Ilustración que estará en la portada de La danza del invicto

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Lee el comienzo de La danza del invicto, la novela de Matías Mateus que ganó el premio Nacional de Literatura en 2020

La sexta edición del ciclo Te Cuento llega con un adelanto de la próxima novela de Matías Mateus, que Fin de Siglo publicará en el correr de 2022
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12 de febrero de 2022 a las 05:02

ROUND 1: Apéndices y cuerdas flojas

Los popes del ringside ignoraron mi entrada, la ovación del público y la vergüenza que oculté en la capucha de la bata. Ellos estaban pendientes de Ángelo, mi entrenador, el hombre a tener en cuenta. Yo era prescindible. Un juguete viejo. Un negro entre tantos otros. Arriba, el otro negro se pavoneaba fingiendo una expresión intimidatoria, inconsciente de su propio miedo y de las humillaciones que le tocaría soportar.

El cimbronazo del uppercut me avisó que debía alzar la guardia, hacer a un lado la indignación y olvidarme de Ángelo. Hubiese sido imposible contener la lluvia de golpes si me dedicaba a analizar el entorno. Esa etapa vino mucho después, cuando la sociedad con mis apéndices se hizo fuerte.

La impotencia que siento al tener que usar una lapicera y una libreta para comunicarme es mayor a la de los últimos rounds de la pelea. Johanna hace la vista gorda cada vez que se topa con esos trazos violentos que siguen desconformes a pesar de continuar con vida, pero en esa caligrafía desastrosa, identifica los momentos en que soy acorralado por los recuerdos de esa noche.

Quitarme los apéndices y llevarme a dar un paseo por la chacra fue su táctica en la primera etapa de la recuperación. Durante las caminatas, podíamos ensamblar movimientos dinámicos y refrescar los instantes más dulces de nuestra intimidad. Si perdía fluidez por algún tropiezo con mi memoria, me daba algunos golpecitos sobre la frente para despejar la secuencia de imágenes que el accidente no tuvo la gentileza de eliminar.

La solidez que logramos junto a mi nuevo equipo me llevó a remover la herrumbre que fui acumulando desde que escapé de La Isla hasta la última defensa de mi invicto.

 *
 —Yo ser torpe. Yo saber pegar, no hablar. —Buster James parodió en los programas deportivos los recurrentes balbuceos con los que solía patinar frente a cámaras—. Dundee es un viejo feo. Ya está muerto. El cinturón debe llevarlo alguien como yo. —Se puso de pie e hizo el ridículo bailecito con el que pretendía verse sexy e invencible.
—Pero Dundee aún continúa invicto.
—¿Ustedes creen la mentira del esguince? No me hagan reír, señores. Yo creo que es puro miedo.

Una vez que los corticoides de la infiltración me permitieron apoyar la pierna con normalidad, mi promotor desmintió el esguince y, para demostrarlo, montó en mi búnker un entrenamiento frente a cámaras.

El mundo boxístico pudo ver cómo Marcellus Dundee se preparaba para defender por enésima vez la corona, sin que las casas de apuestas tuviesen que modificar la relación a mi favor de 42 a 1.

—El miedo puede salvarte la vida —dijo Gus Amatto, la Biblia del Boxeo, al darme la bienvenida a su gimnasio. Asentí con la cabeza mientras me ajustaba un par de guantes forrados con tela de jean—. El miedo es tu mejor amigo. Las liebres y las ardillas sienten miedo a toda hora. Es la forma que la naturaleza encontró para mantenerlos en alerta de los depredadores.

Unas horas antes, cuando aún no tenía idea de por qué ciertos animales estaban dotados con miedo, caí al piso después de tropezar con una soga. Escapaba de dos estibadores que me perseguían por una de las dársenas del puerto. Al reincorporarme  no pude avanzar. Estaba acorralado por una fila de contenedores que me obligó a soportar, como tuve que hacerlo semanas antes, los puños de hombres más grandes y fuertes.

