Hace poco entendí que “pasado” e “historia” no son lo mismo. El pasado permanece fijo, no se puede cambiar. La historia, en cambio, se mueve con nosotros: depende de cómo la miremos hoy, de cómo la reinterpretamos a la luz del presente. Esa mirada resignificada no solo modifica el recuerdo, también puede proyectar un futuro distinto. La política uruguaya parece hoy tener esa posibilidad de reescribir su historia.
Sin embargo, lo hace en un tiempo dominado más por la reacción que por la acción. En medio de la incertidumbre, la única certeza es el desconcierto compartido: nadie tiene del todo claro el rumbo, y todos viajamos en el mismo barco. En las últimas semanas, la oposición salió del letargo. Pasó del silencio a la acción: interpelaciones, comisiones investigadoras, más presencia parlamentaria. Ese giro, aunque sin continuidad narrativa, mostró que la batalla comunicacional ya no es unilateral. Por primera vez en meses, el relato del gobierno recibió golpes certeros. El llamado a los ministros no fue para repasar cifras, sino para preguntar el “para qué” de las decisiones. Y esa pregunta incomoda, porque obliga a revelar la intención política que sostiene cada acción.
Las dos interpelaciones recientes confirmaron, sin embargo, la fragilidad del proceso. Ambas terminaron en discusiones fuera de tono entre legisladores. De los seis partidos representados en el Parlamento, solo dos lograron evitar quedar atrapados en esa dinámica. El resto terminó enredado en el ruido. Es el sello de la política de la reacción: cuando la forma le gana al fondo, lo esencial se pierde.
A esto se suma la disputa simbólica. Las palabras pesan. “Política menor”, “desvelados en no dejarlos gobernar”, “debilita la democracia”, “hay que trancar”, “gobierno ausente” no son solo expresiones: son marcos que resignifican la historia y condicionan cómo entendemos el presente. Lo que parece técnico se convierte en un terreno de batalla por la interpretación legítima de la realidad. El riesgo es claro: sin un faro compartido, el sistema político se mueve como un GPS que recalcula permanentemente. Y reaccionar no es lo mismo que accionar.
El desafío no pasa solo por evaluar lo hecho —esa historia que siempre puede leerse de muchas maneras— sino por acordar hacia dónde queremos ir. El faro es común: lograr que el país esté mejor. Los caminos pueden variar —el presupuesto, los acuerdos, la negociación política—, pero cualquiera de ellos exige asumir algo básico: aunque los roles sean distintos, todos estamos en el mismo trayecto.
Si seguimos atrapados en capítulos aislados, saltando de reacción en reacción, será difícil avanzar. La política de la reacción explica coyunturas, pero no construye futuro. Nuestro país necesita otra cosa: pasar de la política de la reacción a la política del rumbo. Esa es, hoy, la verdadera interpelación pendiente.