Cuando las balas acabaron de zumbar en los pasajes al sur de la escuela n° 326 de Casavalle, la niña quitó sus manos de las orejas y aún echada en el piso relojeó la pequeña habitación. Temblaba. Su tío, con quien convive, apoyó la mano en su cabeza y con unas leves caricias, sin mediar palabra, le dio a entender que lo peor ya había pasado. Al menos por un rato.
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