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Gavazzo y la cadena perpetua revisable

El foco de la discusión de la cadena perpetua está puesto sobre si se cree que la persona se puede rehabilitar o no
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14 de julio de 2019 a las 05:00

El lunes pasado, la justicia italiana condenó a cadena perpetua a un jerarca civil y a 12 militares uruguayos por delitos de lesa humanidad cometidos en el marco del Plan Cóndor. A través de un comunicado oficial del Ministerio de Relaciones Exteriores, el gobierno uruguayo declaró que el fallo constituye “un resultado óptimo de justicia” y que se trata de “un día feliz para la democracia y la justicia”. 

Aclaro que comparto plenamente la satisfacción por las consecuencias del fallo. No obstante, me sorprende la reacción positiva del gobierno frente a una forma de castigo que no existe en nuestro Código Penal y cuya incorporación es rechazada desde filas oficialistas de forma categórica. Lo mismo aplica a otros grupos del espectro político, que han manifestado su satisfacción con el veredicto de la justicia italiana, pero que descartan la utilidad de la cadena perpetua de cara al plebiscito de octubre. 

Es cierto que, aún cuando nuestra legislación nacional no la considera, Uruguay es miembro de la Corte Penal Internacional y adhiere al Estatuto de Roma, el cual sí contempla la cadena perpetua para crímenes de guerra, genocidio y lesa humanidad. 

Sin embargo, me cuesta encontrar argumentos que expliquen esta postura. ¿Por qué celebramos la cadena perpetua en Italia, pero la consideramos contraria a los derechos humanos en Uruguay? ¿Es que los crímenes de Estado son inequívocamente más aberrantes que los asesinatos múltiples y agravados? ¿Quienes los cometen no deben tener oportunidad alguna de resarcirse? ¿Gavazzo tiene menos posibilidades de rehabilitarse que otros psicópatas asesinos? 

No formulo estas preguntas para herir susceptibilidades ni para cuestionar el veredicto de la justicia italiana, sino porque me obligan a reflexionar sobre una contradicción manifiesta. En las próximas elecciones nacionales, los uruguayos estamos llamados a votar sobre una serie de medidas, entre las cuales destaca justamente la habilitación de la cadena perpetua a través de la pena de reclusión permanente revisable. Confieso que no tengo una opinión categórica sobre su conveniencia, pero sí sé que no me sirve una posición incoherente. Lo que está en juego, en el fondo, es cómo responder a los crímenes más horrendos, se den en el ámbito que se den.

Analicemos la medida. La reclusión permanente revisable es una pena privativa de libertad de duración indeterminada que, sin embargo, contempla una revisión obligatoria de la pena una vez que el condenado ha cumplido un largo período de tiempo en prisión. En el caso concreto de la medida puesta a votación, ese período será de 30 años. Llegado ese momento, un cuerpo asesor especializado evaluará al condenado y elevará un informe técnico, sobre el cual se decidirá si corresponde o no la liberación. Si no corresponde, entonces el condenado permanecerá en prisión hasta su muerte.

Nuestro Código Penal, por su parte, concibe como máxima sanción la privación de libertad durante 30 años para delitos graves o muy graves, con la posibilidad de extender la privación hasta los 45 años si se aplican medidas de seguridad eliminativas. Estas últimas son aquellas que aplican a quienes se considera que siguen suponiendo un peligro para la sociedad.

Aunque no contamos con datos precisos, la mayoría de los condenados no cumplen actualmente su sentencia y son liberados tras cumplir la mitad o dos tercios. En parte por eso, que un preso pase 30 años en prisión es altamente excepcional, incluso si ha cometido delitos muy graves. Esta dinámica es esperable, sin embargo, porque nuestra constitución subraya que la privación de libertad debe priorizar la rehabilitación del delincuente. Por eso, el Estado penal tiene la responsabilidad de utilizar la sentencia para preparar al preso de cara a su liberación, la cual inevitablemente llegará en algún momento.

