Son un puñado. Tal vez 50. Como mucho 100. Son los creadores de esas obras inmortales que quedan estampados en el imán de la heladera, en un fondo de pantalla, en almanaques hechos en serie que alguna confitería regala a fin de año, en el póster que algún tío trajo de una tienda de un museo remoto, en la tapa de la libretita que alguien eligió como souvenir de viaje. Uno se pasa la vida entera encontrándose una y otra vez con esas imágenes; el ojo las reconoce aunque, en muchos casos, no pueda verbalizar su nombre; la lengua es capaz elaborar algo así como una reflexión sobre su relevancia, su trascendencia, sin importar los conocimientos que la persona en cuestión tenga sobre artes plásticas, estética, historia del arte.
Hay gente que se toma aviones, hace colas de kilómetros, pone en pausa su vida con un único objetivo: ver alguna de sus obras sin intermediarios. No la copia de la copia de la copia. La que el pintor creó y que, con el tiempo o de inmediato, se convirtió en esta pieza gigante, memorable, esa obra que cambió para siempre el curso de las artes, de la cultura, de la mirada. Ese cuadro que aún hoy, décadas o siglos desde su creación, sigue generando el mismo impacto, la misma emoción, los mismos suspiros, la misma gestualidad –la boca abierta, los ojos encandilados, el sonido gutural de la sorpresa–. Diremos, entonces, nombres como Leonardo da Vinci, Miguel Ángel, Goya, el Greco, Rembrandt, Delacroix, Van Gogh, Warhol. Diremos, por supuesto, Pablo Picasso.
Por eso tanto revuelo, tanta emoción, la custodia policial, los millones y millones de euros, la expectativa, el trabajo de dos años, las notas en diarios extranjeros, las sonrisas calcadas de los responsables durante la conferencia de prensa. La obra de Picasso no llega todos los días a un país pequeño como Uruguay.
Y esta no es cualquier obra. Son piezas que semanas atrás estaban colgadas en las paredes del sofisticado Museo Picasso de París, el edificio que alberga la mayor cantidad de piezas del artista; su colección comprende 5.000 obras de arte del creador (1881 - 1973). De ellas más de 40 (el puñado restante llegaron desde Barcelona) están ahora en los muros del Museo Nacional de Artes Visuales en Montevideo. Muchas de ellas jamás habían salido de Europa y esta es su primera vez en continente extranjero. Picasso en Uruguay es, entonces, la primera retrospectiva con obra original del genial y monumental artista malagueño en el país. Se ha dicho y escrito hasta el hartazgo, pero, de todas formas, no hay que perder de vista el carácter histórico que tiene esta exposición para la cultura nacional.
Primero, lo importante: las obras de Picasso ya están aquí. Hay que ir a perderse entre ellas. Saborearlas, tomarse el tiempo, ver qué sucede frente a ellas, observar los detalles, entender que décadas más tarde hay piezas que tienen una vigencia impactante. Si se puede, ir más de una vez.
Pero después, algunos puntos a prestar atención. Emmanuel Guigon –director del Museu Picasso Barcelona y curador de esta exposición– hizo un montaje muy único que hace dialogar la obra del artista con la de Joaquín Torres García. Ambos creadores se frecuentaron a fines del siglo XIX en Barcelona y sus obras se encontraron varias veces en distintas exposiciones.
El catálogo de la muestra recupera una semblanza que el uruguayo escribió del español y se encuentra en el Museo Torres García. El texto de 1936 empieza así: “Decía un amigo mío en París que todo se podía discutir, hasta Dios mismo; pero no a Picasso (...). Porque este hombre debió nacer bajo buen signo en aquella tierra bendita de Andalucía, pues todo le sale bien. Hay que reconocer, por esto, que es maestro, psicólogo y sabe tanto del arte de tratar gentes y de estrategias de toda suerte como de pintar; y eso que del oficio... sabe horrores. Nada, que la fortuna quiso colmarlo con excesos”.
Pues los excesos están allí, en el Parque Rodó, prontos para ser descubiertos.
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