*Esta nota fue publicada en febrero de 2016.
El barro era el techo de Delmar Suárez y su familia cuando era niño. Bloques de tierra apilados formaban cuartos, cocina y baño. Mientras iba a la escuela, su madre cuidaba los pocos cultivos que tenían y su padre hacía changas, porque "faltaba para la olla". Era la década de 1950 y la familia Suárez no era pobre; vivía "por debajo del nivel de miseria". Sesenta años después, Delmar, presidente de la Asociación de Tabacaleros de Artigas, recuerda su vida en Estiva, una zona rural de Artigas, sentado frente a su casa de bloque y techo de chapa, en un campo a unos 12 kilómetros de la capital artiguense. La construyó con sus propias manos gracias a su trabajo: el "fumo", como se le denomina en la frontera con Brasil al cultivo de tabaco.
A pocos metros de ahí, cinco hombres recorren a pie hectáreas de cultivos tabacaleros y cortan las hojas verdes de la planta. El sol de las 8 de la mañana de fines de enero los obliga a secarse el sudor de la frente con sus manos llenas de tierra, pero los hombres no paran. Hace dos horas que están cortando y dejan las hojas a la sombra para que no se sequen. Por la tarde, serán cosidas a varas y quedarán colgadas dentro de estufas que, al cabo de una semana, alcanzarán los 70º C.
La relación de Delmar con esa planta comenzó en 1970, cuando tenía 15 años y una tabacalera se interesó en Artigas para comenzar a explotar las tierras del norte del país. Una década después, Artigas contaba con más de 150 productores tabacaleros.
Actualmente, 59 familias artiguenses y 48 de Rivera se dedican a producir tabaco que, en el caso de Artigas, venden a la tabacalera Monte Paz. Pero el Ministerio de Salud Pública (MSP) quiere que paulatinamente comiencen a dedicarse a otros cultivos.
La cartera investigó la situación de los productores y sus familias y comprobó que muchos de ellos poseen síntomas de la "enfermedad del tabaco verde", que se genera por manipular la hoja de la planta sin los elementos necesarios. La piel absorbe la nicotina que se encuentra en sus hojas, lo que provoca vómitos, mareos, dolores de cabeza y musculares y calambres.
La primera vez que Mario tocó una planta de tabaco tenía 9 años. Desde ese momento, la producción tabacalera fue su único trabajo. Cosechar junto a sus familias es común para los niños de la zona. La mayoría aprovecha las vacaciones para juntar unos pesos.
Mario tiene dos hijos, uno de 8 y otro de 13. El menor va a la escuela pero al mayor no hubo forma de hacerlo estudiar y trabaja con su padre en los cultivos para Monte Paz.
"La reconversión requiere trabajar con la comunidad y que cuidemos la salud de las personas que no deseen reconvertirse" Enrique Soto, responsable del programa de control del tabaco del MSP
Aunque se criaron entre sus hojas, los hijos de Delmar y su esposa, Charo, no quisieron saber nada del tabaco. El sobrino de Delmar, Fernando, tiene 17 años y es uno de los pocos jóvenes de la familia Suárez que aprovecha sus vacaciones para dedicarse al negocio familiar. Trabajando de lunes a sábado, ocho horas por día, saca unos $ 3.000 por semana. Tiempo atrás, Fernando sufrió la enfermedad del tabaco verde en carne propia.
El año pasado, integrantes de la ONG entrevistarona 78 familias productoras de Río Grande Do Sul. La investigación concluyó que los niños tenían síntomas de envenenamiento por trabajar con esas plantas que, al igual que a Fernando, les producían vómitos y malestar en el estómago.
"Todo lo que tenemos nos lo dio el tabaco", Delmar Suárez, productor
Margaret Wurth, integrante de la ONG, dijo a El Observador que para Humans Rights Watch "es importante que los niños tengan la oportunidad de ayudar a sus familias, pero no con el tabaco".
Charo y Delmar lo ven como una oportunidad de que el negocio continúe. "Más vale invertir en un menor y no en un mayor. Pienso yo que es así", dice Charo, mientras apila hojas sobre las varas que su marido coserá, al final de la jornada.
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