Thomas Howard, Ejecución de Ruth Brown Snyder en Sing Sing, Ossining, Nueva York, 12 de enero de 1928

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Se cumplen 95 años de la primera fotografía publicada de una ejecución en la silla eléctrica

El 12 de enero de 1928, el fotorreportero Thomas Howard logró captar con un innovador artilugio el momento en que Ruth Brown era ajusticiada en la silla eléctrica en el penal neoyorquino de Sing Sing, acusada de asesinar a su marido. La crónica de un fotógrafo, la pasión de una mujer, su verdugo y una foto que escandalizó al mundo
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12 de enero de 2023 a las 05:03

Por Miguel Russo

Ruth Brown tiene, el 12 de enero de 1928, 33 años. Es alta, exuberante, rubia; de rasgos fuertes, que dejan traslucir su ascendencia escandinava y se contrarían con los ojos celestes, cansados, que miran el final del pasillo. Lleva un vestido negro, de anchas solapas, abotonado por delante, pocos centímetros por debajo de las rodillas; medias de nylon y zapatillas grises, sin cordones. Piensa en esa broma macabra que pidió como voluntad final: llevar la bombacha breve y las ligas verde claro que le regaló su amante hace un año y que, ahora, ajustan sus muslos blancos, macizos, por última vez deseables.

Albert Snyder, el marido de Ruth, lleva, el 12 de enero de 1928, diez meses de muerto. Fue asesinado el 20 de marzo de 1927, cuando tenía 45 años y un buen pasar económico como jefe de diagramadores de una revista deportiva. 

Judd Gray no llegó a cumplir los 34 años. Fue sentenciado a muerte por asesinato, pena que se cumplió el 12 de enero de 1928, cerca de las diez de la noche. Era vendedor especializado de una de las casas de lencería más conocidas de Nueva York y amó con desesperación a Ruth desde el momento en que ella entró a la tienda donde trabajaba.

Robert Elliott tiene, el 12 de enero de 1928, 54 años. Es delgado, y parece mucho mayor, con su pelo canoso y las decenas de arrugas que le cruzan el rostro. Nació en 1874, en Hamlin, Nueva York, hijo de inmigrantes irlandeses. Especializado en electricidad, es el encargado oficial de bajar la palanca que descarga los 1220 voltios de la silla eléctrica. Ama su trabajo, por el cual viaja por todo el país, allí donde la Justicia norteamericana lo precisa. Su primera ejecución fue en 1901, donde se desempeñó como ayudante a cargo de ajustar las correas y fijar los electrodos en los condenados. El 23 de agosto de 1927 bajó las palancas en el penal de Massachusetts para ejecutar a Nicola Sacco y Bartolomeo Vanzetti, dos trabajadores inmigrantes italianos sentenciados a muerte en un juicio falso por robo a mano armada y asesinato de dos personas en 1920 en el barrio de South Braintree. Hace dos meses, un grupo anarquista hizo estallar una bomba en el frente de su casa como represalia. Recién entonces, su mujer comprendió el trabajo de su esposo y le pidió el divorcio.

Thomas Howard trabaja, el 12 de enero de 1928, como reportero para el Chicago Tribune, un periódico chico propiedad del grupo que tiene como nave insignia al New York Daily News. No es la primera vez que debe cubrir una ejecución. Y sabe de sobra que no hay ninguna posibilidad de ingresar con cámaras de fotos a la sala donde se lleva a cabo la sentencia. Pero a los 36 años está cansado de cumplir con la ley y de repetir siempre las mismas palabras para que los lectores sepan, a duras penas, cómo es la muerte en la silla eléctrica. Por eso habló con su amigo, el inventor y buscavidas Miller Reese Hutchison, que construyó una minicámara con un pequeño cinto y una extensión cableada con pulsador. Hace dos horas, en su departamento, Tom se ajustó la cámara a su tobillo, hizo un agujero en el bolsillo de su pantalón y dejó pasar por allí el extremo del cable con el obturador. Levantó una y otra vez el ruedo del pantalón del traje frente al espejo y, cuando estuvo seguro de los movimientos, salió a cumplir con el encargo de su editor.    

