Opinión > EDITORIAL

Un mal con raíces culturales

Las medidas para frenar la corrupción no han dado resultados del todo positivos, además de que la población no ve en los políticos latinoamericanos de turno una esperanza concreta
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28 de agosto de 2018 a las 05:00
El malogrado resultado de una consulta popular que pretendía endurecer el castigo a la corrupción política en Colombia, el domingo pasado, es una señal de la mala hora que vive la política: los ciudadanos no creen que los políticos sean capaces de frenar un flagelo que daña la democracia y afecta el desarrollo. El mensaje parecería apuntar a que los ciudadanos son escépticos en que el problema tenga una real solución mediante leyes más duras contra el soborno y el manejo espurio de los dineros públicos porque se trata de una enfermedad crónica que requiere de cambios más profundos.

La propuesta, que apuntaba a convertirse en un manifiesto de rechazo a los políticos y empresarios que corrompen al Estado, no alcanzó los poco más de 12,1 millones de apoyos que requería para convertirse en mandato. Compuesta por siete iniciativas, la consulta anticorrupción recibió 11.670.907 votos. Quienes ven el vaso medio lleno resaltan que faltó menos de 470 mil para cruzar el umbral impuesto por ley, que equivale a la tercera parte del censo electoral, y, que por tanto, es un claro mensaje del malestar de los electores con la corrupción. Sin embargo, y sin dejar de reconocer que Colombia es un país más bien abstencionista, una consulta popular para endurecer la lucha contra uno de los principales problemas del país –y uno de los que más afecta a los pobres– debería haber tenido un apoyo más contundente en las urnas.

En la última década, y con el apoyo de organismos internacionales, diversos países han endurecido las penas por hechos de corrupción, pero ello no se ha reflejado en terminar con una enfermedad ya crónica de América Latina y el Caribe. En el sur del continente está el espejo de Brasil, un país que aprobó leyes más duras contra la corrupción en los últimos años y que, lejos de acabar con este mal, ha socavado todos los partidos políticos como dejó en evidencia el caso del Mensalão (el pago a legisladores para que apoyen leyes del gobierno) y la siniestra trama de la constructora Odebrecht, que desembolsó jugosas coimas para políticos y funcionarios públicos para asegurarse contratos de obra pública, una práctica que se extendió por la mayoría de los países de la región.

Es por esa conducta política inapropiada que casi todos los países de América Latina y el Caribe siguen siendo percibidos como de los más corruptos del mundo. Según el Índice de Percepción de Corrupción 2017, de Transparencia Internacional, Venezuela y Guatemala tienen los niveles más altos, mientras que Uruguay y Barbados tienen los más bajos. Es justo reconocer –como escribimos en un reciente editorial– que en años recientes la Justicia está dejando de mirar hacia el costado y que, por primera vez, son investigados exgobernantes corruptos de todo pelo y color y que, por primera vez, hay políticos tras las rejas.

Pero para atacar un problema complejo que tiene mil caras es necesario reconocer que la práctica del soborno, para obtener beneficios económicos, es un comportamiento deshonesto presente en la historia de nuestros países. Tan importante como endurecer las leyes para desestimular la corrupción, lograr un comportamiento más transparente del Estado y tener sistemas judiciales más independientes y profesionales, es cortar de cuajo las raíces culturales de un cáncer que daña las instituciones y ha hecho metástasis en la propia sociedad.

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