Embed - Sentido común por Ignacio Munyo | El presupuesto aprobado consolida una fase de expansión del Estado
La glicina es una planta trepadora incansable: se aferra a cualquier estructura, engrosa su tallo con los años y usa sus ramas para escalar sobre todo lo que encuentra en su camino, sin detenerse jamás.
Es así como se ve al Estado uruguayo, que no para de crecer. Ahora se termina de aprobar el Presupuesto quinquenal y ahí ya está escrito que seguirá trepando, creciendo, engordando.
La historia del Uruguay moderno es, en buena medida, la crónica de un Estado que nunca deja de crecer. En los tiempos de Batlle (1910-1929) —según las recopilaciones históricas de la Universidad de la República, que permiten seguir la pista desde 1910— el gasto público por habitante crecía 0,7% al año. La plantilla de funcionarios aumentaba 3,8% mientras la población lo hacía 2,1%.
Aquel Uruguay apostaba con convicción a la construcción institucional, a un Estado presente que abriera puertas y generara oportunidades. Era el nacimiento del Estado de bienestar, fruto de una visión progresista que avanzaba con ambición, pero sin perder de vista la disciplina fiscal.
Luego llegó “la edad del dirigismo” (1930-1973) —como la bautizó Ramón Díaz en su Historia Económica del Uruguay—, una etapa en la que se aceleró la expansión del aparato estatal. El crecimiento del gasto público per cápita saltó a 2,4% anual y los empleados públicos pasaron a crecer tres veces que la población (3,7% frente a 1,2%). Era un país que, ante cada desafío económico o social, encontraba siempre la misma respuesta: más Estado.
El peso del Estado se intensificó durante la dictadura militar (1974-1984). El gasto per cápita avanzó a un ritmo récord de 4,1% anual, mientras la cantidad de funcionarios crecía 0,7% por año y la población apenas aumentaba 0,5%. Fue una década en la que la maquinaria estatal siguió expandiéndose, incluso cuando el impulso económico inicial ya se había disipado.
Con el retorno democrático llegó cierta moderación. Entre 1985 y 2004, el gasto público per cápita creció 1,5% anual, mientras la cantidad de funcionarios se redujo levemente.
Desde 2005 en adelante —incluyendo las proyecciones del nuevo presupuesto—, Uruguay transita una fase de intensa expansión estatal. Serán 25 años con un gasto público per cápita que crece 3,5% anual, funcionarios que aumentan 1% por año y población estancada.
Este fuerte avance del sector público, que pesa cada vez más sobre las espaldas del sector productivo, parece no preocupar a la mayoría del sistema político. El 78% del actual parlamento considera que el Estado debería mantener o incluso aumentar su tamaño.
En los países avanzados de la OCDE, cada servidor público atiende a 20 personas; en América Latina, a 30; y en el mundo, a 32. Uruguay, en cambio, tiene un funcionario por cada 12 habitantes, que, además, sus salarios son 50% superiores que los del promedio de la población.
La pregunta es obvia: ¿esta abundancia de empleados públicos se refleja en la calidad del servicio que recibe la gente que los financia?
Los datos históricos muestran que la maquinaria pública crece por inercia, con independencia de sus resultados. Y cuando un Estado crece sin medir su impacto, exige más recursos para hacer lo mismo, no para hacerlo mejor.
Hace más de un siglo, con un gasto público por habitante diez veces menor al actual, Uruguay estaba en la cima del desarrollo global. Ahora, con un Estado mucho más pesado, nos resignamos a la mitad de la tabla. ¿No es eso una señal de que algo está funcionando mal?