El encuentro

Ruth Brown y Albert Snyder se casaron en 1918. Ella tenía todas las ganas y la voluptuosidad de cualquier mujer de 23 años. Él era un aburrido diagramador de 36, de trabajo estable y posición económica solvente para ese fin de siglo que se recuperaba luego de la Guerra. Ruth vio en Albert la posibilidad de una buena vida. Albert vio en Ruth la juventud propicia que lo alejara del dolor por la muerte de su novia anterior, Jessie Guishard, a la que había amado con locura. En 1919 tuvieron una hija, Lorena, y se mudaron a una casa blanca de dos plantas y jardín delantero en Queens, en la zona suburbana de Nueva York, donde los chicos crecían sin los peligros de las grandes ciudades y los adultos celebraban viernes, sábados y domingos fiestas en sus casas donde no faltaba el whisky, la música bailable y los flirteos a escondidas detrás de la puerta de la cocina después de la tercera copa.

Pero eran los primeros años ’20 y Ruth se aburría de las caricias apuradas en las casas vecinas de Queens. Leía a Scott Fitzgerald y soñaba con otra vida. Albert no le prestaba demasiada atención: consiguió un puesto como editor en una revista deportiva y se metió de lleno en el trabajo dejando de lado las salidas. Él, con 43, descansaba en esa imagen bucólica de apacible matrimonio de clase media que alcanzó los objetivos deseados. Ella, con 30, sentía otras cosas y necesitaba realizarlas.

Una tarde de junio de 1925, hojeando una revista de modas, se topó con un anuncio que aseguraba realzar la belleza natural femenina. Vio la cintura ceñida de la modelo y la imaginó en su cintura, vio los pechos altos y firmes y los imaginó en sus pechos, vio las caderas rebosantes y las imaginó en sus caderas. A la mañana siguiente, cuando su marido se dirigió al trabajo, fue directo a la lencería de la 5ta. Avenida que anunciaba el corset ideal. 

La atendió Judd Gray, vendedor especializado en corsetería de la tienda desde hacía seis años. Como con todas las clientas, Judd se dispuso a ayudar con esa maraña de botoncitos, bastos, encajes y cintas que garantizaban el cuerpo perfecto. Como todas las clientas, Ruth se dejó guiar. Pero la suavidad de la tela dio paso a la delicadeza de los dedos expertos de Judd. Ruth supo que estaba ruborizándose en ese probador amplio y rodeado de espejos donde otras mujeres se probaban otros corsets con otros vendedores. Levantó la vista hacia los ojos de Judd que la miraban. Y lo que vieron les gustó.

La nueva vida

Judd era casado, tenía hijos y casi se había acostumbrado a una existencia aparentemente plácida hasta ese momento en que vio los ojos celestes de Ruth. Ruth estaba buscando algo que desconocía hasta que el fogonazo del contacto de su piel con la piel de Judd le hizo comprender que era eso. Ese mismo día comenzaron su romance: comían deseándose en restaurantes alejados del centro, bailaban deseándose en bares de jazz, tomaban una copa deseándose y pasaban el resto de la tarde en hoteles lujosos donde cumplían todos los deseos.

Judd comprendía que la aventura había acelerado todos los tiempos y echado por la borda la tranquilidad de su matrimonio. Ruth le escribía encendidas cartas de amor donde planificaba una vida en común para sus vidas. Pero, decidida a vivir al modo glamoroso de los personajes de la novela El gran Gatsby que su autor predilecto, Fitzgerald, acaba de publicar, y consciente de su total dependencia económica, la solución para Ruth comenzó a transitar un peligroso camino. 

Primero, convenció a su marido de sacar un seguro de vida. Albert aceptó a regañadientes y tomó una póliza barata, pero con una cláusula de doble indemnización (casi cien mil dólares) en caso de muerte por accidente. Después, comenzó a cuidar hasta los mínimos detalles para cubrir sus escapadas con Judd y para que Albert no tuviera el menor atisbo de iniciar un juicio de divorcio que dejaría sin efecto el seguro. Por último, se decidió por poner fin a su vida de ama de casa.

