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1 de octubre 2018 - 22:45hs

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College

Estimado Leslie:
De niña, frente al mar

Muchas gracias por su carta. Me alegra saber que mi artículo sobre la parresía y el valor de la verdad ha sido leído y disfrutado allí donde vivieron y pensaron mentes brillantes como las de Russell, Wittgenstein y Lord Byron.

Su conocimiento del idioma castellano es muy bueno y su relato trajo a mi memoria aquellos primeros años en la Facultad de Humanidades cuando un gran profesor nos enseñó que para comprender a Platón había que leerlo y leerlo y leerlo… Mediante un ejercicio perseverante, nos decía, la música de sus diálogos va armonizando lentamente hasta decantar en la sinfonía que facilita la comprensión de su filosofía.

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Así, estoy segura de que hoy usted podría dialogar fluidamente con Obdulio, de la misma manera que yo puedo hacerlo con Platón.

El trino de los pájaros puede ser muy bello o, al menos, un recurso útil para llamar la atención. Pienso que como buen cínico, Diógenes se valió de su silbido para atraer al auditorio, pero no con el fin de entretenerles, sino para revelarles su lastimosa condición. El silbido –como la retórica de los políticos– es un arma de doble filo: el medio es siempre la sugestión, pero el objetivo puede variar. Mientras Diógenes seducía a su público para enseñarle la verdad, en nuestras plazas la autoridad emana de auditorios ávidos de entretenimiento, y se afianza en discursos falaces que ceban la pereza intelectual. Pero no debería sorprendernos que el alimento primordial en una cultura que fomenta el valor de la inmediatez sea el pan y circo… En esto pensaba Nietzsche cuando afirmó que la humanidad antes que escuchar razones prefiere ver gestos.

Coincido con usted en que la filosofía es, ante todo, “amor y contemplación de la verdad”. Y también con Popper en que algunos de sus discursos “serios” empañan la pasión original por la verdad. A estos, un “trino de pájaro” a modo de prefacio no les vendría nada mal. Sin embargo, gracias al consejo de mi gran profesor, sé que leyendo y leyendo la Fenomenología del espíritu de Hegel, adentrándose lentamente en esa enigmática profundidad, uno se encuentra de pronto dialogando con él a través de la dialéctica del amo y el esclavo. Y le puedo asegurar, Leslie, que después de comprender que el miedo a la muerte es lo que define las figuras de sumisión y dominio, la perspectiva ante la vida se transforma sustancialmente.

“Todos los pozos profundos viven con lentitud sus experiencias, tienen que esperar largo tiempo hasta saber qué cayó en su profundidad” F. Nietzsche

Por otra parte, quiero agradecerle muy especialmente por introducir a Buber en este fecundo intercambio. No solo porque es un filósofo a quien admiro, sino también porque su ejemplo del mar iluminó una nueva comprensión acerca de mi vocación.

Permítame contarle que a causa de un estrabismo congénito, siendo yo niña, mi madre acostumbraba sentarme frente al mar. El oculista decía que mirar la lontananza era bueno para fijar la visión, y así pasaba yo horas y horas mirando el océano. Y ahora pude unir los puntos –como aconsejó Steve Jobs– y a aquella imagen de mí misma niña frente al mar vinculé mis primeras inquisiciones filosóficas sobre el infinito, la libertad y la soledad. Claro que Hegel, Buber y Nietzsche vinieron con bastante posterioridad.

Así, después de haber rumiado las ideas de su carta, permítame decirle que la filosofía nace siempre del asombro que nos genera el encuentro con algo que no podemos explicar, como la melodía perfecta en el silbido de un ave o la inmensidad sublime del océano. El conocimiento de las leyes de la óptica y los discursos “serios” de la Filosofía vienen después. Pero es cierto, también, que pueden no devenir jamás. Y quizá esto dependa de cómo se perciban los bellos gestos del trinar de pájaros o del ancho mar. Porque siempre hay una razón detrás de todo gesto. Pero es probable que Nietzsche tuviera razón, y la mayoría estime la mera gestualidad vacía, confundiéndola con las complejas razones de la verdad.

Desde Uruguay le mando un cálido saludo, Leslie, esperando que este fructuoso intercambio pueda continuar.

