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9 de junio 2019 - 5:00hs

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie:

 

Oigan al payaso que canta
 

Debo confesarle que su carta me hizo de todo menos feliz. De hecho, encendió un fogonazo de irritación en mi fuero más íntimo, el mismo que, intuyo, debe de haber experimentado Juvenal allá por el año 100 cuando escribió: “…desde hace tiempo —exactamente desde que no tenemos a quien vender el voto—, este pueblo ha perdido su interés por la política, y si antes concedía mandos, haces, legiones, en fin todo, ahora deja hacer y sólo desea con avidez dos cosas: pan y juegos de circo”.

No me considero libre del deseo de ser gratamente complacida (y “el que esté libre de pecado que tire la primera piedra”), y por eso a veces acojo con gratitud algunas mentiras piadosas. Pero, aunque sonada, es sin lugar a duda falsa la promulgada disyuntiva entre felicidad y verdad.  Aún siendo dolorosa, la verdad es siempre un bien en sí y, por tanto, la felicidad no cuelga jamás del brazo de la farsa. 

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Usted refiere a un público “divinizado” a quien se busca complacer por todos los medios, sin importar si lo que se le concede es verdadero o falso. Pero no hace falta demasiado razonamiento para desenmascarar la maquiavélica artimaña de la cual se vale esta estrategia: la degradación del pueblo, a quien se le concibe incapaz de distinguir la realidad de la mera apariencia.  
Ahora pienso en “La alegoría de la caverna” de Platón, y se me ocurre que nadie en su sano juicio consentiría en permanecer voluntariamente en esa mazmorra de espejismos y sombras, condenado a una vida basada en la ignorancia y el engaño. Esto, claro está, siempre y cuando se tenga conciencia de que existe una alternativa a ese oscurantismo intelectual… Si el pueblo demanda pan y circo, es porque ignora su derecho a exigir justicia y autenticidad. No es extraño, pues, que todo afán populista procure, antes que nada, mantener al pueblo sumergido en la ignorancia para que pueda creer, por ende, que en un slogan elocuente se condensa la promesa de su futura felicidad. 

¡Es que somos tan vulnerables, Leslie! Tanto como para necesitar de fetiches, ídolos o amuletos que calmen nuestro inherente desasosiego de cara a una vida que nos fuerza a resolver problemas y lidiar con todo tipo de impedimentos. Hace poco escuché a mi cuñado recitar un jota aragonesa que dice así: “A las cuestas arriba quiero a mi burro, que las cuestas abajo yo me las subo”. 
Y, sí, todos queremos y necesitamos de un “burro” de vez en cuando: en ese sentido estamos todos aunados por el mismo destino.  Sin embargo, no todos los “burros” son iguales.

Hace ya algún tiempo, reflexionando en una clase acerca del sentido que da Nietzsche al sufrimiento, un alumno aludió a una iglesia embanderada bajo el lema “Pare de sufrir” como un claro contraejemplo de la moral profesada por el filósofo prusiano, para quien el sufrimiento representa una oportunidad para el aprendizaje de la vida y el fortalecimiento del espíritu. Hete aquí un claro ejemplo de cuán diversos pueden ser los “burros” que adoptamos para las cuestas arriba de la vida. (De paso, y a modo de anécdota, le cuento que desde ese día tengo en mi estado de whatsapp la frase que reza: “Más Nietzsche y menos Pare de sufrir”). 

Siempre digo que hay un placer en la Filosofía. Efectivamente, lo hay.  El ejercicio de la Filosofía, que nace del asombro y la duda, y que persigue la comprensión del enigma de la vida, es una fuente inagotable de satisfacción y felicidad. Sin embargo, también es cierto que la búsqueda de sentido exige la experiencia de la angustia y el sufrimiento. Como bien lo dijo Einstein: “Estamos en la posición de un niño que entra en una biblioteca llena con libros en muchos lenguajes diferentes. El niño sabe que en esos libros debe haber algo escrito, pero no sabe qué. Sospecha levemente que hay un orden misterioso en el ordenamiento de esos libros, pero no sabe cuál es”. 
Como el niño, todos deberíamos gozar del derecho de entrar a esa biblioteca y experimentar la angustia de saber que nada sabemos, para así desear esa verdad que nos falta, advirtiendo que no la comprenderemos jamás en su magnífica totalidad. Pero sintiendo, no obstante esto, la satisfacción de saber que la estamos buscando. 

Y si así fuera, el populismo sería tan sólo una quimera (ese monstruo imaginario con cabeza de león, cuerpo de cabra y cola de dragón).

Y la democracia estaría, enhorabuena, redimida y garantizada. 

