Y él no es el único invitado, porque el escritor Alberto Gallo aceptó el encargo de elaborar una suerte de backstage de su último libro publicado, Nunca acaricies un perro en llamas, segunda parte de su trilogía de la Impunidad, que tiene mucho que ver con Hiroshima y con una sobreviviente de la bomba que él conoció.
Eterno resplandor de agosto
Los números están claros: la bomba atómica Little Boy levantó la temperatura de Hiroshima a 4000 grados centígrados a nivel del suelo, provocó un resplandor cegador que se vio a kilómetros y mató a 70 mil personas en el acto, y a 70 mil más a lo largo de los días que siguieron a causa de las heridas y la radiación. La ciudad quedó reducida a una carcasa de madera y polvo hirviente y venenoso, y la pregunta que se instala al pensar en esa escena tremebunda es cómo se sobrevive después de algo así. Y sobre todo: cómo se justifica algo así. Es justamente, de esas preguntas que nace Hiroshima, una crónica del periodista estadounidense John Hersey, a menudo rotulado como “el mejor reportaje de la historia”.
En su edición aniversario del sello Debate que se publicó por los 70 años de la bomba, el escritor Juan Gabriel Vázquez explica el contexto de la aparición del texto y el impacto que tuvo en su momento.
«El libro vino a llenar una laguna. En medio de las reflexiones por escrito posteriores al 6 de agosto del 45, en medio de la obsesión por justificar la bomba como abstracción bélica o instrumento de la venganza merecida, solo una minoría en los Estados Unidos se paró a pensar que debajo de la bomba había gente. Hersey lo hizo. Se trató, por supuesto, de una conspiración: en marzo del 46 William Shawn, editor ejecutivo del New Yorker, llevaba varios meses preocupado por la conspicua ausencia de lo humano en las publicaciones que hablaban de Hiroshima. Los cables fueron y vinieron, y Hersey, apostado en Shangai como corresponsal conjunto del New Yorker y Time, decidió pasar tres semanas de mayo en Japón. Vio, preguntó, investigó, y presentó un resultado de ciento cincuenta páginas que los editores pensaron, en un principio, publicar en cuatro partes. Shawn sugirió que se hiciera en una sola; los debates duraron más de una semana; al final, en completo secreto, eso fue lo que se decidió.»
El reportaje de Hersey fue un sacudón. Entre otras cosas, fue reseñado por otros medios como si de un libro se tratara. Albert Einstein pidió mil copias de la revista para tenerla, pero no le pudieron cumplir el deseo porque se había agotado. El texto, además, se leyó completo por radio: 150 páginas enteras narradas al aire. Si se piensa que hoy sigue siendo un texto sorprendente, con todo lo que sabemos sobre el ataque a las dos ciudades niponas, con todas las fotos que vimos, es entendible su impacto histórico.
De nuevo: leer Hiroshima, de Hersey, en 2025, es una experiencia brutal. El autor sigue las historias de seis sobrevivientes algunos minutos antes de que caiga la bomba, y luego acompaña sus pasos agonizantes a través de un campo lleno de horrores que se va volviendo más y más pesadillesco a medida que el resplandor de la explosión pierde fuerza en la retina de las víctimas. Sus protagonistas son médicos, pastores locales y extranjeros, personas comunes y corrientes que, por el azar puro —algo que deja muy claro el texto— zafaron de la muerte.
A su vez, la reconstrucción que hace el periodista del escenario es tremebunda, en especial a medida que las horas después de la explosión avanzan, y la conmoción y la sorpresa dan paso a los heridos y a su miedo. Este párrafo es un ejemplo:
«El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a los que tenía más cerca, y pronto notó que el corredor parecía llenarse más y más. Mezcladas con las excoriaciones y las laceraciones que la mayoría de los pacientes había sufrido, el doctor empezó a encontrar quemaduras espantosas. Se percató entonces de que empezaban a llegar del exterior avalanchas de víctimas. Eran tantas que el doctor comenzó a postergar a los heridos más leves: decidió que lo único que podía hacer era evitar que la gente muriera desangrada.»
Una de las cualidades de Hiroshima es cómo administra la información a la par de que sus protagonistas la van recibiendo. Al principio, el lector se encuentra con el impacto de la bomba casi con la misma sorpresa que los habitantes de la ciudad. Luego, llegan las consecuencias directas. Luego los rumores —los japoneses tardaron bastante en saber qué los había golpeado, y las teorías que tenían en esas primeras horas iban desde una lluvia de gasolina que había sido encendida mediante un nuevo dispositivo a un polvo de magnesio inflamable—, y por último la resaca radioactiva.
El libro incluye un capítulo final que se publicó cuarenta años después del reportaje original, donde Hersey cuenta lo que pasó después con sus protagonistas. Un colofón que indica cómo algo así, en realidad, jamás termina de terminar.
