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La última generación que conoció el mundo sin internet

Relato de una millennial sobre cómo fue el día en que conoció la red de las redes a través de dos compañeros de liceo y de cómo ha cambiado su vida cotidiana, las relaciones interpersonales y el mundo entero desde aquel entonces
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08 de noviembre de 2014 a las 05:00




Esta es la historia de cómo viví en dos mundos. Todo empezó en un recreo del liceo. Era 1999 y yo tenía 14 años. Es decir, tenía 14 años y no conocía internet. Por eso esta también es la historia de mi primer encuentro con la web y de lo que se siente ser parte de la última generación que conoció la vida previa a la red.

El tránsito de un mundo a otro no fue repentino. No se abrió un portal de relámpagos en el que pudiera zambullirme, no me subí a ningún ascensor que me catapultara a otro mundo ni me desperté viviendo en una realidad paralela. Fue más como si el mundo tal y como lo conocía fuera deglutido por un vórtice perezoso al ritmo de la música de los primeros routers. Las pequeñas costumbres que había forjado en una década y media me abandonaron sin esfuerzo y con mi complacencia.

En aquel entonces, cuando en informática me enseñaban a crear carpetas en Windows 98, nunca hubiera anticipado que las computadoras se iban a convertir en una parte insoslayable de mi vida, en bichos de mano adheridos a mi palma, en la última cosa que miro todas las noches y la primera que ojeo cada mañana.

Para mí la PC era una herramienta para escribir textos y así evitar mi horrenda caligrafía. También era sinónimo de la Encarta, esa enciclopedia en CD que en la década de 1990 simplificó los deberes de miles de escolares y liceales. En mi caso, fue imprescindible para aprobar Biología en segundo de liceo. Pero todo eso estaba a punto de cambiar.

Tienes un email


Fue en ese recreo. En el patio, frente a mi cabeza ladeada, mis dos mejores amigos intercambiaron sus direcciones de mail. No sé si fue ese el término que usaron, tal vez fue “email” o “correo”. Tampoco recuerdo qué pregunté o dije para disimular mi ignorancia. Lo que sí recuerdo es que hablaban de algo que desconocía y yo no tenía. Y, como adolescente, eso significaba que era algo que debía tener.

Ahora tengo 29 años y un smartphone del que no me despego, especialmente si no estoy frente a la pantalla de mi laptop o de la PC de la oficina. Ni siquiera lo dejo para caminar las cinco cuadras que separan mi trabajo de mi casa, porque Spotify las camina conmigo. A su vez, aprovecho ese tiempo para responder algún mail urgente o chequear las notificaciones de Facebook.

Dicho esto, me considero casi inocente por los 2,4 millones de publicaciones que se registran cada minuto en Facebook y apenas responsable de los 4 millones de búsquedas que se hacen en Google en el mismo lapso de tiempo, según las últimas estadísticas. Sin embargo, la sola posibilidad de vivir sin internet me paraliza. Y sin embargo, aquella mañana en el liceo, yo todavía no era así.

Memoria y relaciones


Hasta entonces anotaba las palabras que no conocía en una libreta, para luego buscarlas en el diccionario Océano Uno que mi abuela me había regalado a los 9 años. Con frecuencia buscaba las calles de Montevideo que no conocía en ese mamotreto que era la Guía de calles de Montevideo. Por supuesto, me sabía todos los teléfonos de mis familiares y los de las casas de mis amigos a fuerza de memoria, de juegos asociativos y de cada tanto errar el número y llamar a uno equivocado.

Pero, por sobre todo, padecía con resignación que canal 12 discontinuara las temporadas de Los archivos X, conspirando en contra de que pudiera entender el hilo de la historia.

Por aquellos años el fanatismo por una serie estadounidense tenía un tinte sacrificado: seguirla por los canales de aire. Cuando el cable llegó a casa y conocí Fox, redescubrí los Los archivos X y pude recuperar algunos retazos de la historia. Sin embargo, con internet hubiera podido tuitearle a Chris Carter que sufrí la temporada con el agente Doggett y podría haber visto el capítulo final de la serie el día de su estreno. Y, más importante aún que todo eso: hubiera podido descargar e imprimir el mítico poster con la frase “I want to belive” (“Quiero creer”) para tenerlo en mi cuarto. Estoy convencida de que esas cosas hubieran hecho mi adolescencia un poco más feliz.

La incertidumbre antes de internet podía prolongarse decenas de minutos o incluso horas. ¿Dijimos a las 16 o a las 6? ¿Vendrá? ¿Se le habrá complicado? Capaz que perdió el ómnibus. Había un repertorio de posibilidades que ahora se desvanecen en segundos con un simple mensaje de Whatsapp, uno de esos 13.888 millones que se envían por minuto.

Junto con la incertidumbre, también se adaptó el manejo de la ansiedad. Antes del año 2000, para ver a Britney Spears hacer la coreografía de Oops I did it again había que poner MTV y esperar pacientemente que pasaran su videoclip, aunque eso implicara tener que escuchar Rollin’ de Limp Bizkit y Arrasando de Thalía. Por eso las horas de El top 20 y Los 10+ pedidos de MTV eran rituales de la tarde, un expreso obligado por los videos musicales del momento.

Gracias a eso me consta que los 332 millones de reproducciones que tiene en Youtube el videoclip Fancy no hacen a Iggy Azalea una diva adolescente más importante que Britney. En esta plataforma, donde cada minuto se suben 72 horas de filmaciones y se miran 138.889 videos, no sé qué tipo de estrella lograría que su público esperara media hora hasta que su videoclip favorito se cargara para verla.