Hace ya algún tiempo, reflexionando en una clase acerca del sentido que da Nietzsche al sufrimiento, un alumno aludió a una iglesia embanderada bajo el lema “Pare de sufrir” como un claro contraejemplo de la moral profesada por el filósofo prusiano, para quien el sufrimiento representa una oportunidad para el aprendizaje de la vida y el fortalecimiento del espíritu.}

 

Te haré rico y feliz
 

Por Leslie Ford, del Trinity College, en Oxford.
Estimada Magdalena:

 

Señalaba usted hace unos días que la híper-adaptación de los discursos (y de los contenidos de esos discursos) a los formatos de las redes sociales puede tener como efecto la dilución, e incluso la desaparición de la verdad, es decir, de aquellos mismos contenidos que se pretendían transmitir.

Se adecúan los formatos pero, en último término, lo que se trata de ganar es el favor del divinizado lector que apenas es capaz de concentrarse en micro-unidades de atención. Ese devaluado espectador es el que se trata de seducir por todos los medios y al que, por encima de todo, se trata de no enojar, para que nos siga leyendo. (Por ejemplo, yo mismo he dado un título engañoso y 100% inadecuado a esta columna, con el único propósito de captar su atención y su benevolencia). 

Cualquier profesor -en un arco que va del kindergarten de los 2 ó 3 años, a los postgrados más especializados- sabe que si sólo se intenta transmitir lo que el que escucha quiere escuchar o puede asimilar sin despeinarse, no hay enseñanza en absoluto y la educación queda condenada a un compromiso, a un conformismo mediocre. Si los discursos no son, al menos, un poquito incómodos y exigentes, nadie progresa y no hay educación. Y los medios dedicados a la educación se convierten en dinero quemado sin propósito alguno.
Puede aplicarse lo mismo, de manera mucho más dramática, e incluso grotesca, a la relación entre los políticos y el electorado. Es un hecho incontrovertible que hoy ya no se exige a los políticos no mentir. Los votantes han renunciado al mínimo exigible. 

En su discurso inaugural, el Presidente Kennedy dijo: “No te preguntes: ¿Qué puede hacer mi país por mí?, sino: ¿Qué puedo hacer yo por mi país?”. Pero hoy, los políticos parecen preguntarse: ¿Qué quieren los votantes escuchar de mí? Maniobra de adaptación con una víctima inmediata -la verdad-, y una víctima de última instancia -el país.

Ilustrando los efectos de la excesiva adaptación a lo que se desea escuchar, y cómo la verdad puede incluso desaparecer en ese proceso, recordé que, al final de sus días, mientras enseñaba en Princeton (una universidad de nuestras antiguas colonias), Albert Einstein, esa celebrity de la Física, fue invitado por un grupo de señoras del lugar a explicar la Teoría de la Relatividad en una reunión de beneficencia.

La presencia del físico atrajo efectivamente numerosa concurrencia. Las señoras miraban a Einstein como si fuera una versión más blanca y desgreñada de Nat King Cole, e imagino que muchas no sabrían si iba a hablar de la velocidad de la luz o a cantar Unforgettable.
Luego de una breve pero no por ello menos elogiosa introducción curricular y los aplausos de rigor, Einstein acometió sin dilaciones una presentación de cuarenta minutos, con esa peculiar y algo graciosa manera que tenía de germanizar el inglés de sus discursos. Se esforzó mucho pedagógicamente y, por momentos, se entusiasmó ante la posibilidad de ser entendido. Cuando terminó, quizás había llenado algo más de la cuenta el pizarrón con símbolos abstractos, y le dolía la mano que sostenía la tiza con la que acababa de escribir, como en un triunfo: E=mc². 

Se dio vuelta hacia el público y esperó, instintivamente, el amable aplauso. Pero lo que siguió fue un silencio incómodo. Al cabo de unos instantes, la organizadora que lo había presentado se acercó a él caminando desde el fondo y, en un discreto susurro le agradeció, desde luego, la impresionante exposición, pero le pidió, si fuera tan amable, hacer un resumen más accesible a aquel auditorio poco especializado de amas de casa. 

A Einstein le pareció lógica la propuesta. Se tomó unos segundos para peinarse la fecunda melena y acometió un segundo discurso adaptado. 

Evitó la formulación erudita. Dibujó dos flechas representando dos trenes que se cruzaban en mitad del pizarrón y se aseguró de que el público entendiera que si ambos iban a 50 km/h., si se cruzaban en sentido contrario, en realidad se acercaban uno  al otro (y luego se alejaban uno de otro) a 100 km/h.  Y ello, sin que ninguno de los dos aumentara su velocidad. “¿Se entiende?”, preguntó. El auditorio explotó en un aplauso inextinguible.

En ese momento, la organizadora se inclinó hacia Einstein y le dijo: “¡Gracias, profesor: ahora sí hemos entendido!”.
-“Puede ser -contestó Einstein, resignado-, pero esto ya no es la Teoría de la Relatividad”. 

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