Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Les raisons du cœur y El camino de la contemplación

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01 de marzo de 2020 a las 05:00

Estimada Magdalena:

Les raisons du cœur 

Intercambiando aquí argumentos en torno a lo que ha dicho o ha callado tal o cual filósofo, ha abandonado usted alguna vez las razones de la razón para abrazar las razones del corazón. (Abandono ciertamente curioso, si me permite decírselo, en alguien con sus tendencias racionalistas).

Si dividiéramos en dos la historia del pensamiento, cayendo en una tan abominable como adorable simplificación, podríamos fácilmente construir dos grupos.

De un lado, los rigurosos elaboradores de silogismos, cerebros desconocedores de la pereza, cabalgadores de la abstracción, elaboradores, deductores, conceptualizadores, lógicos, constructores de pacientes edificios mentales, sistematizadores, argumentadores incansables. (Con poco esfuerzo podríamos crear subcategorías, pero eso nos divertiría mucho de nuestro camino). Entre ellos podríamos incluir a Aristóteles, a Abelardo de París, a Descartes, a Spinoza, a Kant, a Hegel…

Del otro lado, encontraríamos pensadores no menos inteligentes que los primeros, ni menos rigurosos. Sin embargo, en ellos es menos visible lo que podríamos llamar la mecánica del pensamiento, el procedimiento. Como dice profundamente un olvidado autor que solía yo leer en mis años jóvenes: “Si el fin del conocimiento es precisamente conocer algo, lo que importa es que al final conozcamos ese algo, y no tanto ser conscientes de cómo es que hemos llegado a conocerlo”. Platón, San Agustín, Pascal, Kierkegaard ¡y por supuesto Nietzsche! son ejemplos de esta segunda cepa filosófica, que incluye siempre una nota de humildad en cuanto a la capacidad de conocer se refiere. Aquí, donde la verdad tiene cierta preeminencia sobre el sujeto que la conoce, advertimos alguna elasticidad metodológica y un consciente sacrificio de lo formal en beneficio de lo descriptivo. Como si los filósofos comprendieran que -aunque a veces parece lo contrario- no nos ha sido dado construir la verdad, sino sólo buscarla, y a veces encontrarla.

Esta corrección del segundo grupo al enfoque racionalista del primero, la escenifica muy bien Kierkegaard cuando describe su deslumbramiento ante el sistema filosófico de Hegel. Dice que muchas veces ha estado a punto de arrodillarse ante él. Pero que siempre que ha llegado a esa instancia ha dudado y ha dejado para más adelante la genuflexión. Creo que no tuerzo a Kierkegaard si digo que estaba dispuesto a rendirse ante la verdad, pero no ante un sistema de pensamiento: son dos cosas distintas.

Me he ido un poco lejos, para dar contexto a ese paso suyo, Magdalena, del uno al otro lado, del grupo de los filósofos racionalistas, al de los contempladores. Fíjese que en las últimas discusiones sobre Spinoza, ante la pregunta sobre si es posible, partiendo de experiencias subjetivas, fundar una ética no relativista, usted se aparta, no de la razón, pero sí del silogismo, y nos resume a ese filósofo en una sentencia: Sé feliz y haz lo que quieras. Como si la contemplación de los términos de esa proposición hiciera auto-evidente una verdad allí encerrada. Pero luego da usted un paso más allá -el paso de las razones de la razón a las razones del corazón- y termina su carta con un ruego maternal: ¡No dejemos de lado a Spinoza!

Y es ya la tercera vez, Magdalena, que produce usted este vuelco ad hominem. Lo hizo primero con Nietzsche, cuando le pregunté si, más que un filósofo, no había sido un afortunado creador de frases célebres. Lo hizo después con Sartre, cuando lo acusé de haberse diluido en una imperdonable ligereza. Y ahora, con Spinoza… Tengo la impresión de que la Filosofía tiene para usted dimensiones entrelazadas que van más allá de lo argumentativo.

Pero quizás entiende usted algo que yo ignoro: y es la virtud que implica un acto tan dificultoso como es el de filosofar. Quizás evoca usted los días y los meses y los años que sus amigos y colegas necesitaron, sacrificando la única vida que tenían, para que sus filosofías vieran la luz. Quizás, por eso mismo, siente usted hacia ellos, no sólo interés intelectual, sino cariño.

Diría incluso más: cariño maternal -porque a usted le ha sido dado, Magdalena, ser al mismo tiempo filósofa y madre. Y hay seguramente en ello una riqueza particular e intransferible.