La reclusión permanente revisable, en cambio, prioriza la seguridad pública y sitúa la responsabilidad de rehabilitarse en el condenado. Si ahora este es liberado al cumplir su condena, incluso si nunca participó de actividades reeducativas, la medida que es puesta a voto asegura que el condenado pase 30 años en prisión y que, si quiere ser liberado, deba demostrar que ya no supone un peligro.

Así, la diferencia entre las penas actuales y la medida propuesta es conceptual y está en la priorización de los objetivos que persiguen. El argumento principal a favor de la cadena perpetua es la protección que ofrece a la sociedad, ya que mantiene encerrados a quienes no quieren o pueden evitar hacer daño a otros. En teoría, mientras el preso no se escape y la evaluación de riesgo no se equivoque, el penado recibe un castigo proporcional al daño que cometió y la eficacia del sistema está garantizada. 

Como suele suceder, el problema es que la teoría puede darse de bruces con la realidad. Porque si bien es cierto que el condenado está tras las rejas, en muchos casos ello no le impide delinquir. De hecho, una de las causas fundamentales de la inseguridad en América Latina son las pandillas y el crimen organizado, cuyas estructuras suelen articularse y reforzarse tras las rejas. Los condenados por homicidio y violación pasan décadas en prisión y constituyen la población estable de los centros. Son ellos quienes se organizan para reclutar y coaccionar a los delincuentes rotatorios para que formen parte de las redes criminales y cometan delitos cuando salen del recinto.

Por otro lado, la reclusión permanente revisable supone un efecto disuasorio para potenciales delincuentes, quienes saben que pasarán al menos tres décadas en prisión si cometen delitos graves. Sin embargo, y como ya comenté en una columna anterior, es francamente difícil encontrar evidencia que respalde este efecto. Quienes cometen los delitos más graves no creen que puedan ser atrapados, no piensan en las consecuencias, o incluso asimilan la prisión como una etapa más de sus vidas: indeseable, pero no necesariamente espantoso. Por eso, no sorprende que quienes salen de prisión tarden tan poco en reincidir. Por último, la revisión obligatoria de la pena evita que esta sea definitiva, ya que el preso siempre tiene la posibilidad de ser liberado tras 30 años. Sin embargo, las estancias largas en prisión tienden a ser criminogénicas. Tras más de tres décadas de encierro, lo más probable es que los pocos lazos afectivos y profesionales que el condenado mantenía fuera hayan desparecido. También que haya asimilado una cultura antisocial y que el estigma de una vida entera tras las rejas lo persiga para siempre.

¿Mi veredicto? Tras 45 años de prisión, el máximo que contempla la legislación actual para casos inusualmente graves, los liberados tienen al menos 60 años. A esa edad, las posibilidades de reincidir son muy escasas. 

A pesar de ello, hay personas que siguen siendo peligrosas, como es el caso a veces de los delincuentes sexuales en serie o de quienes sufren trastornos psicopáticos severos. Para estos casos particulares –mucho más limitados que los que contempla la propuesta puesta a votación–, creo que la cadena perpetua puede ser una opción adecuada. No en vano, la prisión permanente revisable no existe solo en Italia, sino también en Francia, Alemania, Reino Unido, Bélgica, Austria y Suiza, entre otros. En todos estos casos, sin embargo, la revisión obligatoria de la pena se realiza antes de lo que determina la propuesta uruguaya. En Alemania, por ejemplo, la pena del condenado es revisada tras 15 años en prisión. Es ese también el periodo de tiempo tras el cual se suele asumir que la prisionización se torna irreversible, y las posibilidades de rehabilitación se reducen drásticamente.

Al final, la opinión que tengamos sobre la cadena perpetua parte de si creemos que toda persona puede rehabilitarse. En otras palabras, de si creemos que toda persona puede hacerse responsable por sus actos, y de si toda persona puede sentir empatía por el dolor ajeno. Sea Gavazzo o quien sea. 

 

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