Esto es el Sodre, el Estadio Centenario, es el escenario oficial más explícito y de mayor penetración en lo que tiene que ver con las artes visuales, por lo tanto si tengo que agradecerle a alguien, y por supuesto lo hago, es al mentor de esta idea inimaginada para mí, que fue Pablo da Silveira. Él que me convocó con una idea que no esperaba, honestamente. Hubo antes otras personas que me proponía que tenía que pensar en exponer en el museo, pero venir y manguear no era mi idea, porque además es competencia natural de las autoridades, sea cual sea, el tener que revisar y llamar a los artistas a ver qué es lo que están haciendo. No es el artista el que tiene que venir a pedir. Hubo gente que con muy buena intención quiso darme una mano, impulsarme a presentar proyectos y cosas por el estilo, pero siempre digo que cuando uno está seguro de lo que hace, tiene que ser paciente.
En su texto del catálogo, Da Silveira dice: "Arotxa ingresa al Museo Nacional de Artes Visuales y así termina de instalarse en nuestro canon artístico". ¿Se siente parte de un canon?
No, no creo que pueda establecer algo así. Yo lo único que hice fue hacer lo que hice toda mi vida cada vez que me aboqué a algo. Traté de llevarlo a la mayor profundidad y quedar satisfecho.
Arotxa
Caudillos
La primera vez que Caudillos se exhibió fue en las paredes de una parroquia en Durazno. ¿Qué implica el espacio a la hora de dimensionar el arte visual?
En esa parroquia pasó una cosa disparatada. Yo quería exponer en Durazno por una razón elemental: me interesaba porque ese carozo de la República, que incluso en una época se llegó a insistir en que podía ser la capital, era el lugar donde había nacido mi padre. Pero el tema era dónde exponer. No me interesaba mucho que fuera un lugar excesivamente transitado, y ahí me topé con un cura, con un sacerdote joven extraordinario, que cuando vio de qué se trataba las obras que llevaba inmediatamente me dijo "lo hacemos acá", en una iglesia que padeció un incendio devorador y que fue reconstruida por Eladio Dieste. En esa galería había que hacer muchas cosas, mover los bancos, no se podía intervenir las paredes, pero terminaron descolgando el Vía Crucis. Tuvo una mística, fue increíble.
La fotos de esa muestra denotan una ambientación como de caverna.
Ah, sí. Y además de haber una determinada luz, yo pretendía hacer a mi aire y que las cosas me conformaran, que es un defecto que tengo. Si no me conforman, no camina. Así que sí, se creó como una especie de cueva, de catacumba. Esta muestra en el MNAV es otra cosa distinta a eso que pasó en Durazno y otra cosa distinta también a la que pasó en Montevideo en 2002, en el edificio Constitución. Como te digo: esto es el Sodre, el Centenario, la cancha grande.
Sigo pensando en el espacio, y pienso en su taller, en cómo el arte va reclamando ese espacio también allí, donde la obra se acumula.
El arte reclama, sí. Pero voy a decir algo: no soy un tipo de una producción muy grande porque no creo en eso. No me interesa. No le encuentro demasiado sentido, más allá de que cada uno siente a su manera. Y sobre mostrar las cosas, una vez le escuché a Homero Alsina Thevenet, no me acuerdo específicamente hablando de qué, decir que todos los días hay alguien que cumple 15 años. Lo cual es cierto, porque sino no se tocaría más Let It Be, nadie escucharía La Cumparsita, nadie escucharía Cuando los santos vienen marchando. Las obras deben de circular, deben de ser, por sobre todo, expuestas. Por eso me sedujo esta propuesta.
Y estos días previos a la apertura, a la inauguración, ¿generan cierta expectativa, algo más vinculado a los nervios, o eso se pulió con la experiencia?
Bueno, yo ya estoy un poco de vuelta. La situación tiene naturalmente una cuota de responsabilidad de que me estoy mostrando, pero lo que pasa es que me tocó un equipo que se transformó en un factor de contención. Y por el que estoy agradecido.
¿Cuáles son las diferencias entre el Arotxa caricaturista y el Arotxa pintor?
