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Dioses, marihuana y metralletas: Pájaros de verano es la saga colombiana que hay que ir a ver

La película es una poderosa epopeya tribal sobre la posibilidad de que el mal y la violencia aparezcan en cualquier ecosistema
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23 de noviembre de 2019 a las 05:01

Los pájaros se meten en los sueños de Rapayet como si nada. Entran, dejan mensajes de muerte, cambian sus plumas estivales en esas salas teñidas por el polvo del desierto colombiano y se van, volando o caminando, pero se van. Son pequeños mordiscos del mundo de los dioses, un universo que acompasa la realidad a un ritmo diferente y mágico, que no deja de visitarlo a la noche de manera cíclica y que le dice que las cosas están mal y que se van a poner peor. Y cuando él despierta asustado y abre los ojos, no queda nada. Los pájaros no están. La noche de la Guajira es un silencio permanente. La familia duerme. No hay graznidos ni advertencias. No hay visitas de los antepasados. Solo queda la violencia. Eso sí que no se va. Se pega en las cosas y en la gente. Se arraiga. La sangre se lava, pero la violencia no.

La escena –que en realidad son muchas– es de Pájaros de Verano, uno de los títulos latinoamericanos que más dio que hablar en el mundo en los últimos meses y que desde hace una semana se puede ver en Cinemateca y algunas salas de Life. La película, firmada por el matrimonio de directores colombianos Ciro Guerra y Cristina Gallego –y con la producción ejecutiva del uruguayo Sandino Saravia–, recorrió decenas de festivales en Europa y América y logró meterse siempre entre las candidatas a algunos de los premios más importantes del cine latino –los Fénix o los Platino, entre otros–. De hecho, en 2019 Colombia estuvo expectante: esperaban que con ella se reeditara la nominación al Oscar para el país, algo que ya había sucedido con la anterior película en solitario de Guerra, El abrazo de la serpiente. Aunque eso finalmente no sucedió, tampoco hubo demasiado drama; Pájaros de verano es, con nominación o sin ella, una muestra de la fuerza y la calidad a la que el cine de este continente puede aspirar cuando los recursos y la creatividad se alinean y las películas se pueden hacer como se deben. 

La historia, bien colombiana, va bastante atrás en el tiempo, bastante antes de que el nombre Pablo Escobar significara algo en el lenguaje del narcoestado. En la Guajira, una región salpicada de playas de arena blanca y desiertos más áridos que 18 de julio un quince de enero, está la aldea de los Wayúu, un pueblo originario que en plena década de 1960 sigue logrando mantener su lengua, sus costumbres y sus deidades. Por allí está Zaida, la hija de la matriarca de la tribu, que es el objetivo de varios pretendientes, entre ellos el enigmático Rapayet. El hombre es un buen partido, es originario de la tribu, tiene pretensiones de avanzar en la vida y al parecer se entiende con Zaida –algo que queda pautado después de un tradicional y pintoresco baile en taparrabos–. Pero a la madre no le cierra. A la vieja sabia no le gustan sus negocios con los arijuna (los no indígenas) y el futuro le dará la razón. Le pide que, a cambio de casarse con su hija, le entregue una dote de tantas cabras, tantas vacas y tantos collares sagrados. Y Rapayet, que no tiene mucha plata pero si creatividad para los negocios, se da cuenta dónde está el diamante en bruto que le va a dar todo lo que necesita: en la incipiente y cada vez más requerida marimba. Que no es otra cosa que marihuana. 

Allí va Rapayet, entonces, a hacer pequeños negocios con los hippies yankees que, de retiro espiritual en Colombia, están como locos por un fumarse uno o dos porritos. Rapayet logra convertirse en su intermediario favorito y, de un día para el otro, su influencia crece y sus bolsillos se llenan. Su ambición y el camino que los dioses le marcaron lo harán convertirse, con el paso de los años, en el gran capo narco de esa región remota y maravillosa.

Así comienza Pájaros de verano, que se divide en cinco “cantos” y que va desde 1960 a 1980. Saltando entre décadas, Gallego y Guerra cuentan el progreso de la familia de Rapayet, la gentrificación de ese punto recóndito indígena, las disputas entre clanes que comienzan a sucederse y, claro, se enfocan esa semilla del mal que aparece de la nada y que de a poco mancha a toda la comunidad. Y ese es el gran tema de esta epopeya caribeña: que el mal puede aparecer en cualquier lado y que la globalización, capaz de enturbiar hasta el agua más cristalina y la comunidad más sana, está a la vuelta de la esquina. Es un cáncer del que no se puede escapar.

Pero justo ese tema es bastante viejo. Y se ha tocado tantas veces en el cine que quien lo esgrima puede caer en el cenagoso terreno de las comparaciones. O lisa y llanamente mandarse una película que no tenga ni pies ni cabeza. Por suerte, con Pájaros de verano pasa todo lo contrario. Y a la par de su historia bien elaborada, sus dicotomías y dualidades hacen que termine por ser una película formidable. Sus personajes son tan latinoamericanos como universales. Tiene asidero en la realidad, pero el mundo mágico de los Wayúu se entremezcla. Podría ser tomada como un wéstern caribeño –los tiros alcanzan–, pero también es una saga familiar épica donde el final se adelanta, siempre, con un dejo de tragedia. Y encima todo está orquestado por la mano de dos directores que saben cómo narrar en imágenes, cómo dejar en la retina del espectador algunos planos hermosos que bien podrían quedar en una lista destacada del cine reciente de la región. El desierto, bajo la lente de Guerra y Gallego, es enorme, está lleno de espíritus y la maldad tiene como rostro al progreso y las AK-47.

Hablando de listas, hace algunos días el sitio Remezcla publicó una lista de las mejores 25 películas latinoamericanas de la década. En la selección –que puso a la uruguaya La vida útil en el puesto 10– Pájaros de verano se metió en el lugar 14. El abrazo de la serpiente, también de Guerra, está en el puesto 3. Los rankings son siempre arbitrarios y pocas veces dicen algo útil, al menos en el cine. Sin embargo, de acá se puede sacar algo en limpio: que Ciro Guerra es uno de los directores más interesantes del momento en un continente que ha visto despegar a su cine. Y si en cartel está, quién sabe hasta cuándo, su más reciente obra, no deberían quedar demasiadas dudas sobre si ir a ver Pájaros de verano o no.

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