Hacia fines de 2022, se calculó que había cinco millones de armas en manos de los 48 millones de habitantes de Sudán

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Los traficantes de armas compiten para cubrir una demanda que no para de crecer en Sudán

Desde fusiles de asalto rusos, estadounidense e israelíes, hasta ametralladoras francesas y turcas, abarrotan los mercados ilegales del este sudanés, en las costas del mar Rojo
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01 de septiembre de 2023 a las 05:03

El tráfico de armas prospera en el este de Sudán a la sombra de la guerra civil que se desató en el país del Sahel tras el derrocamiento del presidente constitucional Mohamed Bazoum y que enfrenta al ejército regular del general Abdel Fatah al-Burhan con el grupo paramilitar Fuerzas de Apoyo Rápido (FAR), del general Mohamed Hamdan Daglo.

Cuatro meses después del inicio del enfrentamiento, que dejó ya un saldo de miles de muertos y más de cuatro millones de desplazados y exiliados, los traficantes de armas se afanan en una competencia feroz por cubrir una demanda de armas y pertrechos bélicos que no para de crecer.

“¿Una Kalashnikov, un rifle, una pistola?”, pregunta entre risas un traficante de 63 años conocido como Wad al-Daou. “La demanda es tan grande que ya no logramos cubrir todos los pedidos”, comenta en un mercado cerca de la frontera de Sudán con Etiopía y Eritrea, dos países que, en conjunto con Chad, Níger, Nigeria, Burkina Faso, Senegal, Mali y Mauritania se extienden en Sahel.

La guerra no sólo dejó miles de muertos. Desplazó a millones de sudaneses y prácticamente paralizó la agricultura local poniendo al país al borde la hambruna. También inundó los arsenales de un país ya cargado de armas, y cuyo principal proveedor oficial fue Francia hasta el estallido del conflicto con el objetivo de apoyar a las fuerzas locales a detener el avance de los grupos armados islámicos.

Los comerciantes de armas dicen que los precios se dispararon, mientras las autoridades leales al ejército reportaron repetidas incautaciones de armas. La prensa estatal informó de un tiroteo el 10 de agosto pasado en la ciudad oriental de Kassala entre soldados y traficantes por una camioneta cargada de armas para las FAR.

Según una autoridad de seguridad que pidió no ser identificada, se trató de una de las “tres mayores incautaciones” en Kassala, cerca del puerto de Suakin, en el mar Rojo, pero no la única. “Hubo otras operaciones más pequeñas”, dijo el funcionario, que admitió que la situación “se volvió casi incontrolable en el este del país”.

Los traficantes dicen que las autoridades no pudieron contener el flujo. “Antes recibíamos un cargamento cada tres meses, pero ahora llega uno cada dos semanas”, asegura Daou. Incluso antes de la guerra, con la ayuda de las tropas francesas estacionadas en el país, las autoridades intentaron frenar el flujo masivo, pero no lo consiguieron. Ahora, la situación se agravó.

Ya hacia fines de 2022, una comisión gubernamental encargada de decomisar armas ilegales calculó que había cinco millones de armas en manos de los 48 millones de habitantes de Sudán. La cifra estimada excluía aquellas en manos de grupos rebeldes en los estados occidentales y sureños de Darfur, Kordofan del Sur y Nilo Azul, que tienen antiguas rutas de contrabando que se ramifican principalmente en el Sahel, pero que también se orientan a abastecer la demanda de los llamados “señores de la guerra” que dominan territorios subnacionales concretos en el centro del continente.

No es extraño. A los históricos conflictos interétnicos, las guerras civiles y las luchas entre facciones por el control de las actividades criminales, como el tráfico fusiles y medicamentos, el Estados Islámico (EI), aunque derrotado militarmente en Irak y en Siria en 2019, extendió su presencia en el Sahel desde 2014. Lejos de ser un terreno secundario, la región se constituyó en epicentro de la actividad yihadista.

Además, los recientes golpes de estado en Guinea, Burkina Faso y Malí, sumados a la situación en Sudán, agravaron la crisis de seguridad y atrajeron a nuevos proveedores.

“Desde el inicio de la guerra, hubo varios que intentaron ganar dinero fácil, asegura Saleh, otro traficante que se negó a revelar su nombre real. “Es un mercado en auge”, afirma el hombre de 35 años, tras bajarse de su nuevo todoterreno con dos teléfonos en la mano en un suburbio de Jartum, la capital sudanesa.

