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Brasil en manos de los jueces

La Justicia brasileña avanza sobre el corrupto sistema político, y la crisis moral arrastra al país en una espiral de consecuencias impredecibles
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17 de junio de 2017 a las 05:00
"Vale Tudo", era el título de una famosa telenovela brasileña de fines de los años 1980, donde los personajes estaban dispuestos a hacer cualquier cosa por dinero y poder. Hoy "vale todo" parece ser la consigna de la guerra entre poderes que se desató en Brasil.

Una justicia independiente (y con anabólicos) parece marcarle el compás a un totalmente desprestigiado poder político, cuyas figuras desfilan en romería por los estrados judiciales, para luego terminar en la cárcel o en la ignominia.

El propio presidente, Michel Temer, acaba de salvarse la semana pasada, por un voto, de ser destituido por el Tribunal Superior Electoral. Una vieja denuncia menor –de las tantas que se hacen después de una elección–, presentada en 2014 con el único fin de fastidiar un poco al gobierno de Dilma Rousseff, terminó en un juicio por anulación que estuvo a punto de cobrarse la cabeza del primer mandatario, hoy en Planalto tras la destitución de Rousseff en agosto de 2016.

Pero los problemas judiciales de Temer no acaban allí. El presidente debe ahora enfrentar otro juicio aun mayor: el de la causa que le sigue la Procuraduría General por obstrucción a la justicia y corrupción pasiva. En ella se le acusa de estar directamente implicado en maniobras para entorpecer las investigaciones del caso Lava Jato, la monumental red de corrupción que se tejió alrededor de los contratos de Petrobras con grandes empresas de la construcción, como Odebrecht, y que salpica a más de un centenar de políticos dentro y fuera de Brasil, entre ellos, Dilma y el expresidente Lula.

Temer cuenta con el apoyo de apenas el 13% de los brasileños

Y es que la crisis, que desde mediados de mayo azota al gobierno de Temer, coincide con una hora menguada de la política brasileña. Todo el sistema político del vecino país se ha venido abajo como un castillo de naipes, precisamente a partir de Lava Jato y otro mega escándalo de corrupción conocido como mensalao. Esto fue lo que propició el ambiente de descrédito e indignación contra el Partido de los Trabajadores para la caída de Dilma, que se fue sumergida en la impopularidad y el desprestigio, tras meses de protestas masivas en las calles de todo Brasil pidiendo su cabeza.

Sin embargo, durante todo el proceso, se fue conociendo que el PT era solo el partido en el poder dentro de un sistema político que –como le había advertido el expresidente Fernando Henrique Cardoso en 2013 a la propia Rousseff– estaba "podrido". Resultó que toda la clase política estaba envuelta en una gigantesca trama de corrupción que comprendía coimas astronómicas, lavados de dinero multimillonarios, financiamiento ilegal de campañas, un colosal sistema de mensualidades paralelas para la compra de votos parlamentarios y un sinfín de desproporcionados actos y complejos esquemas de corrupción, que es lo que hasta e hoy sigue poniendo en escena este interminable desfile de grandes empresarios y encumbrados políticos por los tribunales.

Lula a juicio por obstrucción de la Justicia en caso Petrobras
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Las investigaciones en la justicia parecen no tener fin; y cada nuevo escándalo que sale a luz por las revelaciones y delaciones premiadas en esas investigaciones, va arrastrando a Brasil hacia el abismo de una crisis moral de consecuencias impredecibles.

En medio de este clima fue que cayó Dilma, no sin antes tumbar a numerosas primeras figuras del PT. Este mismo clima fue el que impensadamente bajó de su pedestal a Lula (después de haber encarnado el sueño del milagro brasileño y estelerizado el ingreso triunfal del país a las grandes canchas del poder mundial), que hoy sigue entrampado en una maraña judicial de la que no se sabe aún cómo va salir. Y es este mismo clima el que ahora tiene a Temer al borde de la cornisa, mientras crecen, como en un juego de espejos con el ocaso del gobierno Dilma, las manifestaciones en las calles pidiendo la dimisión o impeachment del presidente.

La Procuraduría General basa sus acusaciones contra Temer en las declaraciones judiciales y pruebas supuestamente aportadas por los responsables de otra gran empresa: JBS, el mayor emporio frigorífico del país y uno de los más grandes del mundo. Aunque al parecer la prueba reina que maneja el procurador general, Rodrigo Janot, es la conversación grabada por el presidente de la empresa, Joesley Batista, que según el fiscal demostraría la complicidad de Temer en el soborno del empresario al expresidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha (actualmente en prisión), para evitar su delación.

