Las hermanas Sofía y Guadalupe Marcos trabajan de adivinar la suerte.

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En carpas, con dialecto propio y control de la virginidad: así es el campamento gitano en pleno Maldonado

La familia Marcos vive en carpa como marca la tradición, habla romaní como sus ancestros y testea la virginidad de las recién casadas colocando sábanas blancas durante la noche de bodas
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21 de enero de 2023 a las 05:01

Las mujeres que adivinan la suerte tienen su propia suerte supeditada a la fidelidad de sus descendientes. Porque a 17 minutos en auto del bullicio estival de la avenida Gorlero —el epicentro del balneario top de Uruguay donde las hermanas Marcos leen las líneas de las manos de sus clientes a cambio de unos dólares— estas gitanas intentan sobrevivir con sus propias leyes frente a una sociedad moderna que les parece ajena.

—Cuando una gitana se casa tiene que ser señorita.

A Sofía —la mayor de las hermanas Marcos— les cuesta decir la palabra “virgen”. No es un tema idiomático, ni la confusión entre el uruguayo —como le dice al español de Uruguay— y el dejo romaní que aprendió de sus padres gitanos. Es una cuestión de retraimiento porque sabe que sus leyes, las de sus ancestros, tropiezan con la mirada más progresista de quienes la rodean.

En una de las tres noches de casamiento se pone una sábana blanca para ver (si es virgen). Y si no es, adiós que te vaya bien. No sirve.

En el campamento de los Marcos, al sur del barrio Maldonado Nuevo, en la ciudad homónima, viven en carpas “como la vieja ley gitana”, comen niños envueltos con repollo (sarme) al igual que sus antepasados de la exYugoslavia, las casadas llevan un pañuelo atado en la cabeza y siguen testeando la virginidad de las recién casadas con el viejo método. La apertura del himen, tras la primera relación sexual, se supone que causa un pequeño sangrado, y esa mancha roja, sobre una sábana blanca, es la prueba de fuego.

No importa que haya mujeres que no sangran, que haya distintas variedades de hímenes o la sencilla razón de que las muchachas más jóvenes se resisten a que su debut sexual se dé recién en la fiesta de casamiento. Tradiciones son tradiciones.

Sofía luce una pollera colorida y larga como "las viejas gitanas".

A Andrés Marcos, uno de los sobrinos de Sofía, estas viejas prácticas no le complican. “Hecha la ley y la trampa: hay gitanos que tienen relaciones antes del casamiento y en la noche de bodas se las ingenian para dejar una evidencia haciendo que…”. En definitiva, tanto él como sus primos e hijos, siguen la máxima del intelectual ruso Berl Katzenelson: “Una generación renovadora no tira a la basura la herencia de otras generaciones. La evalúa y prueba. A veces se aferra a alguna tradición y se le suma. Y a veces se acerca a aquel lugar donde guardamos las cosas viejas y saca de allí algún recuerdo. Lo pule, reviviendo una tradición antigua, la cual tiene algo para alimentar el alma de una generación renovadora”. 

Los gitanos son un pueblo errante. Llevan más de diez siglos cargando una tradición, detalles genéticos y rasgos lingüísticos cuyo origen se reduce a hipótesis más que confirmaciones. Ocurre que la escaza documentación escrita condujo a las más diversas teorías —la palabra “gitano”, por ejemplo, deriva de “egiptano” porque se decía que provenían del antiguo Egipto—, aunque los estudios más recientes apuntan a una génesis en el subcontinente indio. No son una religión —los Marcos son cristianos— ni un Estado.

Más de 13 millones de gitanos están desparramados por el mundo. En Uruguay, donde los últimos censos no preguntan por la identidad étnica, se estima que exceden los 400.

La familia Marcos es obra de ese vagar por el mundo. Sofía, descendiente de gitanos que vivían en la hoy Montenegro, nació en Tacuarembó, y si bien de pequeña se las pasaba “paseando” —como le dicen en su jerga a esa idea errante—, lleva más de 30 años acampando en Maldonado Nuevo, en un predio municipal que quedó abandonado tras la ida del viejo propietario.

La carpa en la que duerme su hermana Guadalupe, huele a porotos que se están cocinando a fuego lento, a un gato recién nacido que se pasea entre los sillones recubiertos con sábanas floreadas, y al humo del asado que están haciendo los más jóvenes a escasos metros y que, en una vivienda sin puertas ni paredes, invade hasta el más recóndito rincón.