Amortigüé el golpe que lanzó el más atlético de ellos. El otro, un petiso fofo, ahogado por la persecución, intentó un zurdazo lento y fácil de eludir, dejándome servida la mandíbula para un golpe que lo hizo caer de espaldas. El primero insistió y me encontró confiado por el éxito que tuve con el gordo. Esperé con una buena defensa de antebrazos y codos, antes de encontrar el hueco por donde colocar una combinación izquierda-derecha.

—¿Qué pasa acá? —gritó un tipo que apareció secundado por un negro que medía casi dos metros—. Ustedes sigan camellando. Y tú, chiquito, a mi oficina. —El escolta me tomó por uno de los brazos y me condujo casi en el aire—. ¿Dónde aprendiste eso? —No entendí qué quería decirme—. ¿Sabés hablar? —El hombre sonrió y se puso de pie. Miré hacia atrás y observé a quien me había traído a rastras—. No te preocupes por él... —Yo seguía mirándolo sin comprender a dónde quería llegar—. Chato, ¿tu nombre?
—Marcellus.
—¿Se supone que eso es un nombre? —Largó una carcajada que el otro imitó—. Te vi robar varias veces, pero nunca te vi pegar de esa manera. ¿Quién te enseño?
—Mi tío.
—¿Dónde está?
—Es que tengo...
—No me interesa, Chato —interrumpió la trillada excusa que iba a largar—. ¿Dónde está tu tío?
—Murió.
—¿Y tu madre?
—En La Isla, supongo. Hace más de cuatro años que no la veo.
—¿Y tu padre?
—Hace mucho más.

Papá había salido con el camión hasta el mercado del pueblo a colocar lo que habíamos cosechado, mientras nos quedamos con mi hermano Joan acondicionando en cajones la tanda que llevaríamos por la tarde. Cayó la noche y aún no volvía. Subimos a nuestras bicicletas y salimos a buscarlo. Fuimos al mercado, a la cantina, a establecimientos vecinos, pero regresamos de madrugada sin novedades.

—Tenemos que irnos. —El cuerpo de papá regresó caminando tres días después. Al verlo entendí que ya estaba muerto.
—¿Qué te hicieron, Rigoberto? —Mamá lo abrazó y se largó a llorar.

Papá arrastraba una pierna y tenía el rostro desfigurado. Se limitó a decir que cargáramos todo lo que pudiésemos en el tráiler del tractor y nos fuéramos. El hermano de mamá se mudó para su propio galpón en el fondo del terreno, cediéndonos el resto de la casa, en donde papá siguió perdiéndose.

A pocos kilómetros de la chacra que tuvimos que abandonar, papá fue detenido por un retén carretero montado por una célula de los Ejércitos Autónomos de La Isla-Eaulis. Le robaron el camión, todo lo que llevaba en la caja y lo reclutaron para una de sus operaciones contra el Movimiento, grupo armado con el que se disputaban el control de la zona.

Mi hermano se prometió un final diferente y se unió al Movimiento. No le importaron los ruegos de mamá, ni la alternativa sugerida por mi tío, que suspendió sus veladas en los bodegones en donde se ganaba la vida jugando dados y dominó, para buscar el modo de escapar de La Isla.

Mamá no quiso irse hasta que pudiese reencontrarse con Joan, y mi tío, consciente de que nada la movería de su posición, le prometió cuidarme en la nueva ciudad y volver por ellos ni bien pudiéramos estabilizarnos.

—Frankie me dijo que revolcaste a dos hombres —dijo Gus después de la explicación de las ardillas—. Quiero ver qué hay de cierto. —Dos boxeadores que estaban entrenando dentro del ring suspendieron el intercambio de puños y se apoyaron en las cuerdas.

—¿Con ellos? —dije señalándolos. Los tipos se largaron a reír. Gus endureció su mirada y me tomó del hombro.
—Acá. Con el saco. —Lo abrazó y asomó su rostro por uno de los lados—. Mucha atención, Marcellus. La vista siempre fija en el pecho del rival. —Palmeó el punto donde debía poner atención y empecé a girar alrededor del saco que Gus iba rotando mientras me daba las primeras indicaciones—. La mirada en el pecho del rival, así se anticipan todos los movimientos. —Amagó con lanzarme el saco y le agregué pequeños saltitos a mi caminata circular.