Son dos disciplinas absolutamente diferentes, pero que tienen puntos de encuentro, puntos que se cruzan en algún lugar. Yo ejercí el periodismo gráfico como dibujante de prensa durante décadas y no solo me fue muy bien, sino que que además era una pasión periodística el estar imbuido en eso y transitar y moverme toda la vida dentro de una redacción. Eso fue cambiando. Con el tiempo se modernizó todo. Ya no se fumaba dentro de la redacción, no se tomaba tanto café, se dejó de lado el ruido de las máquinas de escribir, una cantidad de cosas que generaban ese clima que había, esa liturgia periodística. Y así pasé a una etapa en la que empecé a trabajar a distancia, y fui un poco pionero en eso, en los años 90. En el 96, por ahí.
El teletrabajo primigenio.
Claro. En esa época el otro que trabajaba a distancia era Carlitos Maggi. Él tenía una página y yo se la ilustraba. Ahora, si bien la caricatura fue con lo que me gané la vida, y con lo que pude desarrollar otras actividades y sobre todo mantener una familia, no me dejaba mucho espacio para la pintura. Pintaba cada muerte de un obispo y no tenía tampoco demasiado claro... Y un día empecé a pintar cuando podía, y seguía pintando y pintando, y no sé cuánto pinté pero fue un disparate. Y después decidí quemar todo. A veces en la estufa, a veces iba a la chacra de mi cuñado. Llevaba una cantidad de cuadros y los prendía fuego.
Arotxa
Caudillo (VIII)
¿Y qué le pasaba cuando veía las obras quemándose?
Nada. Un placer. También quemé muchos dibujos. Lo que le he dado de comer a Vulcano no está escrito. En fin, quizás sea un tema filosófico mío, un encare, pero ¿por qué quería destruir todo eso? Porque sentía que había hecho cosas que eran de laboratorio, experimentales, pero que no me terminaban de convencer. Y eso fue así hasta que sucedió algo con mi madre. Ella era de Cerro Largo, una mujer fantástica, muy cariñosa, un ser humano excepcional, nos adorábamos. Y tenía, si se quiere, una sabiduría analfabeta. Y lo que pasó fue que cuando vio mi primer cuadro de la serie que después titulé Caudillos, percibí que los ojos se le ponían brillosos. Y me dijo: "Uh, otra gente, otra época". Le salió del alma. Ella ya había visto a estos tipos de la revolución. ¿Te das cuenta? Mi madre era del año 22. Todo estaba mucho más fresco y esos personajes todavía andaban en la vuelta.
¿Eso generó un vínculo más emocional con la pintura?
Pero claro. Un día apareció uno de los Damiani en casa, miró un cuadro que había pintado y me dijo "che, pero esto no tiene nada de humor". Como si yo tuviera la obligación de hacer algo de carácter humorístico siempre. Acá no hay humor, y la pregunta es por qué debería haberlo. De todos modos, ese cuadro era un horror y por suerte tuve la lucidez de quemarlo también.
Sobre el humor: ¿alguna vez le pesó y generó ganas de enterrarlo?
No diría que me pesaba, pero sí sentía la necesidad de divorciarme ya, de cortar con una cosa que había sido formidable, pero que no me generaba demasiado interés. No me atraía, no me sentía convencido, no le veía, digamos, demasiada satisfacción personal. No me daba gozo personal, eso es.
Pero sí pagaba las cuentas.
Sí. Pero era una cosa anecdótica. "Mirá fulano, mirá mengano". Pero se me partió la cabeza con esto de pintar gente anónima que fuera producto de mi imaginación. Y eso fue lo que hice con la serie de los Caudillos. Que, de paso, me ha dado anécdotas disparatadas. En Durazno tuve algunas experiencias, algunas que fui anotando en una libretita por lo pintoresco. Por ejemplo un hombre que vino y me dijo: "disculpe, lo felicito y lo molesto: ¿no se anima a tomarme una foto con mi abuelo?". Yo le dije "por supuesto, dígale que venga", y él señalando un cuadro dice "no, me arrimo yo porque está acá". El tipo estaba convencido de que ese ser anónimo era su abuelo.
Entonces, ¿hay una libreta? ¿Con ese tipo de cosas anotadas?
Por supuesto. Mi mujer se encargó de anotar cosas infernales.
Arotxa
Cerro de Cuñapirú
¿Y se encuentra leyendo esas cosas de vez en cuando?
