yugo marxista, y la restauración del orden y de la institucionalidad (…)”.
La declaración, firmada por Augusto Pinochet Ugarte, por el Ejército; Toribio Merino Castro, por la Armada; Gustavo Leigh Guzmán, por la FACH, y César Mendoza Durán, de Carabineros, revelaba la unidad castrense.
La naciente junta militar intima a desalojar La Moneda antes de las 11 ya que, en caso contrario, el palacio sería atacado “por aire y por tierra”.
Una vez que el personal abandona el lugar, en su mayoría mujeres y las dos hijas del mandatario –Beatriz e Isabel-, Salvador Allende dirige sus últimas palabras al país por Radio Magallanes – la única emisora proUP no silenciada-, asegurando que, tal como ya se lo había indicado a los golpistas, “que no se rendiría”. Emite allí su último mensaje.
“Mucho más temprano que tarde, se abrirán de nuevo las grandes alamedas por donde pase el hombre libre, para construir una sociedad mejor. ¡Viva Chile!, ¡Viva el pueblo!, ¡Vivan los trabajadores! Éstas son mis últimas palabras, teniendo la certeza de que mi sacrificio no será en vano. Tengo la certeza de que, por lo menos, habrá una sanción moral que castigará la felonía, la cobardía y la traición”, declara Allende, quizás avizorando lo que sucedería en las próximas horas.
Mientras los tanques abren fuego contra el palacio de Gobierno y se tirotean con el GAP, Pinochet descarta una información de que el Presidente pide negociar y da vía libre al bombardeo.
Los Hawker Hunter de la FACH disparan cuatro cohetes sobre La Moneda, mientras otro grupo hace lo mismo en la casa de Allende, aunque yerra el blanco y destruye un sector del vecino hospital aeronáutico.
A las 14.30 e palacio presidencial arde y Allende intima a su círculo íntimo a bajar al primer piso, ya tomado por los golpistas, afirmando que él será el último en hacerlo.
Entonces, sereno, toma el fusil AK que le había obsequiado Fidel Castro, se lo apoya en la barbilla y grita: “Allende no se rinde, milicos de mierda”. Y jala el gatillo.
A las 15 del 11 de septiembre, la junta se reúne en la Escuela Militar y celebra la toma del poder en el país, donde una mitad de la población festeja y la otra comienza su calvario.
Los partidos socialista, de Allende, y comunista son proscriptos y el Congreso es disuelto. Se ordena a los dirigentes de organizaciones sociales a entregarse a las comisarías “para regularizar su situación”.
Se allanaron fábricas, reparticiones públicas y poblaciones como La Legua, La Victoria y La Bandera, donde sus pobladores fueron detenidos en masa.
En la Universidad Técnica del Estado, algunos académicos y estudiantes tratan de resistir. En el interior es detenido el cantautor Víctor Jara y enviado al Estadio Nacional, que se convierte en un gigantesco centro de prisioneros en pleno centro de la capital. Muchos son ejecutados de manera sumaria tras los interrogatorios con tortura.
El golpe recibe rápidamente un generalizado repudio internacional, que los historiadores asignan, medio siglo más tarde, a que Pinochet asume los modos clásicos de un dictador desmedido.
Recién la semana pasada el ahora presidente Gabriel Boric, que nació 13 años después del golpe, lanzó un plan para que el Estado chileno comience a buscar a las más de 1.100 personas que siguen desaparecidas, una tarea que hasta ahora han realizado familiares de las víctimas y grupos de derechos humanos.
Fue a horas de que siete exmilitares fueran condenados por nel asesinato del Jara, y uno de ellos, ya octogenario, se suicidara antes de ser arrestado.
Cinco días después del derrocamiento de Allende el presidente Nixon recibe en Washington una llamada de su consejero de Seguridad, Henry Kissinger. Chacotean y hablan de un partido de fútbol americano antes de ir al punto.
“Lo de Chile se está consolidando”, le informa Kissinger, desestimando las críticas que ya reproducen algunos medios locales. “En la época de Eisenhower seríamos héroes”, comenta.
“Nuestra mano no se nota en este caso sin embargo”, observa Nixon.
“Nosotros no lo hicimos. Es decir, los ayudamos”, establece Kissinger.
A pedido del gobierno de Chile, el presidente Joe Biden autorizó la semana pasada la publicación de dos nuevos archivos secretos: los informes recibidos por Nixon de la CIA el 8 y 11 de septiembre de 1973.
El primero advertía al mandatario de un posible intento de golpe militar en Chile y consignaba que Allende creía que “la única solución es política”.
El segundo, recibido el mismo día del golpe, indicaba que los militares chilenos estaban “decididos a restablecer el orden político y económico”, aunque podían carecer de “un plan coordinado eficaz que aprovecharía la amplia oposición civil”.
El Departamento de Estado norteamericano sostiene que la divulgación de estos documentos, junto con otros miles desclasificados antes, demuestra “esfuerzos conjuntos para promover la democracia y los derechos humanos”.
A la luz de los nuevos documentos, la cadena británica BBC News se pregunta si Estados Unidos debería pedir perdón por haber auspiciado la trágica experiencia. Cita incluso fuentes diplomáticas para consignar que el Congreso estadounidense “está de hecho considerando impulsar una resolución que sugiera algún tipo de mea culpa de parte de Washington.
Pero, sobre todo, la procesión va por dentro de Chile. Medio siglo después del golpe, la sociedad chilena aún se divide entre quiénes condenan el levantamiento armado y las violaciones a los derechos humanos posteriores, y otros que piensan que la intervención miliar salvó al país del rumbo que había tomado con Allende.
Son señales claras de que la herida causada por ese capítulo de la historia en Chile sigue sin sanar.
Inicio de sesión
¿Todavía no tenés cuenta? Registrate ahora.
Para continuar con tu compra,
es necesario loguearse.
o iniciá sesión con tu cuenta de:
Disfrutá El Observador. Accedé a noticias desde cualquier dispositivo y recibí titulares por e-mail según los intereses que elijas.
Crear Cuenta
¿Ya tenés una cuenta? Iniciá sesión.
Gracias por registrarte.
Nombre
Contenido exclusivo de
Sé parte, pasá de informarte a formar tu opinión.
Si ya sos suscriptor Member, iniciá sesión acá