—¡Uy! Está con miedo la negrita —dijo uno de los boxeadores.
—Hay olor a caca —agregó el otro.
—Siempre la vista fija en el torso —volvió a palmear el sitio que debía atender—. Fijo en el pecho, ¿entendido? No existe la mirada del otro boxeador, ni los gestos del juez, ni los gritos de afuera. —Señaló a sus otros pupilos—. Tu preocupación empieza y termina en el pecho del rival.

El saco de arena se balanceó hacia atrás y vino por mí. Incliné el hombro izquierdo hacia el centro y lancé un golpe de derecha que sonó seco. Cambié de posición e intenté un jab de izquierda antes de volver a soltar la mano hábil.

—Muy bien —dijo Gus e interceptó el viaje de mi brazo—. Se golpea lo necesario.

Me explicó que Muhammad Ali en una asfixiante madrugada de 1974 recuperó el título en Zaire, hoy República Democrática del Congo, luego de conectar una combinación de puñetazos en el octavo asalto. George Foreman, más joven e invicto hasta ese momento, parecía rodar sobre las cuerdas antes de caer hacia el centro del cuadrilátero.

—¡Desactivó el golpe de gracia! —gritó Gus. Se plantó como supuestamente lo había hecho Ali mientras noqueaba a Foreman. Armó el golpe y bajó el brazo de inmediato frente al saco que había sostenido un momento antes. La propia víctima de Ali declaró que esa actitud atípica en un boxeador, en la que pudo generarle lesiones irreversibles, lo convertía en el más grande de toda la historia—. Por eso se pega lo justo y necesario —repitió Gus tomándome la nuca con una de sus manotas.

Matías Mateus

El pobre de Buster James no hubiese dejado pasar la oportunidad de dejarme inconsciente sobre la falda de los gánsteres de la primera fila. Ese vaho era palpable, como su miedo a fallar. Podía olerse la ansiedad que lo llevó a arremeter desde el comienzo, impidiéndome lanzar un solo golpe en el primer minuto. Apenas logré evitar la avalancha de intentos que me llegaron por ambos flancos.

Descuidé la guardia un momento y un jab en la frente me hizo temblar. Las cuerdas sostuvieron mi cuerpo y caí en la cuenta de que la tensión era menor a la normal. Ángelo pudo ingeniárselas para aflojar la tercera cuerda de mi rincón. Me balanceé para armar la defensa y logré esquivar el gancho de izquierda que me silbó cerca de un oído. El fallo de James lo dejó en una postura inadecuada, permitiéndome un tanteo con la zurda y la descarga ascendente con derecha.

Pegar me devolvió la vida.

Entraba en combate promediando el primer round y desde la platea me lo hicieron saber al celebrar el golpe. Sorprendido por la respuesta, el aspirante adoptó una actitud de estudio, merodeó el centro del ring y solo despegó los guantes de su mentón para repeler los embates con los que pretendí quitarle aire.

La atmósfera en el estadio cambió cuando asumí un rol protagónico. El murmullo que ascendió al cuadrilátero a causa de mis titubeos se modificó por un bullicio de excitación.
Volví a conectar y bailé. La platea celebró.

Preferí no confiarme y retrocedí hacia las cuerdas. Físico a físico estaba en desventaja con James, por eso me convenía bajar un poco el ritmo. Llevé la pelea hasta mi rincón, en donde Ángelo permanecía mudo. No gritó como hacía al verme dudar o en apuros, el único indicio de su presencia eran las cuerdas flojas.

Un zurdazo del aspirante dio por terminada la segunda desconcentración. Incliné el cuerpo evitando el cross que hizo temblar el ring al chocar con una de las esquinas neutrales. Bajé la guardia, invitándolo a terminar el combate. La mano que mordió el cebo quedó enredada en la cuerda superior. Di un saltito y conecté de izquierda en su oreja, luego dos rectos de derecha y un gancho de izquierda, obligándolo a trabarme los brazos.

—Si querés llegar a algo tenés que escucharme —dijo Gus después de arrancarme los guantes de jean—. Si querés llegar a algo tenés que confiar en mí —asentí impresionado por su voz chillona.

