Opinión > COLUMNA/EDUARDO ESPINA

Todas las hojas son del tiempo

Spinetta opinaba que los sándwiches calientes de Uruguay eran los mejores del mundo
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22 de febrero de 2020 a las 05:00

A veces creo que a Luis Alberto Spinetta lo conocí en un pretérito de pasado mañana, el cual permanecerá alterando eso tan difícil de precisar con palabras lógicas llamado “recuerdo”. ¿Qué implica el acto de recordar? Con una frase contundente termina 1492, película de Ridley Scott, que tanta polémica generó, con Diego, hijo de Cristóbal Colón, evocando las que, según la suposición, fueron las palabras de su padre en el lecho de muerte: “Ah, sí, recuerdo”. La aventurera vida del navegante cabía en la memoria, hecha de instantes y destellos. Pensando durante el acto de la reminiscencia, yo recuerdo que las realidades pasadas que regresan, retornan para perpetuar un lugar reservado en el porvenir. No queda otra que dárselo. Solo son bienvenidos los buenos recuerdos. Para lo malo o peor, basta con el presente. A ver (verbo exacto, pues el ayer es una suma de imágenes desmejoradas por el paso del tiempo).

En el hoy de aquellos días, década de 1970, todo era tan extraño, que vivíamos en el lado oscuro de la luna creyendo que era el único iluminado. Por derecho de conquista, el rock había pasado a ser la única música que mediante afinidades, instalaba emociones ciertas en los espejismos de la incertidumbre. Con sus letras que rápido aprendieron a disentir con aquel contexto de muy poquitas cosas, Spinetta se convirtió en chamán de ánimas en desasosiego, nacidas para estar en desacuerdo. Fue pionero (sin que hubiera luego casi continuadores), de un tipo de canción ‘literaria lírica’, capaz de convocar la atención de mentes exigentes en cuanto a poesía con afán de autoinmunidad, la que prescinde de un relato para pasar la prueba de la exigencia.

Por consiguiente, al enterarme de que los tres primeros poemas que escribí habían llegado a sus manos (ver nota del sábado 1º de febrero), supe que iban a ser leídos por un cultor de la poesía, capaz de entender al mundo a partir de destellos. Que además los hubiera enviado a la revista Pelo para su publicación, significaba haber encontrado un generoso lector exquisito, de los que hacen al lenguaje poético sentirse reciprocado. El músico flaco había podido llegar al confín menos superfluo del idioma con su propia contraseña, la que la mente exige para decidirse a abrir la puerta del recinto donde dentro, está ella. En circunstancias no tan causales, se había dado el milagro de la comunicación a medio camino entre lo sagrado y lo sublime, la que solo la poesía, por ser la disciplina artística con menos funcionalidad, permite alcanzar en plenitud.

Nacido con exégesis propia, Luis Alberto Spinetta falleció el miércoles 8 de febrero de 2012, de cáncer de pulmón. Tenía solamente 61 años, y el adverbio advierte de una realidad irrefutable. A esa edad, un artista es todavía joven. William Carlos Williams, relevante poeta estadounidense, escribió lo más innovador de su obra cuando estaba por llegar a los setenta de edad. Pablo Picasso y Willem de Kooning, fueron incluso más lejos. Habían pasado los noventa, y seguían. Prácticamente murieron con un pincel en la mano. Con exquisito lenguaje lírico, Dios anunció hace milenios que solo en las artes el ser humano pierde fecha de vencimiento. La muerte pasa a ser un detalle de posdata.

Creador de canciones cuyo impacto fue tanto literario como cultural por haberle puesto estruendos y prosodias de guitarra eléctrica a una poesía que nunca temió ser similar o parecida a la del siglo donde le tocó vivir, Spinetta fue un agitador estético, un residente de ese tipo de resistencia que posibilita expresar gestos y actitudes indomesticables. No en vano, por oponerse a la complicidad del facilismo para ampliar su auditorio, con frecuencia debía salir a explicarse y resaltar que lo suyo, no era obra de la casualidad: “Es un mito eso de que lo mío es difícil. De todos modos, es preferible eso a que sea una cosa de lectura rápida, que no tenga vuelo y carezca de imaginación.” 