Albert sufrió una serie de extrañas descomposturas, pero recuperaba su salud de hierro luego de un día de dieta. Nunca se supo si Ruth proporcionó o no algunas dosis de veneno a los platos de su marido. Una tarde en que descansaba en el escritorio de su casa, Albert se despertó con síntomas de ahogo y alcanzó a abrir una ventana. El olor a gas inundaba el ambiente. Cuando se repuso, notó que la estufa estaba prendida, pero sin llama. Ruth se disculpó admitiendo que quizás había cometido un descuido involuntario. Y Albert volvió otra vez con un tema que Ruth daba por olvidado: la antigua novia de su marido. “Ella jamás hubiera cometido un error así”, le dijo mientras sacaba una foto de su billetera donde se los veía felices, once años atrás, sobre un bote que llevaba pintado en negro el nombre Jessie.  

En ese mismo momento, Ruth decidió llevar adelante su último plan: hacer entrar un falso ladrón, asesinar al esposo, cobrar la póliza y escapar con Judd para siempre.

El crimen fue cometido el 20 de marzo de 1927. Los detectives sospecharon de las declaraciones de Ruth y comenzaron una investigación que, en corto tiempo, dio resultados. Llevada a juicio, Ruth, perdida, culpó a Judd de idear el plan y llevarlo a cabo. Judd, perdido, culpó a Ruth de los mismos cargos. Dos meses después, los diarios dieron cuenta de toda la historia de la pareja asesina con lujo de detalles: la pesa que partió la cabeza de Albert, el ahorcamiento posterior cuando ya no podía defenderse de nada, Judd atando a Ruth con nudos fáciles para que ella pudiera liberarse y denunciar a un falso criminal, el supuesto robo de joyas que luego se encontraron debajo del colchón de la cama matrimonial. Titulares y más titulares escandalosos en todos los medios. Los abogados de Ruth basaron su defensa presentándola como una mujer enamorada que cedió ante la voluntad criminal de su amante. Los abogados de Judd insistieron en que él era un hombre decente que había caído bajo la influencia de una mujer perversa. Ambos fueron condenados a muerte en mayo de 1927. En la sala de juicio, al escuchar la sentencia, fue la última vez que estuvieron juntos. No se cruzaron ni una mirada.

La noche

El 12 de enero de 1928, tres minutos antes de las once de la noche, Ruth Brown camina por el pasillo mirando la puerta final, donde del otro lado la espera la silla eléctrica, con sus ojos celestes, cansados. Piensa, cuando abren la puerta, en los 164 hombres que le mandaron 164 propuestas de matrimonio en los últimos dos días, cuando toda condonación de la pena quedó de lado. A las once y tres minutos de la noche, siente que el peluquero recorta un mínimo mechón de pelo en la parte posterior de su cabeza y siente el frío del pegamento con que le fijan un electrodo. Luego siente que una mano le baja la media de la pierna derecha y pega en la pantorrilla el otro electrodo. Después le tapan la cara y sólo piensa en la broma de la bombacha verde que le regaló Judd.

El 12 de enero de 1928, a las once y seis minutos de la noche, Robert Elliott trata de quitarse de la cabeza el frente de su casa destrozado por la bomba de los anarquistas y la voz chillona e histérica de su mujer pidiéndole el divorcio. Piensa, para olvidarse, en los casi treinta años de su profesión y, con una mueca de orgullo, baja la palanca que descarga 1.220 voltios. Debe repetir la operación dos veces más.

El 12 de enero de 1928, a las once y seis minutos de la noche, Tom Howard se sube el ruedo del pantalón con la mano derecha que tiene en el bolsillo y en la misma operación aprieta el obturador de la cámara en miniatura que asoma en su tobillo.

La mañana del 13 de enero de 1928, la foto escandaliza a todos los norteamericanos desde la portada del New York Daily News. Todavía dura el escándalo cuando tres días después, el cuerpo de Ruth es enterrado en el cementerio Woodlawn del Bronx, con una lápida que dice, solamente, Brown.

Del libro Más que mil palabras (Editorial Planeta, 2015)

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