Lo de Argentina en
Rusia 2018 fue un desafío a la lógica. Como lo fue durante los últimos tres años, en los que, a pesar de hacer todo rematadamente mal, alejándose de la fórmula de éxito que le permitió llegar a la final del mundo en Brasil 2014, había logrado finales en las Copa América de 2015 y 2016.
Fue el monumento a la improvisación. Pero no ya de la experimentación, como hizo Uruguay en la primera ronda, cambiando piezas pero ciñéndose a una hoja de ruta clara. En cambio, Argentina fue Argentina: golpeándose de entrada, peleándose dentro de casa y apelando a la hazaña para lograr la clasificación. Con un entrenador que probó esquemas sin ton ni son, y que terminó jugando sin delantero, apostando a Messi como falso 9 casi sin que pisara en área a los largo de los 90 minutos.
Argentina nunca jugó al fútbol, en todo el Mundial. En cambio, gastó más tiempo en rencillas internas, en discusiones con los medios, en elucubraciones acerca de si el que mandaba era Sampaoli o los jugadores, o en posar para los fotógrafos entre Sampaoli y Mascherano armando el equipo.
Con ese esquema empató con Islandia, cayó goleado por Croacia y se jugó todo a la mística para ganarle a Nigeria. Y le dio resultado, con una obra de arte de Messi y después, en el minuto 86, una patriada de Marcos Rojo que dio vuelta todos los análisis. El Argentina sin término medio transformaba el equipo albiceleste en automático candidato a ganar el torneo.
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Pero ante Francia la porfiada realidad se encargó de aparecer. Otra vez, con mística y con huevo, dio vuelta un partido que no tenía muchas explicaciones desde lo futbolístico. Pateaba dos veces al arco y ganaba 2-1. Pero cuando tuvo que poner sistema, cuando tuvo que defender con método y orden, se desarmó, y Francia se lo volvió a dar vuelta con tres goles en 15 minutos.
Le podía salir, porque el fútbol es imprevisible. Pero cuando se hacen las cosas mal durante tanto tiempo, lo lógico es que el resultado sea tan malo como el Argentina en Rusia 2018.