Hay momentos en los que el poder no se mide por lo que se dice, sino por la capacidad de callar a tiempo. La reciente afirmación del presidente Orsi, al señalar que el Premio Nobel de la Paz “hubiera sido mejor dejarlo desierto”, no es solo una frase desafortunada. Es un error de criterio, una muestra de cómo algunos confunden la ironía con la lucidez, y la ocurrencia con la responsabilidad.
¿Se creyó gracioso? ¿Irónico? Hay temas que deben tomarse con seriedad, y el de la paz es uno de ellos. No lo dijo en un café, entre amigos, donde uno puede permitirse un desatino y otro le responde “no digas disparates”. Lo dijo como presidente de la República, ante los micrófonos, representando a todo un país. Y cuando un presidente habla, su palabra no es un comentario más, es una señal que cruza fronteras y llega a todas partes del mundo, porque vivimos en tiempos de ultra conectividad internacional y velocidad a la hora de esparcir informaciones.
Ser presidente de un país no es solo administrar. Es representar, inspirar y cuidar el peso de cada frase que se emite, oralmente o por escrito. Porque las palabras de un jefe de Estado no se las lleva el viento, las recoge el mundo, las analiza y las convierte en reflejo de su nación.
Decir que el Nobel de la Paz debió quedar vacante es, en el fondo, desconocer que miles de hombres y mujeres, en distintos rincones del planeta, arriesgan su vida por defender la libertad y la justicia. Ellos no esperan premios. Esperan respeto, coherencia y empatía.
Esperan que quienes gobiernan entiendan que hay causas demasiado grandes como ser tomadas a la ligera.
El liderazgo -algo de vital importancia que el presidente de un país debería saber muy bien y tener siempre presente- no se demuestra opinando de todo. Se demuestra sabiendo cuándo pensar, cuándo escuchar y, sobre todo, cuándo callar.
En tiempos en que sobran declaraciones y faltan ejemplos, cada palabra dicha sin reflexión es una oportunidad perdida para construir respeto y unidad.
El país necesita líderes que eleven la conversación, no que la rebajen. Que comprendan que la prudencia no es cobardía, y que el respeto no es ingenuidad.
Hoy, más que nunca, necesitamos una política donde la serenidad sea virtud, y el silencio, cuando corresponde, una forma de sabiduría.