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig

Estimada Magdalena:
A la niña que miraba el mar

Ahora que sé que antes de ser profesora de filosofía, fue usted alguna vez una niña que miraba el mar, me atreveré a llamarla por su nombre. Y le agradezco la inspiración y la simpatía que la llevaron a llamarme amistosamente Leslie.

Debo ser sincero con usted: algo en su carta me molestó profundamente. Activó en mí los estratos más mezquinos del rencor, de la envidia y del cansancio que un hombre de mi edad no puede experimentar sin avergonzarse. Porque queriendo ser amable dio usted por sentado, que quien le escribía pertenecía al Trinity College, en Cambridge. Más amablemente aún, mencionó a Byron, a Russell, a Wittgenstein, pensando así empatizar conmigo. ¿Cómo iba usted a suponer que su corresponsal procedía del pequeño y oscuro Trinity College, en Oxford? Porque esta casa nuestra ha sido siempre como esa bodega menor en Burdeos, en la que nadie repara, pero que está justo al lado del Château Mouton Rothschild. Todos pasan frente a ella, sin verla y, cuando en alguna rara ocasión alguien se detiene y toca el timbre, solo es para preguntar si les queda mucho camino para llegar a lo de Rothschild.

Pero ahora debo dejar de lado mis complejos de inferioridad y regresar a aquella niña, Magdalena, que miraba el mar y luego leería a Hegel y a Nietzsche. Pienso que ha descrito usted muy bien, de ese modo, las dos ruedas de la vida intelectual: la alegría que da el conocer; y el esfuerzo que conlleva. Cuando recuerda usted cómo al entender a Hegel, su perspectiva frente a la vida cambió, no solo está queriendo decir que finalmente entendió a Hegel, ¡sino también y sobre todo, que se sintió entendida por él! Se puede decir, invirtiendo aquello de The Beatles, en Abbey Road, que “al final, el amor que recibes, es igual al amor que das”.

Ahora me atrevo a pensar que pesa más en usted su encuentro con Nietzsche y con Hegel que su encuentro con el mar. Y aunque cuando yo lo escribo suena terrible, de hecho no lo es. Que la filosofía nos llegue sobre todo a través de los filósofos, es lo normal. Bien dijo Etienne Gilson que “es posible llegar a ser buen científico sin tener muchos conocimientos sobre la historia de la Ciencia; en cambio, nadie avanzará muy lejos en sus reflexiones filosóficas si antes no ha estudiado la historia de la filosofía”.

Hay algunas personas (como usted, Magdalena, y quizá también yo, en menor medida), cuyo destino es recorrer, una letra a la vez, las ideas y los argumentos que han escrito los filósofos que vivieron antes. Pero sería inhumano, sería una frustración extendida y contradictoria, que la felicidad del hombre sólo pudiera ser alcanzada después de haber leído a los filósofos –incluso solo a un puñado de grandes filósofos, como en mi caso. Me gusta mucho, por eso, el argumento que se lee muy al comienzo de un popular manual académico del siglo XIII: que Dios no fió el conocimiento de la verdad a la sola investigación de los eruditos, ya que por este camino solo pueden ir pocos, avanzando lentamente y cometiendo no pocos errores.

¡Esto no significa, en absoluto, que la sabiduría es más barata por docena! Significa, más bien, que todos los hombres están llamados a la felicidad (aunque no en sentido de grado académico). Ni siquiera los académicos estamos exentos de llegar a la felicidad-no-en-sentido-académico, aunque a veces pensemos que nos basta con citar a Wittgenstein a pie de página para ser felices, simplemente porque al hacerlo sentimos un inmediato y suave fluir de endorfinas. (Le aclaro que, cuando menciono a Wittgenstein, me apena siempre dar la falsa impresión de que lo he leído. Y no es que no haya leído nada de Wittgenstein, pero no lo he leído del modo en que un lector desprevenido puede inferir que lo he hecho, por la falsa familiaridad con que lo cito.)

Debo terminar. Quizá haya supuesto una decepción para usted saber que soy de Oxford y no de Cambridge. Piense usted para consolarse que aquí tenemos un Magdalen College, y allí no. Y que el nombre es, desde ahora, el tributo a una niña-filósofa que miraba el mar.
 

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