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Venezuela y Chile: breve crónica de dos destinos opuestos

Un desafío de cara a este 2019
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14 de febrero de 2019 a las 05:04

Llegué a Venezuela, por primera vez, en 1979. Los contrastes fueron inmediatos: el vaho tropical, los colores y fisonomías de su abundante geografía y su diversidad social y cultural. Una especie de electricidad atravesaba el aire, como generada por la imparable prosperidad y que hasta parecía manifestarse en la naturaleza. Había viajado a otro mundo, dejando a una Montevideo estancada, triste y oscura. Pero sentí que también había viajado al futuro, y la revelación final fue Caracas.

Entonces, Venezuela era quizás el país más próspero de América Latina y había estado entre los más ricos del mundo. Tras la caída del shah de Irán, provocada por la revolución islámica del Ayatollah Khomeini ese mismo año, el barril de petróleo, el cuasi único producto de exportación venezolano, se había disparado a alturas astronómicas, agregando más robustez al fisco venezolano.  Esta realidad explicaba los apagones programados que teníamos que soportar los uruguayos, sumidos ya en las tinieblas de un régimen rico en reprimir y pobre en generar. Ese, quizás, fue el último contraste en percibir con los días: el de dejar una dictadura gris y vivir en una democracia orgullosa de sí misma y receptora de los expulsados de las dictaduras que predominaban en el continente.

Cual inmigrante que va asimilando la realidad cotidiana del nuevo país, entablando vínculos, exponiéndose a los medios y a las diversas narrativas que la sociedad mantiene e intercambia, pronto descubrí los brutales contrastes que se escondían detrás de una escenografía de superproducción.  A la Caracas erizada ya de torres elevadas en su osadía sobre un territorio sísmico, surcada por autopistas superpuestas sobre las que circulaban a velocidades de vértigo los últimos modelos de lo que Detroit fabricaba y los venezolanos compraban como juguetes, y estimulada en su frenesí consumista por grandes malls y zonas en las que se disfrutaban todos los manjares del mundo, a todo ese milagro del oro negro, se le oponían los síntomas de un malestar que haría eclosión final en 1999 con el triunfo chavista.

Esa Caracas, estaba también cubierta en las laderas de su verde valle, por millares de ranchos de ladrillo rojo y techos de lata, como si el mismo Dios los hubiera dispuesto allí, en señal de que, lo que allá abajo se dilapidaba y gozaba, tarde o temprano derivaría en el mismo destino de sus miles de marginados de la fiesta. Como a toda tribu le corresponde al menos un sabio mayor en edad y conocimientos, a los venezolanos les tocó el irremplazable Arturo Uslar Pietri, un exquisito intelectual perteneciente a una constelación superior que se viene apagando frente a nuestros ojos. Durante años, repitió cual rezo, y desde donde tuviera la oportunidad, su consejo, su advertencia: Venezuela debía sembrar su petróleo. A buen entendedor, el concepto era claro. Pero no fue escuchado.

Es cierto que algunos intentos se hicieron. Entre los más destacables, los programas de becas para graduados de universidades públicas y privadas que supieron combinar el talento académico nacional con la generosa recepción de profesores extranjeros –entre los cuales muchos exiliados del Cono Sur- y que enviaban a sus mejores a especializarse en el exterior. El vasto desarrollo de infraestructura fue otro.
Gradualmente los síntomas de ese malestar fueron manifestándose, hasta que en febrero de 1983 ocurrió el infame “viernes negro”, tras el cual, el bolívar cotizado a 4.30 por dólar, se fue devalorizando sucesivamente. Era el principio del fin de la bonanza. El resto fue la larga agonía de un bipartidismo corrupto, agotado en su ineptitud y latrocinio, de un precio del petróleo con tendencia a la baja o con menores picos y de una sociedad que veía evaporarse su prosperidad mono dependiente. Su engendro fue el chavismo y su monstruosidad, Nicolás Maduro.

En 1985 me mudé a Chile. Las similitudes con Venezuela eran pocas. Chile era un país más pobre, dependiente en buena parte de su cobre y se recuperaba de la grave crisis financiera de 1982, la que generó una larga recesión y complicó los avances del primer ciclo de reformas del gobierno de Augusto Pinochet. Su economía, dirigida por el ministro de Hacienda, Hernán Büchi, buscaba recuperarse, volviendo a los severos principios reformistas, aplicados tras el golpe de Estado contra el gobierno socialista de Salvador Allende.  A diferencia de Venezuela, el gran contraste chileno –el cual fue creciendo y consolidándose hasta la derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988- era el de una férrea dictadura que buscaba avanzar en un modelo de país desarrollado y de bienestar sostenido.

La dureza de las medidas aplicadas, el alcance e inteligencia de sus objetivos y planes, junto a los amplios márgenes de maniobra que posee un gobierno sin oposición –en este caso en procurar metas bien intencionadas para el país- convirtieron en pocos años a la economía chilena en la de mayor crecimiento en la región, diversificada y abierta al mundo, y en un ejemplo que enseña que hay prosperidad posible en el continente, cuando se hacen bien las cosas que se deben hacer. Así, mientras Venezuela se hundió en su petróleo, Chile sembró su cobre. Y si bien sus orígenes cargan la mácula brutal del pinochetismo, su posterior continuidad con mejoras y agregados por parte de la ejemplar concertación de partidos que gobernó al país tras la dictadura y su alternancia con una derecha “aggiornada” y moderada, afirman ese carácter de bienestar alcanzable. Nada es perfecto, pero mucho es posible según los comportamientos y decisiones que cada país toma para su porvenir. Aún en democracia. Y Venezuela y Chile son claros ejemplos de destinos opuestos. Quizás aquí cabe preguntarse: ¿Cuál de los dos elegiríamos los uruguayos?  El desafío, en el 2019, está servido. 

 

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