La comida gitana convive con el asado uruguayo, a metros de una de las carpas.

Los agujeros del techo, algunos provocados por piedras que habían tirado unos vecinos y otros frutos del paso del tiempo, dejan pasar unos rayos de sol que vuelven más brillantes las decenas de ollas que, apiladas una a una sobre una mesa, ofician de decoración. 

Antes, antes de dedicarse a leer las manos, las Marcos vendían ollas. Pero ahora ellas hacen las tareas del hogar o adivinan el más allá, mientras que ellos revenden autos. Otra vez: tradiciones son tradiciones.

Sofía, sin intimidarse por el EPOC que la aqueja tras décadas de fumadora “de tabaco berreta”, hace gala de sus dotes artísticos y narra esa tradición hecha canción.

—Oye, mamita. Ay dame un bife con salsita. Ay dame un bife con salsita. Ay dámelo, dámelo de verdad…

Mueve las manos retorciendo las muñecas cual flamenco y estira la última vocal de cada verso como los andaluces en los tablaos. Pero se niega a levantarse. Sofía está con el pie hinchado aunque no se le nota. La larga y colorida pollera esconde la imagen morada y exagerada de ese pie que soportó varias horas de caminatas en el Chuy, en las frontera con Brasil, donde esta gitana fue adivinar la suerte las primeras semanas de enero.

Esos viajes le sirven para “hacerse unos pesitos” y traerse algunos víveres del otro lado de la frontera. Porque en el campamento de los Marcos hay tres cosas que no pueden faltar: el café brasilero, los cigarros baratos y la cerveza. Mucha cerveza.

Pero a diferencia del mito popular —ese que convirtió el gitanear en un verbo peyorativo—, los gitanos conviven en paz entre sí y con los de al lado. “Nunca nos robaron (pese a vivir en carpas) y no tenemos miedo. La gente sí tiene miedo de los gitanos, porque los gitanos tienen fama de que roban, matan y te violan. Nosotros no somos eso”. Sofía reconoce que sobre su pueblo penden las zozobras de una historia de persecución e intento de exterminio.

Siete años después de que Cristóbal Colón llegase a las costas de América, los reyes católicos de España dictaron la primera de 200 normas antigitanas. Recién en 1978, con la nueva constitución, España reconoció al gitano como un igual.

Durante la Segunda Guerra Mundial, los gitanos fueron víctimas del genocidio perpetrado por los nazis. Más de medio millón de zíngaros —como sinónimo de gitano— fueron asesinados. Y muchos de los que sobrevivieron se negaron a seguir llamándose “zíngaros” con “z”, porque esa era la letra con que eran marcados por los soldados del Tercer Reich.

Gitanos se casan, por lo general, con gitanos. Aquí los Marcos.

En Uruguay la adaptación fue menos traumática. Pero no estuvo exenta de contratiempos.

Para mantener su cultura y por la falta de arraigo de un pueblo de tradición nómade, la generación de las hermanas Marcos no fue a la escuela. Sofía y Guadalupe son analfabetas. Esta restricción de su infancia, admiten, "es algo de la cultura que cambió: ahora los niños quieren ser maestros, doctores... ¡bienvenido sea!".

Otra vez: tradición y sociedad moderna se miden el pulso, como esos boxeadores que se van balanceando un poco para un lado y otro tanto para el otro antes de lanzar el primer ataque.

Visto desde el cenit, esa perspectiva satelital que permite Google Earth, el campamento de los Marcos parece una isla en medio de la urbe. Las tres enormes carpas —la más grande tiene 10 metros por siete—, la pequeña casa de techo a cuatro aguas en que Sofía se cobija del frío del invierno por el diagnóstico de EPOC, los autos estacionados al tuntún antes de ser revendidos, los animales sueltos, el pasto, el pedregullo, las cortinas y parasoles que se mueven con el viento dan la sensación de un enclave que se resiste a renunciar a sus costumbres.

—¿Más confort? ¿Para qué? En invierno bajamos las cortinas, encendemos un fuego en el medio de la carpa con carbones y esto queda más calentito que una casa. Cuando llueve el agua fluye por las zanjas. En verano abrimos todo y el vientito es un placer —cuenta Guadalupe Marcos antes de llevarse el cigarrillo a la boca, dar una larga pitada y, tras lanzar el humo, rematar —Esto es vida, es nuestra vida.

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