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Un asesino suelto en el streaming: David Fincher volvió con una historia de trabajo, balas y venganza

El director de Pecados capitales y Red Social presenta en Netflix la historia de un asesino a sueldo que debe limpiar un trabajo mal hecho
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18 de noviembre de 2023 a las 05:02

El hombre hace su trabajo. Eso implica viajar de un lado al otro con identidades falsas, esperar durante largas horas de tedio a que la presa aparezca frente a la mira telescópica, escuchar la voz de Morrissey y las guitarras de Johnny Marr para bajar las pulsaciones, ocultarse a plena vista, pasar desapercibido, ser un fantasma y sobre todo no fallar. Él, un asesino sin nombre ni pasado, apunta y acierta. Hasta que falla.

La premisa es sencilla y quizás sea parecida a mucho de lo que ya vimos alguna que otra vez. Un tipo hace bien su trabajo, hasta que lo hace mal. Y cuando eso pasa, se desata el quinto infierno, en este caso una estela de venganza calculada que cruza el mundo y deja un rastro de sangre. Pero a David Fincher le alcanza eso para volver al cauce habitual de su cine, uno que tomó un desvío poco memorable y algo tedioso con Mank (2020), y que ahora recupera con El asesino, su cuarto trabajo dentro de los muros de Netflix —fue productor ejecutivo de House of Cards, creó, escribió y dirigió la excelente e inacabada Mindhunter, y estrenó allí Mank—.

Qué cada película de Fincher se sienta como una especie de “regreso” no es raro. Hay algunos cineastas que han logrado rodear a sus estrenos con un aura de evento, y en el caso de este hombre nacido en Denver hace 61 años sucede algo parecido —incluso cuando él mismo ha renegado últimamente de las salas de cine y se ha pronunciado a favor de la “libertad” que tienen los realizadores dentro de las fronteras de Netflix; en fin—. El asesino, quizás por el poco amor que despertó Mank, generó una previa cargada de entusiasmo, que estuvo apalancada por dos cosas: la vuelta de Fincher a lo que parecía ser una especie de pauta cercana en espíritu a la de El club de la pelea y, por otro lado, el regreso a un protagónico fuerte para Michael Fassbender, un actor que estuvo a punto de comerse al mundo en varias oportunidades, que se quemó, se fue del cine a correr carreras de autos y ahora volvió.

Fassbender es el asesino del título, un sicario a sueldo que no tiene nombre —o tiene varios— y que hace trabajos alrededor del mundo sin preguntar, sin titubear y por el precio justo. Su vida no tiene sobresaltos, de hecho es bastante aburrida, hasta que en una misión en París falla y el mundo se le da vuelta. Ese transcurrir monótono, apenas salpicado por hamburguesas de McDonald’s y The Smiths lo conocemos de primera mano porque es el propio asesino quien se encarga de contar, a partir de un monólogo en off y una serie de reglas repetidas al pie de la letra, lo que va sucediendo y el trasfondo de las decisiones que toma. El recurso, por momentos muy efectivo —el comienzo de la película es de lo mejor— y por otros algo cansino, será el vehículo de Fincher para meterse en la mente inmaculada de este hitman.

La limpieza o la depuración, de hecho, es otro de los grandes elementos discursivos y estéticos de una película que hace especial hincapié en un universo laboral desprovisto de cualquier otro elemento motivacional que no sea hacer el trabajo y cobrar por él. El personaje de Fassbender es un instrumento, una máquina fordiana de matar que vive para eso y que ve sin grandes dramas como el tiempo se muere, los días pasan y su propósito no se basa en nada más que en ser eso: un engranaje más de la estadística. Él dice: lo que yo haga no alterará demasiado los números. El mundo nacen cuatro personas y mueren tres por segundo. Y así seguirá. 

La higiene de El asesino, además, se percibe en su apagada fotografía, en una cámara que prácticamente no se permite movimientos imperfectos —aunque determinados usos del CGI lucen un poco baratos—, pero también por un guion calibrado al detalle con la obsesión de un reconocido obsesivo que no deja nada librado al azar. Y quizás eso sea, en algún punto, algo no del todo deseable.

Porque en parte por eso es que la película no termina de cuajar del todo bien. Su premisa es efectiva, su planteo es prolijo a niveles excesivos, pero algo falla: el talento enorme de Fincher no termina de hacer despegar una película que peca de ser demasiado calculada y con poco corazón. ¿Esa es la búsqueda? ¿Traspolar la carcasa del protagonista a la obra? Quizás, pero el ejercicio, si es ese, tampoco termina siendo lo más interesante.

En cambio sí lo es la entrega de Fassbender a la hora de delinear a un ser complejo que le exige mucho a pesar de que no lo parezca. Aunque su asesino a sueldo está en las antípodas del histrionismo, las transformaciones internas y la forma en la que procesa y mastica su destino a través de miradas, cambios getuales y pequeñas líneas de diálogo punzantes, a veces hasta cargadas de humor negro, lo elevan. También son interesantes otras ideas, como la que especifica que en este siglo XXI hiperviligado es imposible esconderse y evitar ser registrado, por lo que se debe ser lo menos memorable posible. 

Y esa es una línea curiosa en el marco de una película que no quedará entre las más memorables de la filmografía de Fincher —el hombre tiene Zodíaco, Red Social, El club de la pelea, Perdida, Seven—, pero que plantea un ejercicio efectivo y calibrado que no cae en el olvido por la maestría de su realizador. El asesino no es el tiro fallido que condena a su protagonista y no pasa desapercibida, pero tampoco el trabajo excelso de otros títulos destacables del pasado. Y no hay grandes problemas con eso: perdonar a Fincher es fácil. El tipo sabe como filmar, como narrar, y encontrarse con una película suya siempre vale la pena. Incluso si no es, a fin de cuentas, tan memorable. Incluso si se preocupó de ser tan aséptico que se olvidó de la emoción.

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