La mujer escucha las palmas de un desconocido, que llama a la puerta de su vecina de en frente. Mira una, dos y tres veces por la ventana, ante el sonido que se repite sin respuesta. Ve que no sale nadie, y ella se limita a correr una y otra vez un tramo de cortina que solo permite ver su cara, para observar hacia afuera. Es martes 20 sobre la hora 18:00 y se cumple una semana exacta desde que cinco hombres entraron a su casa en el barrio Las Delicias de Maldonado.
La mujer que se esconde tras la cortina es Rosa Nicolás de 62 años, y el martes 13 vivió un copamiento en el que –según cuenta– termina “casi muerta”. La golpearon, maniataron, amenazaron de muerte, y le llevaron US$ 4.200 y joyas. Estaba con su marido Marco, “el príncipe internacional de los gitanos” y padre de Lulukhy Moraes, la propietaria de “La mansión del sexo” de Beverly Hills, escenario de fiestas swinger en Punta del Este.
Una diabetes aguda llevó a que el hombre de 72 años quede inmóvil. Y ese fue el motivo para que la mujer llamase el 8 de setiembre al médico cirujano, para que vea a su marido. En primer lugar, el profesional le insistió para que vaya al sanatorio con el hombre. La mujer le dijo que no lo podía mover.
“Traémelo, yo no puedo ir”, le respondió el cirujano. El matrimonio, según dijo Nicolás, no paga un servicio que incluya ambulancia. Luego un taxista le dijo a la mujer que no podía cargar con el hombre.
Tras insistencias, el médico le confirmó a Nicolás que iría a su casa (de nombre Zíngara), sin detallar cuándo.
El martes 13 –cinco días después de esa llamada– la mujer escuchó que una camioneta similar a una ambulancia había llegado a su puerta, y un hombre bajó con tono amable.
Con la puerta cerrada, Nicolás le preguntó: “¿Están viniendo de parte del cirujano?”. La respuesta fue positiva, y allí comenzaron los violentos 45 minutos.
Con amabilidad, el hombre pasó hasta donde Moraes estaba acostado, tapado con una frazada. “¿Te duele acá, te duele acá?”, le preguntaba uno de los dos que habían ingresado a la vivienda sobre la calle Venezuela. Para entonces, y mientras uno de ellos retiraba algunas gasas de la herida, la mujer presumió algo raro: el segundo “médico” no estaba junto al otro, sino que se había parado detrás de ella. Al darse vuelta, le taparon la boca, la tiraron sobre la cama y la maniataron.
Otros tres ya entraban a la vivienda, según relató. “¿Para qué tantos?” les preguntaba la mujer. La camioneta blanca, que simuló una ambulancia, quedó estacionada a unos dos metros de la puerta de entrada. Una vecina vio ese vehículo sobre la hora 18:35, pero creyó que podría ser algún cliente, conocido, o alguien que iba a pagar por algún negocio.
Moraes –padre de Lulukhy, hoy condenada por el homicidio del profesor de inglés Edward Vaz, del 9 de julio de 2018– vendía vehículos de alta gama. Algunos de sus conocidos opinaban que el hombre “se regalaba” teniendo dinero en su casa, porque lo recibía allí mismo.
La vecindad sabía que muchos de los clientes le pagaban allí mismo, y él tenía la plata ahí. Fuentes de la policía dijeron a El Observador que la banda –la misma que copó una propiedad en la ruta 12 cercana a Laguna del Sauce, siete días antes– utiliza mucha inteligencia.
En la casa de Nicolás y Moraes los hombres pedían con violencia que la mujer les dé las llaves del vehículo del hombre. La mujer confirmaría luego que es en ese vehículo donde “El Príncipe” guardaba sus ahorros, aunque dice desconocer cuánto dinero había allí. No les dio las llaves porque no sabía dónde estaban –dijo–. Un fierro les bastó a los delincuentes para romper el vidrio y hacerse del dinero.
“Estoy segura de que fue mandado, cómo van a saber todo”, afirmó Nicolás a El Observador.
“Queremos plata, plata, plata”, le pedían a Nicolás. Ella les respondía: “No nos lastime, les doy todo pero déjenos tranquilos”.
A la mujer le encintaron los puños de las manos y la boca. Con un mantel le ataron los pies, y la dejaron junto a su marido en la cama. “Me golpeaban, me levantaban y me volvían a tirar al suelo, me ponían boca abajo”. Los hombres querían atarla en el fondo, y siete días después agradece que no haya sido así, porque no hubiera podido salir.
La mujer logró desatarse, y encintada hizo pequeños saltos como pudo hacia la puerta principal, donde tiene el teclado de la alarma. Allí notificó a la empresa de seguridad, pero ante la desesperación del momento salió ni bien pudo hacia la calle, en shock. Llamó a la vecina de enfrente que esa vez sí salió a la calle. La auxilió y llamó a la policía.
“(La vecina) no podía creer, casi le da algo, yo estaba toda encintada”, contó Nicolás. Eran las 19:00 horas.
De los cinco ladrones que estuvieron en su casa, solo le hablaron dos; y hablaban “bien en español”, sin acento extranjero, explica. Sin embargo, desde la policía dicen desconocer el origen de la banda.
A siete días del copamiento, al matrimonio lo acompaña “una muchacha toda la noche” y Nicolás dice que, si bien están “tranquilos” pasan “vigilando y mirando” lo que pasa afuera. Piensan aumentar las medidas de seguridad. Luego del hecho le pidió al jefe de Policía, Julio Pioli, que le deje una patrulla en la puerta de la casa. “No puede porque hay otras cosas peores”, cuenta la mujer tras hablar con el jerarca. Pero sí Pioli le aseguró que habría más patrullaje en la zona.
“Me vieron que estaba casi muerta”, recuerda Nicolás, sobre la noche del 13 de setiembre cuando los médicos la atendieron. Dos ambulancias llegaron ese día a la Zíngara, donde vive desde hace 40 años. Habla sobre las “cuatro o cinco hojas” de anotaciones que los efectivos policiales se llevaron de aquella casa, que no tiene rejas ni cuenta con otra medida de seguridad que la alarma.
—¡Todo por tu culpa!— le diría la mujer luego al médico cirujano, medio en broma y medio en serio. Ya enterado de los hechos, él le explicaría que si iba a su casa, llegaría de particular y no en una ambulancia.
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