Y, hay veces que sí. No me acordaba de algunas cosas, y me las refrescó. Hay otra mujer que entró a la muestra de la parroquia diciendo "permiso, vengo a ver a Raúl". ¿Quién era Raúl? Nadie sabe.
Tanto en los Caudillos como en los paisajes hay una preferencia por dejar la palabra de lado. Y usted es un gran conversador, además. ¿A qué responde esa idea del silencio explícito?
Hay un magma, una cosa que se mueve en él, producto de lo despojado, de lo sintético, de la soledad, de un campo. Me propuse eso: despojar lo máximo posible. En los paisajes despojé hasta un grado que no hay ni montes de eucalipto. Hubo una intención de que el silencio estuviera presentado. Y después, con los Caudillos, mi idea era primero representarlos a ellos como símbolo de nuestra propia identidad, porque están en nuestro caracú, en los tuétanos.
¿Qué lugar tiene el silencio en su vida? ¿Lo disfruta en esta época de tanto ruido?
Sí, lo disfruto. Hace como 30 años que percibo que estamos en un momento de mucha confusión, de mucha cosa superflua por encima de lo importante, mucha cosa accesoria y poca sustancia. No se permite el tiempo para analizar o ir a fondo. A mí me encanta perder el tiempo, me enloquece perderlo, y vaya si lo habré perdido, y hoy parecería que no se puede. Hace muchos años lo que hice fue encerrarme. Salgo, estoy con mis amigos, hago todas las cosas que tengo que hacer, las medianamente normales...
Pero siempre hay una dimensión de la soledad que busca.
Sí. La transité a la soledad, la transité mucho. Me interesa, tal vez por eso me interesaron siempre los cementerios, por eso hay algunos panteones, algún camposanto en los paisajes. Es decir: es muy atractivo transitar la milonga del solitario. Me siento muy consustanciado con cosas muy nuestras que de alguna manera no las han podido borrar. Pero sí hay un manto de gran frivolidad que intenta obviar todo eso, a esa gente, y a mí me interesa mucho rescatarlo. Y no como anécdota, porque yo no pinto situaciones, no pretendo que sea pintura documentalista ni historicista, o que sea costumbrista. No. Lo mío va por otro carril.
¿Y le preocupa un poco esa frivolidad de la que habla?
Es inaguantable. Pero yo vengo de otra generación. Estoy a favor de todo lo que implique avances tecnológicos o de la ciencia, pero todo tiene un reverso de exitismo, del éxito de las muchedumbres, de los encolumnamientos, de esos movimientos autoritarios por decreto que te dicen que hay que hacer tal cosa, ver tal cosa. Me parece que va contra algo fundamental que es la libertad del hombre. La libertad en todo sentido, de decir lo que se piensa y de ser uno en lo que piensa, y no un grupo.
Arotxa
La patria o la tumba
En una nota sobre la caricatura política con El Observador hace algún tiempo decía: “La técnica siempre se puede aprender, lo que no se puede aprender es la sensibilidad, la emoción que tiene cada persona y la emotividad que genera.” ¿Dónde rastrea su sensibilidad?
Navego adentro mío y descubro cosas. Hace poco vi una película, que me pareció formidable, que se llama Bosco. Me pareció una delicia. Más sentimiento que eso y lo que transmite... Lo que pasa es que meterse adentro y encontrarse está bravo. Y no es fácil encontrarse, sentir determinado tipo de cosas, a las emociones no podés generarlas por decreto. Es decir, ¿se siente o no se siente? Hay gente que se emociona, no sé, con una cerveza o mirando determinada obra que forma parte de otro lenguaje, de los tantos que hay. Yo me emociono con otras cosas, con un plato de comida bien hecho, con un grupo de amigos que están alrededor de una mesa charlando y planificando un asado. Me emociona la naturaleza. Yo creo en la naturaleza. Estoy entregado a ella.
Después de tantos años en la caricatura, ¿hay alguna práctica o característica de la que no pueda desprenderse?
Y bueno, soy un observador empedernido. Y sigo siendo el mismo que cuando tenía dos años: un molestador, un tipo muy curioso.
¿Ese molestador se puede ver en esta faceta como pintor?
Creo que no. Esto es otra cosa. Acá lo que hay es una manera de ver muy íntima y muy esencial para mí. Creo que esta muestra puede generar otro tipo de cosas que desconozco, pero no molestar.