El camino de la contemplación

Estimado Leslie:

Siempre encontré fascinante a Pascal, y la frase que encabeza su carta es una clásica muletilla para aquellas ocasiones en las que las motivaciones sobran y las explicaciones faltan.  Como cuando experimentamos esa sensación de certeza indudable, pero sin poder dilucidar cómo o por qué sabemos lo que sabemos. Corazonada, presentimiento o intuición (a rose with any other name would smell just as sweet), estas impresiones se desatan en momentos decisivos, cuando sentimos que descubrimos algo sumamente importante. Esta es una típica objeción de mis alumnos cuando les explico que la razón es la vía regia de la Filosofía: al final, objetan, las verdades más importantes son aquellas que la razón no puede explicar. Y siempre – casi, casi, indefectiblemente- hay alguno que, para certificar su tesis, recita la afamada máxima pascaliana.

Pero lo que Pascal sugiere, en realidad, es que las verdades del corazón tienen su propia raison d´etre, aún cuando no puedan ser completamente aprehendidas por la razón humana. Si no fuera así, ¿por qué escribió, entonces, razones y no absurdos, sinrazones o incongruencias del corazón? En este sentido, tanto Pascal como Aristóteles (quien en De Anima afirmó que la facultad de pensar tiene su centro en el corazón), fueron unos auténticos adelantados. Siglos antes de que la neurociencia fuera siquiera imaginable para los más geniales creadores de ciencia ficción, ellos ya estaban infiriendo la presencia de neuronas en el corazón…

Soy una racionalista sin remedio, es verdad. Pero, ¿acaso no lo somos todos los que encontramos en la Filosofía el medio más elocuente y feliz para dar sentido a la vida? Así y todo, igual coincido con Pascal, y también con Spinoza, Kierkegaard y Nietzsche cuando afirman que la razón no tiene “patas” lo suficientemente largas como para conducirnos hasta el destino final. Como en la “Alegoría de la Caverna” de Platón: la razón es la que guía al filósofo desde la oscuridad de la cueva hacia el iluminado Mundo de las Ideas, pero una vez allí, ella es encandilada por la fuerza luminosa del Sol, que demanda el salto de fe de Kierkegaard, el amor intelectual de Spinoza, o la intuición de Nietzsche, para ser finalmente contemplado. 

Usted habla de la “elasticidad metodológica” que caracteriza a los “filósofos contempladores” que se animan dar un paso más allá, para pensar fuera de las estructuras rigurosas de la lógica formal. ¡Me encantó ese concepto! No sólo porque coincido con la idea, sino también porque me recordó algo que siempre repite mi maestro de yoga: la fortaleza del músculo depende de su flexibilidad. Y lo mismo con la razón. Es por eso que Pascal también pensó que es signo de una razón débil el no comprender que hay cosas que la sobrepasan. Sólo los espíritus fuertes reconocen sus límites y sus debilidades, para advertir en lo imperfecto, una perfección inefable.

Sí, la Filosofía tiene dimensiones que van más allá de la argumentación racional. Pero el reconocimiento de esas dimensiones es imposible sin la flexibilidad -y fuerza- de una razón bien ejercitada. Porque excluir a la razón es tan absurdo como presumir que sólo es concebible lo que tiene explicación racional. El término medio -o el entendimiento de que la razón, con sus límites, es imprescindible para la búsqueda de la verdad- es, sin duda, lo más difícil. Y es también, por ende, lo que caracteriza a los filósofos más sublimes. Aquellos que después de transitar los afanosos senderos de la razón, dan el salto de fe necesario para poder comprender algo tan simple e inexplicable como, “Sé feliz y haz lo que quieras”.

Nunca lo había pensado así, pero quizás tiene usted razón cuando sugiere que la admiración y el cariño que le profeso a los filósofos contempladores, que disolvieron su ego en el fulgor de una intuición, se relaciona con mi ser madre. Como a un hijo, el dar a luz una idea exige la renuncia a nuestro afán de autosuficiencia, junto a una entrega incondicional y desinteresada a algo que nos incluye y nos sobrepasa. Porque, por alguna causa incomprensible para nuestra razón limitada, lo que hemos gestado y alumbrado es mucho más precioso que nosotros mismos. Sí, es verdad Leslie;  en el placer y el dolor del alumbramiento, ya sea de una idea o un hijo, contemplamos la Belleza y comprendemos las insondables razones del corazón humano.  

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