Opinión > Hecho de la semana / Miguel Arregui

Debería haber un cielo: inmigrantes caribeños

Los inmigrantes caribeños en Uruguay son pocos todavía, pero ya provocan xenofobia y miedo
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05 de mayo de 2018 a las 05:00
Primero, tímidamente, hace unos 20 años, comenzaron a llegar las empleadas domésticas peruanas. Luego, una oscura corriente de trata colocó mujeres dominicanas en muchos prostíbulos del interior del país o de la periferia de Montevideo. Son las mismas tremendas mujeres que describe en los márgenes de Nueva York el escritor dominicano-estadounidense Junot Díaz. Detrás de ellas vinieron sus hijos, sus parejas, sus padres. "Debería haber un cielo para amores como el nuestro", dice Díaz.
Los primeros exploradores venezolanos arribaron hace más de una década, y se volvieron legión en estos últimos años, cuando el chavismo colapsó. Se los ve, dolientes, en Bogotá, Miami o Manaos, cumpliendo cualquier trabajo, y se los ve cada vez más aquí en el sur, entre la bruma, donde un caribeño podría morir de tristeza. Y tan perdidos como ellos aparecieron los cubanos, porque ya son demasiados en Estados Unidos, España o América Central.

Los modos y el color de la piel comenzaron a cambiar en ciertas calles de Montevideo, así como la música y el vestir. Moran en viviendas colectivas, pensiones y conventillos del Centro y Ciudad Vieja, como hicieron nuestros ancestros y, como ellos, ocupan los puestos más bajos de la escala: mucamas, guardias de seguridad, limpiadores, conductores de taxis. Lo hacen mejor que los criollos, porque tienen más hambre y son más amables. Algunos venezolanos o cubanos, con mayor preparación, ya ocupan puestos profesionales en empresas.

Decenas de miles de caribeños, corridos por la pobreza, la falta de oportunidades y la tiranía, están renovando el semblante y el mapa demográfico uruguayo. No está claro cuántos son, porque una buena parte ingresa de manera irregular, y muchas veces solo como escala antes de dirigirse a América del Norte o Europa.

Parecen muchos; los uruguayos aún los miran con extrañeza. Y sin embargo son muy pocos. Uruguay todavía está al margen de las grandes corrientes de inmigración, esa mezcolanza indescriptible que se percibe en cualquier ciudad de Europa o América, y desde Australia al golfo pérsico. El censo de 2011 mostró que apenas el 2,34% de los habitantes de Uruguay, unas 77 mil personas, habían nacido en el extranjero y casi todos ellos provenían de Argentina, Brasil, España o Italia.

No quedan casi rastros de aquella ciudad-Estado que a mediados del siglo XIX el artista inglés Robert Elwes comparó con "una especie de refugio para todos los vagabundos descontentos de todos los países de Europa". El argentino Domingo Faustino Sarmiento describió a Montevideo en 1843 como una torre de Babel: "Hay pocos lugares en el mundo, diría ninguno de su tamaño, donde la comunidad se forme de tan diferentes naciones". En 1879 la Oficina de Estadísticas calculó que el 32% de la población de Uruguay era extranjera. Y el censo departamental realizado en Montevideo en 1884 mostró que el 44% de sus habitantes había nacido fuera de fronteras.

Y sin embargo esta nueva, pequeñísima y heroica vanguardia de inmigrantes, una minoría en los pliegues de la sociedad, ya genera reacciones adversas. Una encuesta de Equipos de hace más de un año mostró que el 45% de los uruguayos creía que la inmigración era mala para el país. Y un estudio del Mides señaló que los inmigrantes padecen discriminación laboral y social, aunque con disimulo: a la uruguaya.

Dentro de la gran cantidad de productores rurales que participan de los grupos de WhatsApp del movimiento Un Solo Uruguay, algunos temen que los nuevos inmigrantes sean una suerte de tropa de asalto revolucionaria sostenida por el Mides y otras dependencias oficiales.

Una parte de la clase media urbana se muestra sencillamente racista, en tanto los más pobres temen que los inmigrantes les roben sus trabajos. Es uno de los sentimientos más comunes y antiguos del mundo. El novelista Albert Camus, refiriéndose a la Francia de la década de 1930, escribió: "El desempleo era el mal más temido. Ello explicaba que esos obreros (...), que en la vida cotidiana eran siempre los más tolerantes de los hombres, fuesen siempre xenófobos en cuestiones de trabajo, acusando sucesivamente a los italianos, a los españoles, los judíos, los árabes y finalmente la tierra entera, de robarles su empleo –actitud sin duda desconcertante para los intelectuales que escriben sobre el proletariado, y sin embargo muy humana y muy excusable–. Lo que esos nacionalistas inesperados disputaban a las otras nacionalidades no era el dominio del mundo o los privilegios del dinero y del ocio, sino el privilegio de la servidumbre".

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