Durante los primeros años de vida —esos que ahora le llaman “primera infancia”— sucede algo asombroso: el cerebro del bebé desarrolla conexiones de a 700 a 1.000 por segundo. Es como si buena parte del partido —no todo— se juega en esa edad clave. Por eso el Instituto del Niño y Adolescente del Uruguay (INAU) se propuso una meta: cuando acabe el año 2028 no debería quedar siquiera un niño tan pequeño “internado” en dicha institución.
A los cerca de 280 niños menores de tres años que hoy están en hogares del INAU, pero cuya cifra cambia a cada rato entre los miles de oficios judiciales, “les estamos destruyendo el apego y parte clave de su desarrollo”, insiste el vicepresidente del INAU, Mauricio Fuentes. Son niños que cuando lloran no siempre tienen a alguien que los contenga, alguien con quien jugar, con quienes estimular el tacto, la escucha, el descubrir el mundo que los rodea. “Es imposible que eso se dé en la frialdad de un residencial con pocos educadores para 20 niños que vienen de contextos terribles”.
El artículo 463 del proyecto de ley de Presupuesto —si es que no cambia el orden del articulado— le asigna al INAU unos 29,8 millones de dólares en cuatro años, tomando como referencia el valor de las unidades reajustables de enero 2025 (que es la manera en que se expresa en el texto). Y ese dinero no iría solo para eliminar la “institucionalización” de los menores de tres años, sino para reducir lo máximo posible la cantidad de menores de cualquier edad que viven en hogares de protección que poco se parecen a un hogar.
El monto es menor que el costo del polémico campo de María Dolores, mucho menor que el salvataje a la caja de profesionales o menor que los cuestionados aviones Hércules —para citar ejemplos de todos los colores— y escaparle a la polarización.
En eso la actual administración y la anterior son consistentes: la institucionalización (pasar a sobrevivir en hogares de protección) tiene que ser el último recurso y por el menor tiempo posible. No importa la edad del niño o los adolescentes.
El Observador lo contaba en varios pasajes de la investigación periodística que dejó al descubierto la explotación sexual de niñas y adolescentes del hogar femenino del INAU en Rivera. Una desprotección que se veía hasta en la arquitectura: “Las habitaciones no tienen puerta. Dos niñas miran acostadas, cabeza con cabeza, la serie que tienen frente a una laptop de Ceibal. Otra, desde otra cama, las mira a ellas. La cajonera está rota, las cortinas mal colgadas, los placares ocultan la ropa con cortinas improvisadas. Una cartelera con fotos y mensajes le da apenas calidez al espacio. Entre las imágenes aparece la de una adolescente abrazando a otra y posando su embarazo avanzado.”
La idea compartida entre oficialismo y oposición de frenar esa sobrecarga de institucionalización del INAU se encuentra con una realidad acuciante: si en 2020 el Poder Judicial le enviaba 20.000 oficios al INAU, en 2024 la cifra ya trepaba a los 70.000. O, por poner otro ejemplo, el Sistema Integral de Protección a la Infancia y a la Adolescencia contra la Violencia (Sipiav) atendió en 2024 unas 8.924 situaciones de violencia contra niños y adolescentes, el doble que en 2020. Es decir: el sistema está cada vez más cargado de “infancias rotas”, como le llaman en la jerga algunos técnicos.
“Al INAU llegan las vidas rotas” y la institución sola no puede con la protección de las infancias, reconoció en Desayunos Informales la presidente del organismo, Claudia Romero.
Y es entonces que, dentro de esa desinternación de la primera infancia, está la idea de familias con sus múltiples adjetivos.
La vida que pudo haber sido (o no)
El Observador contó a comienzos de agosto la historia de Oriana, la bebé de tres meses y medio a la que dejaron morir. Nació tras 37 semanas de una gestación que nunca fue controlada. Dio positivo al test de marihuana y cocaína que le había trasmitido su madre, una veinteañera con una adicción que no podía domar, con sífilis congénita, con compromiso respiratorio y hepático.
Su madre, adicta, no estaba en condiciones de darle el debido cuidado a la pequeña. Su padre solo tampoco. Mientras se buscaba algún otro familiar que pudiera hacerse cargo, el juez decretó la internación social (que se quede hospitalizada), una práctica que es ilegal según había dicho la Suprema Corte de Justicia.
Se encontró una tía de 19 años que vivía en un asentamiento de Montevideo que primero dijo que se haría cargo y luego —consta en el oficio del INAU y ASSE— se arrepintió. La bebé, luego de que por un tiempo el Estado no supiera su paradero, murió.
¿A qué viene esta historia otra vez? Oriana era el típico caso que, si no se abren otras opciones, hubiese terminado en un hogar del INAU. Es la típica bebé que pocos padres quieren adoptar (de más de 500 niños y adolescentes que están para ser adoptados, solo 27 son compatibles con los requisitos de los padres adoptantes que, por lo general, buscan bebés sin patologías).
Y lo que debería ser una estadía en el INAU lo más corta posible, para muchos niños se transforma en su infancia y adolescencia casi entera (entran con menos de cinco años y egresan a los 18).
¿Qué alternativas hay además de la adopción? Las autoridades buscan fortalecer la idea de familias de acogida, familia extensa y amiga. Son diferentes modalidades en que el bebé pasa a vivir con una familia que la protege, le da amor, le ayuda y a cambio recibe la cooperación del Estado.
Si hay un familiar sanguíneo que pueda hacerse cargo y están dadas las condiciones, es una opción (acogida). De lo contrario se busca a alguien cercano, como un vecino. Y por último se buscan a aquellas familias que se ofrecen para criar al menos por dos años a esos bebés aunque no tengan ningún vínculo previo.
“A veces son adultos que ya tiene hijos grandes y pueden dar esa mano, ese amor”, resume Fuentes, explicando que la crianza va más allá de hacerle upa al niño un rato e implica un cúmulo de derechos y obligaciones (entre los que está la protección).
Si se deja de lado a los menores de tres años y se va a todas las edades de niños y adolescentes que viven en hogares del INAU, la cifra de quienes buscan tener ese afecto familiar asciende a unos 2.700.
Las autoridades de INAU aclaran que no se está pensando en la abolición de la institucionalización por completo, porque hay casos extremos en que se necesita una protección muy específica. Pero Fuentes tira una cifra: “¿Me vas a decir que a al menos el 20% o 30% de esos 2.700 gurises no les podemos conseguir una familia?”
Su apuesta no está exenta de desafíos. Más aún en una institución como el INAU que las propias autoridades salientes y entrantes hablan de “quebrada” (por el déficit financiero y por su incapacidad de proteger a quienes tiene que proteger). Y entre esos desafíos está la fiscalización y el acompañamiento de esas familias nuevas: para que se garantice el debido cuidado y para que la práctica no se transforme en un negocio.
Se supone que hay límites, que una familia no puede acoger a un sinfín de niños. En Melo, sin embargo, El Observador tomó conocimiento de una familia que cuida a 13 niños. Fuentes lo dice clarito: “Esa no es una solución, porque termina siendo un hogar de facto y encima sin educadores ni nada”.
Los recursos que INAU pide, se supone, no solo van a a la paga de las familias, sino a que funcione la inspección y el acompañamiento. Pero, sobre todo, para que “los equipos puedan detectar cuando antes, y si es mientras se está todavía en el embarazo mejor, cuál es la mejor opción familiar para esos niños”.