Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Pido silencio y tan verdad

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23 de diciembre de 2018 a las 05:00

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:


En estas vísperas de Navidad quisiera reflexionar acerca del valor del silencio. 

Pido silencio
 

Ya puedo imaginar su desconcierto, ¿por qué del silencio cuando la Navidad representa una ocasión para celebrar? ¿Acaso no es toda celebración motivo de animación y festividad? Sí, sin duda. Sin embargo, quisiera explicarle el origen de esta inquietud que afloró en mí a raíz de nuestro intercambio epistolar. En efecto, uno de los beneficios más disfrutables que éste diálogo me ha deparado es el goce del silencio, tan necesario para la lectura de sus cartas como para la redacción de las mías. 

Un proverbio árabe expresa que “del árbol del silencio pende el fruto de la seguridad”. Toda gran obra es dada a luz al resguardo del aturdidor bullicio; así, Leonardo da Vinci decía encontrar su mayor inspiración bajo el amparo del silencio. En el silencio se proyecta la reflexión consciente y profunda, gestadora de toda verdad. El historiador y doctor en Filosofía, Yuval Noah Harari, da testimonio de esto; sus más descollantes ideas –plasmadas en las célebres De animales a dioses y Homo Deus– son concebidas en los retiros de silencio a los cuales asiste todos los años en Birmania. No en vano afirmó Nietzsche que los pensamientos que dirigen el mundo caminan en pies de paloma...

Pero la seguridad es una necesidad inherentemente humana, y entonces podemos inferir una cierta pertinencia universal en aquel atinado proverbio. Así como no podemos “pedirle peras al olmo”, tampoco podemos encontrar certidumbre en medio del estrépito. Pero debo confesarle que durante éstas últimas semanas me ha sido particularmente difícil sustraerme del ruido para tomar del fruto que nutre nuestro tan fecundo intercambio de ideas. En medio de este alboroto típico de las semanas previas a Navidad, me encuentro añorando ese silencio que me permite disfrutar plenamente de este diálogo epistolar. 

No me malentienda, Leslie; entiendo que la Navidad representa una ocasión muy especial para la celebración. Pero cualquier festividad que pueda concebirse auténticamente como tal necesita ser investida de cierto sentido, y la Navidad no es una excepción. 
Al comienzo de esta carta hice alusión a las vísperas, y no porque si nomás. Las vísperas hacen de preámbulo a la festividad y representan, así, un tiempo propicio para reflexionar acerca del sentido que motiva la celebración del preludiado acontecimiento. Pero en la cercanía de Navidad los árboles del silencio languidecen bajo el abrazo luctuoso de hiedras trepadoras, pletóricas de guirnaldas que incitan al consumo atropellado. En medio de vidrieras y góndolas desbordadas, harto difícil es tomarse el tiempo para pensar y elegir el regalo justo para esas personas especiales con quienes deseamos celebrar la Navidad. A veces pienso que si un ser de otro planeta nos visitara en ésta época del año, bien podría pensar que nos estamos disponiendo a rendir culto a la deidad del consumo irreflexivo y desenfrenado. 
Creo que fue Woody Allen quien identificó a Dios con el silencio, pero el símbolo más formidable del poder que emana del recogimiento fue, sin duda, el genio de Beethoven. Allende a su sordera, Beethoven solía decir que su música era la encarnación del lenguaje de Dios, que le hablaba en el más profundo silencio. 

El silencio no es sólo una condición indispensable para poder reflexionar y tomar decisiones autónomas y significativas. El fruto de su árbol es un alimento para la espiritualidad, esa divinidad que –más allá de credos o ritos religiosos específicos– habita dentro de cada uno de nosotros, conectándonos con lo humanamente significativo. 
Para terminar, y a modo de allegro, no se me ocurre nada más sensible y sensato que invocar a Neruda con su bellísima petición de silencio: Pero porque pido silencio/ no crean que voy a morirme:/ me pasa todo lo contrario:/ sucede que voy a vivirme/ Sucede que soy y que sigo (…) Se trata de que tanto he vivido/ que quiero vivir otro tanto (…) Déjenme solo con el día/ Pido permiso para nacer. 

El silencio no es sólo una condición indispensable para poder reflexionar y tomar decisiones autónomas y significativas.

 

Tan de verdad
 

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Estimada Magdalena:

 

Abro mi respuesta con algunos de los versos preferidos de María, mi mujer. Siento que le debo el homenaje de esta poesía navideña, a ella que me enseñó la Navidad.