De la era analógica


Ese mundo no era malo y gracias a él conservo algunos recuerdos que para un adolescente ahora serían un exotismo. Por ejemplo, tuve el privilegio de recibir una carta de amor por correo (postal). Con los años supe recibir también algunas declaraciones por mail, MSN o mensaje interno de Facebook, pero esa carta, que no tenía remitente, durante los 30 segundos que demoré en abrirla, tuvo el encanto de lo inesperado. Con internet es muy difícil tener esos 30 segundos de misterio.

Esa mañana de 1999 el misterio duró lo que me llevó llegar a casa, esperar a que mi padre volviera del trabajo y convencerlo de la necesidad de crearme una casilla de correo en Hotmail. Entonces, el servicio tenía tres años y era una de las apenas 3.177.453 sitios que existían en la World Wide Web, que aquel año cumplía su primera década. Ahora, en 2014, hay 1.098 millones, pero es probable que para cuando leas esta nota, ya sean 1.100.

Antes de que “todo” estuviera en la web, “todo” estaba en la memoria, las bibliotecas, las guías, las agendas, los apuntes e Informes 20, un servicio de información telefónica al que en la década de 1990 se llamaba cuando alguna información no estaba en la Guía de Páginas Amarillas.

Pero también cabía la posibilidad de que eso que buscábamos simplemente no estuviera al alcance. Entonces alguien podía inventar con impunidad, es decir, tirar un disparate sin que nadie lo googleara y desmintiera. O la información podía no aparecer jamás. Sí, antes de internet había números de teléfono, direcciones y servicios que uno simplemente no encontraba, o al menos no al cabo de unas horas.

Por ese motivo mi madre año a año con mucha paciencia dedicaba el mes de enero a actualizar su agenda, es decir, pasar todos los contactos y números de teléfono de la agenda del año pasado a la del vigente. Esa costumbre se fue recién con la llegada del celular, es cierto, pero esa ya es otra historia.

Los millennials


Confieso que hay algo de romanticismo en mi recuerdo de aquel mundo, en parte depurado por el paso del tiempo y la comodidad de encargar en PedidosYa sin depender de los cinco imanes apostados en la puerta de la heladera. Creo que es una sensación propia de quienes habitamos los dos mundos y miramos con discreción si, en el medio de una charla titila la pantalla del teléfono. Es como un falso reflejo de aquel mundo en el que las conversaciones mano a mano solo eran interrumpidas por otro ser humano o por el paso del tiempo.

Mi generación, a la que las categorías sociológicas llaman “del milenio” o “millennials” mira con recelo a las redes sociales, pero tiene un perfil de Facebook. Todavía guarda algún CD. Agradece que las fotos de su adolescencia estén reveladas y ahora duerman empolvadas en algún cajón a salvo de etiquetas virtuales. Pero ese barniz de melancolía no la disuade de adoptar lo último en tecnología, porque si del Logo pasamos al iOS y de Atari a PlayStation, los millenials sabemos que el vórtice todavía está en movimiento y que este mundo no será el último que visitemos.

Sin embargo, yo esa tarde no sabía que era una millennial. Como buena adolescente filofeminista quise que mi primera casilla tuviera los apellidos de mis dos padres. El resultado, después de algún intento fallido, fue [email protected]. Cuando a la mañana siguiente pude ostentar mi flamante correo, uno de mis amigos dijo: “¡Ah, Xime alzada!”. Eso bastó para que nunca más la usara. Por eso esta, además de ser la historia de mi primera experiencia en le web, es también la historia de cómo mi primera casilla de correo duró solo 24 horas.




Cómo recuperar habilidades perdidas por culpa de la tecnología




Usar mapas

Si se murió la batería de tu dispositivo de navegación y te desesperaste porque no sabías cómo ubicarte, necesitás aprender a hacer las cosas a la antigua. Antes de salir, no perdés nada con agarrar un mapa o googlear la dirección para preparar el camino. La clave está en dejar de hacer rutas a ciegas. Por el contrario, tomar un mapa físico y empezar a recorrer y marcar puntos importantes en el camino es una buena forma de guiarse que nunca falla ni se queda sin batería.

Memorizar números de teléfono

Desde que el celular guarda los números por nosotros, no hay por qué recurrir a la memoria. Pero la comodidad de la agenda sufre la misma desventaja que el GPS: quedarse sin batería en un lugar desconocido sin saber a quién llamar es un peligro. Una forma de ejercitar la memoria puede ser la mnemotecnia, asignarle una letra a cada número y luego transformar esas letras en una frase memorable. Otra puede ser eliminar uno o dos números de la agenda para tener que discarlos y así aprenderlos.

Hacer cuentas

La calculadora del celular nos ha vuelto más perezosos para la matemática. Cada vez más, la usamos para hacer cálculos que podríamos realizar de forma rápida con solo un poco de esfuerzo mental. Para eso, ejercitar cuentas simples puede ayudar a mantener la mente activa, saber de qué se esta hablando y cometer menos errores por culpa del automatismo. Puede servir proponerse dejar la calculadora de lado por un tiempo y hacer las operaciones básicas con la mente.

Comunicarse con extraños

Estamos perdiendo la capacidad de interactuar entre nosotros por culpa de los smartphones. Ahora, no hay necesidad de mirar alrededor en un ómnibus o incluso en el supermercado y se ha perdido el arte de conversar con desconocidos. El tema es que la interacción con otros permite conocernos más a nosotros mismos y a los demás. Para recuperar esta habilidad basta con mirar más hacia arriba y no usar el celular en cada oportunidad que se tenga.





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