En otro espectro de la literatura, una buena contracara para el libro de Hersey, casi a modo de secuela espiritual, es la novela Fractura del argentino Andrés Neuman.
Su protagonista es el señor Watanabe, un hibakusha o sobreviviente de la bomba que cuenta su historia a través de sus relaciones a lo largo del tiempo y la contrasta con las consecuencias del accidente de la central nuclear de Fukushima, que fue provocado por el tsunami que azotó Japón en 2011.
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En una entrevista con El Observador en 2018, Neuman decía que al trabajar con la novela se encontró “con la sensación de repetición monstruosa de que el único país habitado que sufrió un ataque atómico fue Japón y es allí donde se repetía el desastre”. Además de una buena forma de retomar el tema desde la contemporaneidad, Fractura es una novela escrita con maestría y ambición. Y entre la lluvia cenicienta del 45, deja entrar una buena dosis de luz.
«Me mostró sus cicatrices. Un fino entramado en los antebrazos y la espalda. Parecía transportar un árbol. Luego él vio las mías. Nos sentimos livianos, un poco feos y muy bellos. Dos sobrevivientes.»
Tres películas en Hiroshima
La tragedia de Hiroshima tiene varias películas en su legajo. A continuación, tres que se conectan directa o indirectamente.
- Hiroshima Mon Amour: primera película de Alain Resnais, estrenada en 1959, guion de Marguerite Duras, pieza clave de la corriente más reflexiva de la Nouvelle Vague. La historia de amor entre una actriz francesa (Emmanuelle Riva) que doce años después de la bomba está rodando una película pacifista en Hiroshima y un arquitecto japonés (Eiji Okada) que participa en la reconstrucción de la ciudad. Memoria, olvido, amor entre los escombros, fronteras que se derriban. Melancólica, bellísima e inolvidable. Se puede ver en Mubi.
- Oppenheimer: La última película de Christopher Nolan es un estudio de personaje del principal responsable, aunque se arrepienta, de la existencia de la bomba: Robert J. Oppenheimer. Fantástico Cillian Murphy en el papel principal. Y un final que habla del ayer, de Hiroshima, del hoy, de lo que puede llegar a pasar. Está en Amazon Prime Video.
- Drive my car: si bien la bomba y sus coletazos no están presentes en esta película de Ryusuke Hamaguchi, la ciudad de Hiroshima, con todas sus cicatrices y la memoria guardada en sus calles, es otra protagonista. Una de las últimas obras maestras del cine japonés. La podés ver en Netflix y en Mubi.
Escribe: Alberto Gallo
Vivíamos en Colón. La Asociación Japonesa del Uruguay está en Colón, fue formada por quienes llegaron al país a plantar rosas en los invernáculos de Lezica, y mi padre, que era el relojero del barrio, arreglaba sus relojes. Mi casa estaba llena de revistas de Japón, geishas de porcelana, colgantes que tintineaban contra los malos espíritus, y muchos relojes japoneses que eran llevados a la “Relojería Suiza” por algunas de esas niñas japonesas que habían ido a la escuela conmigo. Escribí “Nunca acaricies a un perro en llamas” porque cuando tenía doce años se cruzó en mi vida una sobreviviente directa de la bomba atómica que, el 6 de agosto de 1945 a las 8:15 am hora local, Estados Unidos lanzó sobre Hiroshima (el 9 repetiría en Nagasaki). La señora me contó que era “el día de la limpieza” en las escuelas, y niños y niñas estaban en las calles, prontos para la tarea, cuando “una luz blanca mil veces más brillante que el sol” los dejó ciegos y luego, como golpe de gracia, llegó la “lluvia negra”. Casi todos murieron en el acto. Y los sobrevivientes no sabían si aún estaban vivos. “Nos pellizcábamos para confirmar que estábamos vivas, pero quedábamos con el músculo en la mano y decíamos tranquila, estamos muertas”. Nunca pude recuperarme de esa historia, hasta que escribí esta novela de amor, porque escribir sana el alma, aunque no cure la maldad humana. Aquella mañana de hace 80 años el mundo cambió y nos dejó en el lugar donde estamos hoy, liderados por los poderosos de siempre, esos que siguen soñando con un botón rojo de destrucción masiva de civiles, entre ellos niñas y niños que siempre estarán prontos para ir a limpiar la escuela.
Escribe: Nicolás Tabárez
Los equipos deportivos japoneses, sobre todo los de béisbol y fútbol (los dos deportes más populares del país, en ese orden), nacieron y en muchos casos todavía son equipos de empresas. Los de béisbol todavía están bautizados con el nombre de la ciudad o región que representan, el nombre de la empresa dueña y el nombre del equipo. A los de fútbol se los obligó a convertirse en clubes cuando el deporte se hizo profesional en 1992, pero los nexos empresariales se mantienen a través de patrocinios y distintos apoyos económicos.
