Silvana toca el timbre en la casa de sus alumnos.

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Una maestra al rescate de sus alumnos en pleno Centro de Montevideo

Silvana Collado camina desde la escuela República de Haití hasta la casa de aquellos escolares que necesitan acompañamiento
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12 de noviembre de 2022 a las 05:02

Suena el timbre. Desde el final de un angosto y largo pasillo se escucha la voz grácil de dos niños que al unísono corean: “¡Maestra, maestra!”. Una mujer con túnica blanca y abierta espera impaciente. Se hace un silencio, como esos que dejan los grillos entre cri-cri y cri-cri, y al instante se oye otra vez a los pequeños que ahora, más cerca de la puerta, gritan: “¡Maestra, viniste!”.

Silvana Collado no es Silvana Collado: es la maestra, incluso a cinco cuadras de la escuela. Recorre el angosto y largo pasillo, en el sentido inverso al que unos segundos antes se habían propagando las voces de los niños, y entra a un pequeño apartamento al fondo a la izquierda. Hay olor a torta recién horneada —a “pastel”, como dicen los alumnos Sean y Ethan en el español neutro que aprendieron de los dibujos animados—. No es la hora de distracciones. La maestra quita un espejo de la mesa del salón de estar, donde es posible que la mamá Loreley estuvo retocándose las cejas o el maquillaje para recibir a la visita, se sienta en una de las cuatro sillas, saca un libro de una chismosa de tela que tiene a un costado, invita a los anfitriones a tomar asiento y lanza: “Hoy les traje un cuento: Así es mi corazón“.

La escuela República de Haití (la número 8 en la nomenclatura oficial) tiene un pulso distinto a las demás escuelas del Centro de Montevideo. La quinta parte de sus alumnos son inmigrantes recientes, parte del estudiantado duerme en los hoteles que ofician de refugios del Ministerio de Desarrollo Social, hay quienes tienen su única comida del día en el comedor escolar y hay quienes, como Ethan y Sean, requieren de la alfabetización complementaria en su hogar. Esta escuela, dicen, late al ritmo de la integración.  

“Mi corazón es como una casita…”, comienza leyendo la maestra Silvana. Ethan se acomoda los lentes y su hermanito Sean apoya el codo en la mesa y con su mano sujeta su mentón en posición de pensador. Escuchan atentos, como si esa sala de estar sea por casi una hora su salón de clases. En buena medida lo es. Pero a diferencia de la verdadera aula, en este rato de compañía de la maestra lo central es afianzar el involucramiento de la familia con el proceso educativo de sus hijos, evitar la desvinculación, acompañar.

Ethan y Sean escuchan el cuento que trajo la maestra.

Un informe preliminar de Primaria al que accedió El Observador —y que será analizado en breve por los inspectores— da cuenta que en las escuelas de los contextos más pobres solo el 3% de los niños matriculados asistió con regularidad durante el primer semestre del año. De hecho, cuatro de cada diez concurrieron menos de un mes.

Loreley, la mamá de Ethan y Sean, no oculta su agradecimiento a la escuela República de Haití. Tal vez por eso, cuando el cuento que lee la maestra hace referencia a los distintos colores del corazón, dice que el suyo está “amarillo de alegría”. El de la maestra Silvana, en cambio, “está verde de aventura”. Su aventura empezó unos minutos antes, cuando con la túnica puesta salió por la puerta de la escuela y caminó las cinco cuadras céntricas hasta el hogar de los niños. “La túnica es parte de nuestra identidad, pero en algunos barrios más periféricos es también un escudo protector”, dice Silvana respecto a la indumentaria que viste ella y los otros 500 maestros comunitarios activos que hay en el país (más otros 60 articuladores institucionales que hacen de enlace ante problemáticas sociales que requieren intervención sanitaria, policial o humanitaria). En el breve trayecto cruzó a tres personas en situación de calle durmiendo a plena luz del día en las veredas del Centro, esquivó un papel sucio de restos de materia fecal, disimuló ante el hedor a orina, ante los restos de una pizza tirada contra el tronco de un árbol, ante la pelusa de los plátanos y los bocinazos de dos autos que peleaban por adelantarse en la vorágine del tránsito capitalino. La aventura de enseñar puede contra eso y más.

Centro de la comunidad

La escuela pública es la caja de registradora de los avatares de la población que la rodea. Hace más de medio siglo, en la época en que el Centro de Montevideo era el paseo de compras de la clase media y alta, la hoy vicepresidenta Beatriz Argimón ganó su primera elección en la escuela República de Haití. “Mis compañeros de clase me eligieron como abanderada”, recuerda la dirigente nacionalista con un dejo de nostalgia. En el centro educativo de la calle Paraguay y Canelones dio sus primeros discursos, tuvo a sus primeros referentes (como “la maestra Rosa de sexto grado”) y forjó las primeras amistades entre un alumnado que hablaba con la misma jerga.

Ahora la misma escuela, situada en el mismo lugar, es categoría Aprender (Atención Prioritaria en Entornos con Dificultades Estructurales Relativas). Así le llaman en Primaria a las escuelas de contextos más desfavorecidos. Porque parte del Centro se convirtió en refugio de los que no tienen un techo, de madres que son víctimas de la violencia machista o de inmigrantes que llegaron hace poco y recalan en pensiones o alquilan una habitación. Y la escuela tiene que hacer frente a ese contexto.