No quiero parecer exagerado y, menos aún, ingrato hacia el espíritu de la Navidad inglesa en el que, después de todo, crecí. Aún hoy recuerdo con alegría el Oficio de este día, el uso del Book of Common Prayer, las lecturas entrecortada por los himnos venerables y rigurosos. Aún hoy me emociona escuchar al Coro del King’s College (y eso que es de Cambridge) cantar los Carols. Y sigo pensando que nada –ni siquiera la nieve, con la venia de E.E. Cummings– es más adecuado a estos días de diciembre, que la profunda lectura de la Canción de Navidad de Charles Dickens. Ni siquiera la nieve, he dicho; ni las campanillas que suenan al final de Qué bello es vivir porque Clarence ha ganado sus alas.

Pero la Navidad no era para mí, quizás, más que un decorado: un poco de nieve y de nostalgia, unos fotogramas en blanco y negro, y unos días de vacaciones con buenos libros. Hasta que conocí a María, nunca había sentido que yo tuviera algo que ver con ese decorado. Inglaterra es, por cierto, históricamente recelosa de los “decorados” de la Navidad: no somos muy del Club del Pesebre. Debe usted recordar, Magdalena, nuestra tradición puritana, iconoclasta, que pretendidamente quería preservarnos de toda esa imaginería sensiblera un poquito idólatra (a juicio de ese mismo puritanismo). Hacia 1600, reinando la primera Reina Isabel (la hija de Henrique VIII y Ana Bolena), se llegó a publicar un Decreto (la Bethelem Ban) que prohibía, bajo pena de muerte, el armado y exhibición de Pesebres navideños.

Pero esa prohibición no ha prevalecido, y María, mi mujer y traductora, pudo traer desde Madrid, con su ajuar de recién casada, un juego de pequeñas esculturas, representando a cada uno de los personajes de Belén. Cuando llega diciembre, igual que a Truman Capote le gustaba hacer dulces y remontar cometas, a ella le gusta componer –ayudada de nuestros hijos– el pesebre en el hogar de la chimenea. Así que, cuando anocheciendo llego a nuestra casa, junto al río Cherwell, en estos días, ya sé que en el salón encontraré las luces bajas, con la excepción de un suave resplandor sobre el rostro de la Virgen María que mira al Niño Jesús en el pesebre –un pesebre con pajitas de verdad, s’il-vous-plaît. 

Una tarde de diciembre de hace ya muchísimos años –yo creo que debíamos de ser recién casados– volvía yo a casa del trabajo. (No vivíamos todavía en Oxford, sino en el cottage que nos habían cedido mis padres en Campden Hill Road, en Londres). Durante la subida, desde la estación de High Street Kensington, una ventisca de nieve me había perseguido implacable. Tenía frío en las manos y en los labios, y me sentía tenso y fastidiado. Pero, a pesar de ese estado de ánimo poco favorable hacia lo espiritual, mientras abría y cerraba la puerta lo más rápido que podía, pues temía que el frío se nos colara en casa, noté un silencio especialmente intenso. Hasta ese momento, yo nunca había asociado el silencio con el espíritu, quiero decir con mi espíritu. Pensaba en el silencio como en un espacio vacío que estaba llamado a llenar con mis palabras y con mis gestos. Sin embargo, aquel silencio era distinto: estaba lleno –aunque yo todavía no sabía qué era lo que lo llenaba. Y el contenido me estaba destinado: era como una carta que yo estuviera a punto de abrir. 

Algo sorprendido, me sacudí los restos de nieve del pelo y del abrigo y entré en el salón. Y entonces vi a María, mi mujer, sentada frente a la chimenea. Ella miraba muy tranquilamente a la otra María que había en el cuarto: a la Madre del Niño recién nacido, en el Pesebre. El silencio se hizo música. El sobre se abrió. Y me fue entregado este mensaje: “Esto ha pasado de verdad. Dios se ha hecho hombre. Esto es la Navidad”. Como en el verso de Salinas que yo todavía no conocía.

De ese modo seguí a mi mujer y traductora por el camino de la Navidad –como un místico barato, pues en eso no he cambiado.
Permítame, querida Magdalena, expresarle mis mejores deseos para usted y para su familia. Y, pues ha pedido silencio, que Dios le conceda una Feliz Navidad. l

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