Estaba mintiéndole. Solo confié en mi tío, a quien perdí durante la travesía hacia el continente. Las imágenes que desearía olvidar —y aún hoy se hacen visibles en mis pesadillas— me enseñaron desde muy pequeño que la confianza no se negocia.

Gus me ofreció la cena y me invitó a pasar la noche en el gimnasio.

—Hoy me encargo de esto —retiró los platos de la mesa que improvisó con un banco—. A partir de mañana cada cual hace lo suyo, ¿entendido?

Si en sus planes estaba la posibilidad de convertirme en su siervo, no había lugar para ese mañana. Tiró unas colchonetas y frazadas sobre el ring del gimnasio para que pudiera hacerme una cama. Me pidió que extendiera los brazos y con cuidado colocó en ellos una enciclopedia.

—Si querés llegar a algo tenés que conocer la verdad sobre los grandes —sentenció.

Armé la cama en el centro del ring y me acosté a mirar las fotos de esos gigantes que parecían luchar hasta la muerte. Por primera vez en mucho tiempo dormiría una noche de corrido, sin soñar con el viaje al continente y sin sobresaltarme por los disparos de los subfusiles que taladraban las noches de La Isla.

*
El intento de cortar los tentáculos del hampa me costó la reputación, la dignidad y casi me cuesta la vida. Llevaba meses asfixiado por la frustración y la impotencia. Acumulaba un odio que empecé a demostrar en los instantes finales de la pelea.

Por la fisura que se hizo visible en el cuarto asalto, luego de que se terminó de erosionar lo que Gus pudo sellar con mucho trabajo, se filtró una catarata de mierda.

Me replegué en un ensimismamiento que colapsó mi matrimonio. Johanna decidió asumir una nueva misión con la Cruz Roja cuando el exceso con la bebida se hizo habitual. El silencio de mis noches se transformó en una tortura. Extrañaba a Gus, me hacía falta el respaldo de su voz chillona, las anécdotas y los mimos de Emilia —la esposa de Gus— y, sobre todo, el amor de mi esposa.

El miedo que germinó en la cuarta vuelta fue imposible de dominar. Se estableció en la superficie como la grasa de un caldo frío. Luego de la pelea siguió ganando terreno, dejándome aislado. Estaba acorralado por mis demonios y abrazarme a una botella fue la única defensa que propuse.

Buster se convenció de que me había ganado desde que pisé el ring. Nunca busqué el contacto con sus ojos y en el lenguaje del boxeo, bajar la mirada o pestañar es sinónimo de debilidad. Hubo campeones que ganaban la pelea antes de comenzar, quebraban emocionalmente a sus rivales con poses intimidatorias. Él nunca me preocupó, ni su perorata encantadora en televisión, ni su talento para hacer reír a los periodistas, ni las sesiones de fotos con modelos; tampoco la ilusión que tenía mi promotor de transformarlo en el nuevo campeón.

Creí que el temor que mostró Ángelo al momento de treparme al cuadrilátero fue el germen de lo que ocurrió durante el combate y todo lo que vino después, cuando se hizo público que el control antidopaje de mi última pelea había dado positivo. Lo cierto es que esa noche solo fue el inicio del capítulo final.

El germen empezó a brotar cuando papá llegó arrastrándose hasta la chacra y tuvimos que huir, al igual que todas las familias que fueron amenazadas por el caño de las armas de los Eaulis. Muchos pequeños productores de La Isla fuimos devorados ante la complicidad de las cúpulas institucionales, que dejaron en mano de los Ejércitos Autónomos la negociación con la Corporación Agroindustrial de las tierras productivas de aquellos parajes olvidados.

El sedimento del odio que fui acumulando desde muy temprano nuca logró drenarse, buscó la manera de ascender y terminó explotando en el rostro del pobre Buster James.

*Agradecemos al autor y a la editorial Fin de Siglo por la autorización para publicar este relato.

La danza del invicto

Esta novela ganó el primer premio en la categoría narrativa inédita del premio Nacional de Literatura en 2020. Se publicará en el correr del 2022. En 2020, Mateus también se llevó el premio Onetti por La inmortal del siglo XX.

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