La isoca es un gusano asqueroso. Es blanca, peluda, anillada, tiene una cabeza roja repulsiva y si la llegás a pisar, revienta y desparrama chinchulines pálidos para todos lados. Encima, es una plaga y se come las plantas. Y muerde. Hay un momento, sin embargo, en que la isoca deja atrás su etapa más abyecta y florece. De larva pasa a cascarudo. La piel se le oscurece, se robustece, le crece un enorme cuerno en la frente y se transforma en un bicho precioso. Imponente. Imperial. El torito. El rey de los escarabajos del patio.
Mi casa estaba infestada de isocas que después eran toritos. Y fueron un montón los veranos en los que el latón de lavar la ropa se llenó de estos cascarudos. Con mi hermano los juntábamos, los hacíamos pelear en rings improvisados –por supuesto, no peleaban– los movíamos, les dábamos de comer y los enterrábamos cuando se morían. Se trepaban en nuestros dedos, se colaban en la casa, se comían las plantas, estaban por todos lados. Los toritos eran majestuosos y queridos. Guardan buena parte de mi infancia entre sus pinzas.
Probablemente, ahí esté la razón por la que Buscabichos, de Julio C. da Rosa, me caló hondo. Cuando llegué a la historia de ese niño de seis años encontré que él también jugaba con toritos. Que tenía problemas con los ratones. Que escuchaba chiflar a los benteveos y se escapaba de la siesta. Y que se había armado un universo propio poblado por sus criaturas. Mis criaturas.
No creo ser el único. No por nada Buscabichos se metió, entre otras cosas, en el entramado escolar y se convirtió en una obra de referencia para la literatura nacional. Cualquiera que haya experimentado la infancia al aire libre –y ni siquiera la rural; simplemente, las tardes muertas tirados en el pasto, pensando qué hacer y cómo pasar el tiempo– puede entender la pasión de ese personaje porque también la sintió. En ese niño, en su manera paternalista y solitaria de ver el entorno en el que crece, hay una inocencia que todos podemos llegar a medir, a la luz de la nostalgia, como propia. Es un flechazo que nos muestra que la mayoría, en algún momento, también fuimos eso: buscabichos. Incluso para quienes crecieron lejos del campo. Incluso si los bichos no eran lo nuestro.
Autoproclamado “la oveja negra de la Generación del 45”, Da Rosa publicó el libro en 1970, pero no fue el primero; ya había comenzado su camino en 1952 con Cuesta arriba. Luego llegaron otros cuentos y relatos que antecedieron a esa muestra zoológica de la infancia y que cimentaron al criollismo en el que este autor que en febrero cumplió cien años suele inscribirse. Desde Treinta y Tres, y tras los pasos de Juan José Morosoli –la lectura de Los albañiles de los tapes fue un antes y un después para su escritura y así se lo comentó a su autor por carta– y Serafín J. García, Da Rosa cultivó una manera de ver la literatura que estuvo profundamente vinculada al campo, sus habitantes, sus paisajes y sus costumbres y tradiciones.
“Su literatura vuelve una y otra vez a ese origen, a la naturaleza de los trabajos y de los días”, explica Carina Blixen, investigadora de la Biblioteca Nacional, en un video publicado por la institución a raíz de los festejos del centenario del autor. “Los personajes de Da Rosa son vitales, son capaces de desear y de hacer y de transformarse. No hay cuentos de hadas, la realidad que viven es durísima y tienen vidas miserables, pero tienen vínculos, esos vínculos son importantes y en ese sentido la dimensión de lo humano es distinta que la de Morosoli”, dice.
En Buscabichos esa vida maltrecha está. La vida hecha de retazos sueltos que se liman y unen con el tiempo. El narrador, el niño, Da Rosa, tapa sus carencias y pesares con historias de los bichos que lo rodean. Su soledad, salpicada por adultos que entran y salen de su vida y que en general dejan le dejan huellas y lecciones –ahí están los vínculos que menciona Blixen–, se palpa y es notoria. Son historias, entonces, abrigadas con una frazada gruesa de melancolía. Pero también son historias bellas, hermosas, un puñado de cuentos sencillos –no simples– y entrañables que Da Rosa logra con una escritura desprovista de florituras y presunciones. Frases para recordar tiene por decenas. Estas son algunas:
“Mi mayor anhelo consistía en ser dueño de algo vivo. De un ser al que pudiera ayudar a ser. Un ser al que me estuviera permitido alimentar, abrigar, cuidar y proteger. Un bichito cualquiera con el que me fuera posible conversar por las noches para ahuyentarle el miedo; aconsejarlo para que se portara como un hombre. Tenerlo siempre cerca, para compartir con él las alegrías de las mañanas soleadas y las tristezas de los sombríos ventosos o de los largos temporales. Un hijo, quería yo, a los seis años. Una piel tibia, un rostro suave, unos ojos chiquitos, una respiración de criatura junto a mí”.
“Pocas cosas me dolían tanto, de niño, como cambiar de pago. Naturalmente, lo que me dolía era desprenderme de lo que dejaba. Era como sacarme pedazos de mí mismo. Cuanto más distintos eran los paisajes que intercambiaba, más sufría yo”.
“Más que su plumaje y su tamaño, las recuerdo por su canto. Canto o lamento. ¡Tan triste era! Más triste ahora, ya hecho recuerdo lejano. Recuerdo con fondo de amaneceres, enmarcados entre cerros y árboles. Por entre estos cerros y árboles y aquellos silbidos de las viuditas, se consumieron las horas más dulces de mi vida”.
Desarraigo, partida, soledad, añoranza. Buscabichos encadena, historia tras historias, los tópicos más punzantes de Da Rosa en una antología que parece infantil pero es muy adulta, y que además tiene una veta profunda de autobiografía.
Así lo cuenta, por ejemplo, el escritor y periodista Luis Marcelo Pérez en Ese lejos tan cerca, biografía del escritor publicada recientemente: “Su mundo le serviría de inspiración. La dimensión autobiográfica de sus cuentos fueron en su mayoría las referencias al mundo de su infancia y adolescencia. Varios tratarán de la situación del hombre de campaña –el desempleo, la miseria, la ignorancia; posteriormente, ya de adulto, cuando escribiera, siempre, de algún modo, pretendería comunicar el amor que sentía por su tierra”.
El octubre que ya está pasando fue, en este 2020 de centenarios, el mes que le tocó a Da Rosa –agosto fue de Idea Vilariño, setiembre de Mario Benedetti–. A lo largo de estos días se dieron charlas, conversatorios, se habló de su vida y obra y hubo bastantes actividades que buscaron rescatar la lectura del que probablemente sea el menos marketinero de los tres centenarios literarios del año. Es probable que la resonancia por eso mismo haya sido menor en su caso, y que los otros dos titanes hayan acaparado los titulares y la atención, pero si al menos a un puñado de lectores se le despertó la curiosidad suficiente como para ir a buscar sus historias a la estantería, la estrategia funcionó. Esos nuevos aterrizajes y relecturas son y serán la prueba de que sigue vigente, de que su obra sigue viva. Despierta. De que los buscabichos siguen ahí y que los toritos todavía se revuelven en las páginas y en el patio de atrás.
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