En un video reciente, una tribu oriental de Sudán mostró a cientos de sus miembros con armas expresando su apoyo al ejército. Una exhibición de fuerza muy costosa. “La guerra elevó los precios. Un fusil de asalto ruso Kalashnikov usado cuesta ahora US$ 1.500, cuando antes de la guerra se podría comprar por unos US$ 850”, dice Saleh.

Obviamente, el precio es directamente proporcional a la letalidad del producto. Las armas más avanzadas son todavía más caras. Un M16 estadounidense cuesta unos US$ 8.500 y un apetecido fusil de asalto israelí TAR-21, o simplemente Tavor, como se lo conoce, cotiza a US$ 10.000. Tiene su lógica. Es considerada unas de las mejores armas de su categoría por su fiabilidad en condiciones adversas.

Saleh, va de suyo, es cauteloso. Consultado de dónde provienen las armas que ofrece, prefiere cortar la conversación. Apenas dice lacónico y sin más precisiones que “las ametralladoras y los fusiles de asalto vienen del mar Rojo”. Una afirmación que coincide con las que esgrimen las autoridades del gobierno de facto.

Según los mandos del ejército que lidera Al-Burhan, los traficantes se aprovechan para hacer negocios por el sur del mar Rojo de la guerra en Yemen y de la situación en Somalia, donde las fuerzas regulares luchan para detener el avance del grupo yihadista Al-Shabaab. “Son grupos que están conectados con las redes internacionales de comercio de armas”, explica un oficial, que también pidió no ser identificado.

A lo largo de la costa sur de Tokar, en el noreste de Sudán y cerca de la frontera con Eritrea, los traficantes aprovechan una “débil presencia de seguridad”, utilizando “puertos aislados y el terreno irregular” que otros no pueden navegar. “La zona fronteriza siempre fue una encrucijada para el comercio de armas gracias a los grupos armados etíopes y eritreos en guerra con sus gobiernos”, añade el oficial.

Naciones Unidas (ONU), a través de sus diferentes agencias, denunció en infinidad de ocasiones que los grupos no estatales que luchan entre sí por la supremacía empujaron a los Estados al margen. Mientras tanto, la porosidad de las fronteras y la intrincada red de conexiones entre los diversos grupos armados locales y los proveedores internacionales continúan facilitando el tráfico.

“Los compradores de las regiones malienses de Gao, Tombuctú y Ménaka pueden hacerse con fusiles por US$ 750 y cartuchos por 70 centavos cada uno. Desde pistolas artesanales locales hasta ametralladoras francesas y turcas de contrabando, una vertiginosa variedad de armamento abarrota los puestos de los mercados de toda la región, un cinturón de 6.000 kilómetros de ancho que cruza el centro de África”, denunció en junio pasado la ONU.

Las armas convergen en la región poco poblada de Al-Batana, entre el río Atbara y el estado de Nilo Azul. A finales de agosto, la Policía allanó la zona e hirió a civiles en el proceso, según denunciaron activistas locales. Es allí donde Daou vende sus cargamentos a clientes que describe como “agricultores y pastores que quieren armas para protegerse”.

Las autoridades insisten en que las armas encontradas en el este del país estaban destinadas a las FAR, que niegan categóricamente cualquier comercio ilícito. “Somos una fuerza regular”, dice una fuente de las FAR en referencia a la antigua condición del grupo paramilitar como una rama auxiliar del ejército. “Nuestras fuentes de armas son conocidas y no tratamos con traficantes. Los capturamos”, afirmó uno de sus mandos, también bajo condición de anonimato.

Para los 300 millones de habitantes del Sahel, la cuestión es irrelevante. La insurgencia y el bandidaje asolan la región arraigados en las tensiones intercomunales endémicas, enfrentamientos entre agricultores y pastores, la propagación del extremismo religioso violento y la competencia por recursos tan escasos como el agua y las tierras cultivables en medio de perturbaciones climáticas extremas.

“Vendemos armas. No preguntamos lo que harán después con ellas”, dice despreocupado Daou, apenas un pequeño engranaje en el multimillonario e ignominioso negocio de la guerra.

(Con información de AFP)

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