Durante años, la excepción a esa norma fue el equipo de béisbol de Hiroshima, el Carp. Se fundó en 1949 y en un principio su único respaldo era el gobierno local. El equipo era tan pobre que les costaba un triunfo reclutar jugadores, darles más de un uniforme de juego o salir del último lugar de la tabla. Eran tan espantosos que la liga les dijo que no podían seguir jugando.
La gente de Hiroshima se negó a tal afrenta. No solo eso, empezaron a juntar plata de su propio bolsillo para pagarle al plantel y sostener al Carp. El equipo no fue realmente competitivo hasta una década después, y no ganó el campeonato hasta 1979. Ahora, al igual que el Sanfrecce, el exitoso equipo de fútbol de la ciudad, está respaldado por la compañía automotriz Mazda, pero el Carp es el símbolo de Hiroshima.
Las calles de la ciudad están tapizadas de banderas, afiches, posters y pancartas del Sanfrecce y del Carp. Y un detalle tan lateral como ese muestra que Hiroshima es una ciudad orgullosa de sí misma y de lo suyo. Y eso se nota apenas unos minutos después de bajarse de uno de sus tradicionales tranvías y de recorrer una ciudad amable y plácida.
Uno de los pilares de la cultura y la estética japonesa es el wabi-sabi, el aceptar las imperfecciones, las marcas del paso del tiempo, los rasgos que ilustran los cambios atravesados por los lugares. Hiroshima, reconstruida prácticamente desde cero, tiene en su corazón las cicatrices de la bomba atómica. A la vista. Para no olvidar.
El centro de la ciudad es la ruina del edificio gubernamental que fue de los pocos que quedó relativamente en pie luego de la bomba, y a unos cientos de metros está el museo del que es muy difícil salir sin un nudo en la garganta, después de atravesar un laberinto de historias congeladas en la mañana del 6 de agosto de 1945. Niñas que nunca llegaron a la escuela, hermanos mayores que se hicieron cargo de sus familias, soldados que volvían a casa, médicos que hicieron lo que pudieron. Nombres y apellidos para esos jirones de tela, metales retorcidos y papeles chamuscados que quedaron de esas vidas evaporadas.
Lo que queda en Hiroshima es la memoria. Hiroshima es una ciudad que no olvidó pero que tampoco se quedó. Que se sabe ejemplo de un horror indecible y se lo sigue gritando al mundo para que siga siendo una de las dos ciudades en pasar por lo que pasó. Y es también una ciudad que más allá de su historia, transmite su paz, su belleza y su orgullo.
Bonus track: Pies descalzos
Ikari no Hiroshima, Inori no Nagasaki, dice un dicho japonés surgido después de 1945. Viene a ser, traducido, algo así como "los gritos/la rabia de Hiroshima, los rezos de Nagasaki", y se refiere a los estereotipos que quedaron asociados a la reacción de cada una de las ciudades bombardeadas. Histórico centro católico de Japón, Nagasaki no solo quedó en un segundo plano por haber sido la segunda ciudad bombardeada, con menos víctimas, sino también porque su postura fue la de perdonar y reflexionar. Hiroshima tomó una postura más militante y más proactiva en el desarme nuclear y en la condena a los responsables.
Ese espíritu está en Pies descalzos, el manga semi autobiográfico de Keiji Nakazawa, sobreviviente de Hiroshima, que en los últimos meses se editó en español en cuatro volúmenes a través del sello Distrito Manga.
Su protagonista, Gen, un niño de seis años que sobrevive al bombardeo pero pierde a buena parte de su familia, queda atravesado por la rabia y el dolor, que descarga contra los soldados estadounidenses que llegan a ocupar luego del final de la guerra, pero también contra sus compatriotas que fogonearon el conflicto aún cuando estaba ya perdido, y contra los que no se dignaron a ayudar a las víctimas.
Pies descalzos no solo es un relato crudo sobre el impacto de la Little Boy, sino que pone en contexto el bombardeo, con una historia que empieza algunos meses antes para transmitir el clima de fervor patriótico y belicista de los militares que gobernaban Japón, sino que su relato va hasta la década de 1950 para ilustrar los efectos a largo plazo en la ciudad y en sus habitantes, la reconstrucción, y cómo fue crecer en un contexto tan desolador.
Es también una historia de superación, de sobreponerse a horrores indecibles, aunque Pies descalzos no se guarda ningún golpe bajo. La desgracia lo persigue a Gen aún mucho tiempo después de que la radiación se haya ido. Uno de los retratos más honestos, críticos y conmovedores del episodio, que además fue llevado al cine. Una historia sobre la resiliencia, sobre el encontrar luz y un camino en los momentos más complejos, y también una advertencia sobre los lugares oscuros a los que la humanidad puede caer.