A LAS, sigla voladora, lo conocí primero por un gesto de nobleza obliga. Por haber intermediado para que un poema mío saliera publicado en la revista donde el pelo no estaba solo en el nombre. Sus fotografías fueron la historia capilar de esa época. Quiero creer que por entonces era yo adolescente y el mundo, menos ajeno. Y vine a conocerlo en persona casi dos décadas luego, donde la gente suele ir a conocer semejantes: un aeropuerto. Mi nombre es… encantado de conocerlo, a dónde va, de dónde viene. El de esa ocasión fue el de Carrasco, rudimentario en comparación a otros, con un peculiar folclorismo que hasta la fecha mantiene su sitial en el álbum de la nostalgia. Al antiguo edificio algunos uruguayos iban a tomar mate en alpargatas y a mirar aviones despegar, pasatiempo que, me parece, cayó en desuso.

Muchos años a posteriori, alrededor de 1986, cuando el pasado de la década anterior parecía cerrado bajo llave, la música volvió a alimentar la coincidencia. El suplemento Día Pop del diario El Día, que dirigía Alejandro Espina, y que sirvió para que los sábados El Día fuera durante años el diario uruguayo más leído, organizó un concierto de Fito Páez y Luis Alberto Spinetta en el cine Censa. “Entradas agotadas”, me dijo Alejandro antes de invitarme a ir al aeropuerto. A eso de las cuatro de una tarde de frío resplandor, fuimos a recibir a los dos viajeros vip que llegaban en el puente aéreo. Puesto que ya los conocíamos, no tuvimos que ponernos una flor en el ojal para que nos reconocieran a la salida de la aduana. Casi no fue necesario presentarnos. 

La cordialidad de ambos a las primeras de cambio eximió de cualquier innecesario formalismo. A manera de aperitivo del diálogo en vías de desarrollo, Spinetta comentó que los mejores sándwiches calientes del mundo eran los uruguayos y pidió, para pasar sin protocolos de la retórica a la práctica, comer uno ahí mismo. Ni tiempo dio de preguntarle cuándo ni qué vez los había comido, porque a los cinco minutos estábamos los cuatro sentados en la vetusta cafetería del segundo piso, con sus ventanales que no podrían ser más amplios. Entre miradas y autógrafos requeridos por mozos y comensales, nos pusimos a conversar de lo que fuera, y de rápida manera, como suele hacerse en aeropuertos, donde incluso el tiempo se pasa volando. Hablamos hacia delante, hacia un “vestigio del futuro”, tal como entona en una de sus canciones mejores. 

No fue un bocadillo al paso, pues conversamos por más de una hora, que incluyó la inefable pregunta del huésped con hambre: “¿Cómo viene la mano?”. Por poco casi me olvido de decírselo, hasta que por fin, antes de terminar el café con leche, le recordé la historia de mi poema publicado en Pelo. Era algo que estaba ocurriendo, en el ahí de ese momento. Comentó que él mismo había entregado el poema a la revista porque le había encantado (fue el verbo utilizado) “el cortocircuito de imágenes” que tenía. Sin necesidad de esforzarse para seguir recordando, dijo antes de que yo pudiera terminar la frase siguiente: “Así que vos sos el poeta uruguayo… sí, sí, me acuerdo. ¿Cómo fue que me llegaron los poemas?”. Le conté la historia, de cómo las fotocopias se habían manchado de grasa de pan con grasa, del trayecto recorrido por los poemas antes de que él los leyera. Dice una de sus canciones: “todas las hojas son del viento”. Hay hojas que no son del viento, y que huelen a panadería de barrio, donde los bizcochos conviven en paz con la poesía. Mencionó también la carta cortita que yo le había mandado para agradecerle por la intermediación, la misma que él estaba respondiendo en persona, 15 años y pico después de haberla recibido. El remitente era también el cartero.

“Qué increíble, venir a conocerte aquí, en el aeropuerto”, comentó, agregando que no me había respondido pues, si mal no recordaba, había entregado el poema dentro del sobre donde estaba escrita mi dirección. Aquel poema, cuyo nombre dejé de recordar apenas comencé a escribir todos los demás que vinieron a continuación, fue lo primero que publiqué, cuando menos pensaba publicar algo, pues en aquellos tiempos me interesaba más escribir que publicar. La satisfacción mayor no está en obtener reconocimiento entre desconocidos y acogerse temporalmente a brillos y prosperidades, sino en saber a ciencia cierta que uno escribió lo que quería escribir, y que lo que quería escribir le salió, tal cual quería que le saliera. 

En eso no he cambiado tanto como para notarlo. En horas que no eran las mejores, y que iban para peor, aquel poema, sin que hubiera yo planeado su destino final, me dio el plus de ímpetu para seguir, justo cuando más lo necesitaba, y seguí, ya sin pelo y sin Pelo. Eso también le dije, mientras Spinetta terminaba de comer el cacho de sándwich caliente –riquísimo– que tenía en la mano.  

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