Pero para hacer la trama aun más complicada, Batista también acusa en sus declaraciones a Lula y a Dilma de estar involucrados en un fenomenal esquema de coimas que su empresa entregó directamente al PT por un monto total de 150 millones de reales.

Si algo tienen en común los casos de corrupción que se ventilan en Brasil es que todos están involucrados. Parece una inmensa cebolla de infinitas capas que la justicia se puede pasar la vida pelando, mientras la política se hunde en el más profundo descrédito en el imaginario nacional brasileño. Se trata de una espiral descendente muy peligrosa para el sistema y para el país. Nadie está a salvo; todos son sospechosos, al tiempo que se observa un fenómeno que podría llamarse como la politización de la justicia, o mejor aun, la judicialización de la política.

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En ese sentido, el reciente fallo absolutorio contra Temer tuvo que ver con eso. Es que de los siete jueces que integran el Tribunal Superior Electoral, tres estaban a favor de la destitución del presidente y tres en contra. Quien definió la votación y en los hechos salvó a Temer fue el presidente del tribunal, Gilmar Mendes, un hombre afín al presidente y que había sido designado por el mandatario apenas asumió.

La gente parece depositar su confianza en los jueces, y en lo que estos puedan hacer para limpiar el inmenso chiquero en el que habita la clase hoy, por lejos, más desprestigiada del país: los políticos, en un mismo lodo todos revolcados. Siempre en una democracia –como en cualquier otro sistema de gobierno– se dan casos de corrupción. Y la democracia, diría Churchill, es el peor de los sistemas excepto por todos los demás. El problema para el caso que nos ocupa, en un régimen democrático, surge cuando esa corrupción se revela como un fenómeno estructural, que ha corrompido las bases mismas del sistema. Se produce entonces una ruptura entre los gobernados y sus gobernantes. Una angustia que pretende hacer tabla rasa con todos los políticos; y la crisis puede desembocar en consecuencias muy trágicas. "Que se vayan todos", decían los argentinos en 2001. Y ese es el peor de los hartazgos a los que puede llegar una sociedad. Los brasileños parecen transitar hoy ese peligroso estado de ánimo.

Antes en Brasil, cuando sobrevenían estas crisis políticas, muchos solían mirar hacia los militares. Ahora parecen mirar hacia los jueces. El caso es que siempre tiene que haber un salvador, o un estamento que venga a salvarlos de los políticos. En lugar de aspirar a que sean las instituciones todas, cada una en su lugar y marco de competencia específico, las que hagan el trabajo de depuración.

Ahora los magistrados brasileños parecen unos superhéroes. Y los casos de corrupción se anuncian en una usanza muy similar a cuando la justicia de Estados Unidos procesaba a algún capo mafia en los años ochenta. Si a eso se suma el carácter inagotable que parecen tener las causas judiciales, el horizonte para una posible solución o recomposición del sistema se ve bastante borroso. Y el año que viene hay elecciones.

apoyo a temer
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Tal vez en ello radique el gran error que se cometió en su momento. Debió haberse convocado a elecciones inmediatamente tras la destitución de Dilma. Pero la ambición de Temer y las ansias de su partido, el PMDB, por llegar por primera vez al Planalto, después de décadas fungiendo como mero pegamento adhesivo en los entresijos del poder, pudieron más. El resultado fue la persistencia del debilitamiento de la política, al tiempo que la justicia se seguía fortaleciendo. Desde luego que el Poder Judicial brasileño ha mostrado en todo esto una independencia admirable, que contrasta llamativamente con el rol de la justicia en el resto de los países de la región, donde abundan los casos que sugieren una subordinación al poder político igualar mente preocupante. Basta dar un somero vistazo a las redes sociales de varios países para constatar la frustración de los ciudadanos con la inacción de la justicia en casos de corrupción en países como Colombia, Argentina o Venezuela.

Pero esa independencia tampoco debería trasponer los límites de su propia competencia. Ese es el riesgo potencial que corre hoy Brasil: que el protagonismo de unos jueces que han avanzado sobre el pútrido sistema político vire hacia una demagogia y, alentados desde la tribuna, les haga creer que sus sentencias deben representar el sentir popular de la hora. Ese vale todo podría culminar en un despeñadero general.

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