En el hall de entrada de la escuela luce la bandera de Surinam, la de Venezuela, Cuba, República Dominicana, Colombia y Perú. Son algunas de las nacionalidades de origen de los alumnos. Silvana, como parte de su proyecto de maestra comunitaria, recopiló en un libro escrito por los escolares esas historias de migratorias. “Hubo un apagón muy fuerte y mi mamá dijo que nos fuéramos (de Venezuela) a Colombia. Salimos con mi abuela, nos quemamos (porque) hacía mucho calor y el sol estaba fuerte. Después de tres meses mi mamá se fue caminando a Ecuador…”, comienza relatando una alumna de quinto año.

Cuando los adultos de las familiares recién llegadas —sobre todo las caribeñas— consiguen otro trabajo, o cuando se van del país, o cuando no tiene para el alquiler en la zona, se mudan. Y cada cambio de barrio significa, muchas veces, la rotación de alumnos en la escuela n°8. “También nos pasa que vienen inmigrantes en cualquier época del año y es nuestro deber hacerles un lugar”, dice Silvana.

La rotación de alumnos, no solo por migración internacional, hace que la escuela tenga que atender la particularidad de cada estudiante y del impacto que dejan las sillas vacías.

El lunes 17 de octubre los informativos centrales de televisión abrieron su transmisión con la noticia de que una mujer de 31 años falleció en el incendio de esa tarde del hotel Aramaya, donde estaban alojadas familias en situación de calle, a tres cuadras de la escuela República de Haití. Los dos hijos más chicos de la difunta quedaron internados. Eran alumnos de la escuela.

Hasta ahora no pudieron regresar, siguen viviendo en el hospital pediátrico Pereira Rossell a la espera de un hogar de acogida. Un tercer hermano, mayor que ellos, se salvó porque no estaba en el hotel aquella tarde. También era alumno de la escuela.

Puede que se discuta sobre el régimen de pasaje de grado, sobre las inasistencias, sobre si enseñar por competencias o contenidos, pero, dice la maestra Silvana, parte de su rol como maestra comunitaria es “encontrar el mejor proyecto para ese niño concreto: ¡qué no quede librado al azar!”.

El programa de maestros comunitarios proviene de la sociedad civil organizada. Pero en 2005, cuando cambió el gobierno y ante las secuelas de la crisis de 2002, Primaria oficializó esa tarea. Los quiebres sociales —que relucen en padres presos, en adictos, en quienes pasan hambre, o sufren violencia dentro del hogar— hicieron que el programa creciera. En 2019, antes de la pandemia, fueron atendidos 15.416 escolares. Ahora, tras la emergencia sanitaria, “la cifra es probable que haya subido”, explican desde Primaria, aunque no hicieron el resumen anual. Eso sí: “hubo que agregar una quinta vía de trabajo de coordinación interinstitucional”, explicó la inspectora Stella Vallarino.

Puerta a puerta

Suena el teléfono. En el preciso instante en que la maestra Silvana les encomendó a sus alumnos que corten papelitos de colores que ella trajo para hacer una actividad manual, suena el teléfono de la casa. Nadie se mueve. Pero Ethan, a quien le cuesta concentrarse con ese ruido de fondo, hace un movimiento de cabeza que denota molestia. Loreley, la mamá, advierte el escenario y, con la misma firmeza que una maestra, pide que “nadie se mueva de sus asientos” que enseguida vuelve. Descuelga el tubo y corta enseguida.
—Mamá, ¿quién era?
—Nadie, sigamos.
—Mamá, ¿quién era?—, insiste Ethan que no se da por vencido.

Tras el cuento vienen las manualidades.

La maestra Silvana sale al cruce y, con la técnica de una buena docente, introduce una nueva consigna para conseguir la atención del pequeño.

“Cuando empezamos a trabajar con estos hermanos de cuatro y siete años era muy difícil lograr la concentración en una actividad, pero es un montón lo que hemos avanzado y sobre todo la capacidad que fue adquiriendo la madre para lidiar con ellos cuando no están en la escuela”, explica la maestra. Silvana llegó a esta noble tarea por azar. Estudió trabajo social, comunicación, fue publicista, hasta que un día la herencia de una familia llena de maestras la condujo hasta la puerta del instituto de Magisterio. Al año de recibirse fue maestra de maestras en una escuela de práctica y un año después (este 2022) cambió a la República de Haití. “Había un puesto vacante de maestra comunitaria y…”.

En esta aventura la novel maestra encontró un poco de su época de trabajadora social, otro tanto de comunicación, mucho de docencia y, sobre todo, un rol en que el amor por los demás se traducen en cada paso a la puerta de la casa de sus alumnos.

“No es fácil: el primer día que llegue a la casa de estos alumnos me querían mostrar cada rincón, la cama que no estaba tendida, quería que abra la heladera”, cuenta Silvana con la experiencia que le dio estos meses de profesionalismo.  “No es fácil, porque una hora después que termino la actividad en la casa los cruzo en el comedor de la escuela. Tampoco es fácil porque a otros niños los acompaño en un centro de rehabilitación en el que viven con adultos que no son sus padres… pero, ¿quién dijo que las tareas gratificantes tienen que ser fáciles?”. Silvana se quita la túnica y ahora pasa a ser Silvana

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