Para comprender el proceso de deforestación es necesario comprender no sólo sus causas más visibles –como la tala y la extracción ilegal de madera, o el avance del agronegocio y la minería–, sino, sobre todo, las causas subyacentes

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Brasil, Bolivia, Perú y Colombia están entre los países con mayor deforestación del mundo

La mayoría de las causas de la deforestación que se identificaron en un análisis mundial liderado por la ONU en 1999 aún siguen vigentes. No obstante, las “soluciones” propuestas desde entonces se convirtieron en nuevas causas subyacentes.
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01 de febrero de 2023 a las 05:03

Desde hace décadas, el continente sudamericano, incluido el Caribe, tiene la tasa de deforestación tropical más alta del mundo, en comparación con África y Asia. Gran parte de esta destrucción en América latina se concentra en la región amazónica. En 2021, entre los 10 países con mayor pérdida de bosques tropicales primarios del mundo, Brasil, Bolivia, Perú y Colombia ocupan el primer, tercer, quinto y sexto lugar, respectivamente.

Para comprender el proceso de deforestación es necesario comprender no sólo sus causas más visibles –como la tala y la extracción ilegal de madera, o el avance del agronegocio y la minería–, sino, sobre todo, las causas subyacentes. Estas tienden a ser ocultadas, menos discutidas y mal comprendidas, y están estrechamente vinculadas a las diversas formas de opresión del sistema capitalista-racista-patriarcal, así como al legado colonial. Además, más recientemente, es necesario comprender cómo proyectos promovidos como “soluciones” a la crisis climática se convirtieron en nuevas causas subyacentes de la deforestación.

El primer y último análisis integral de estas causas a nivel mundial, coordinado por las Naciones Unidas (ONU), se realizó en 1999, con una importante participación de la sociedad civil en los principales países con bosques. Lo que más llama la atención es que la gran mayoría de ellas siguen siendo de extrema actualidad:

– Los grandes proyectos de “desarrollo” o de infraestructura, como represas, carreteras, proyectos mineros y de extracción de petróleo, se perpetúan en una alianza entre el Estado y el gran capital.

– El agronegocio, probablemente más destructivo que en 1999, sigue avanzando y forma parte de un proceso más amplio de tala y extracción ilegal de madera, incendios forestales, especulación y acaparamiento de tierras.

– Los patrones de inversión, deuda, las políticas macroeconómicas, los flujos mundiales de commodities y las relaciones comerciales siguen siendo fundamentales en los procesos de deforestación en todo el mundo.

– La legislación permite, por ejemplo, otorgar tierras estatales a grandes empresas del sector maderero, minero o de plantaciones de árboles.

 – Los diversos proyectos de “conservación de la naturaleza” continúan hostigando y saqueando a los pueblos de los bosques para establecer áreas protegidas oficiales.

– Los Estados, las grandes empresas, las ONG’s conservacionistas (o los tres al mismo tiempo), siguen utilizando métodos militarizados para centralizar el control de los bosques.

– Persiste el no reconocimiento de los derechos territoriales de los Pueblos Indígenas y comunidades tradicionales, así como la discriminación. En los últimos años hubo una creciente criminalización de comunidades y pueblos mientras que las actividades destructivas son “despenalizadas” y a veces hasta fomentadas explícitamente.

– El debilitamiento de las condiciones para la supervivencia y las luchas de las y los defensores de los bosques continúa socavando la protección de estos territorios.

Las mismas causas

La deforestación en América latina y el Caribe es mayor no sólo porque la selva amazónica es el bosque tropical más grande del mundo, sino también por la escala y la velocidad de los avances del agronegocio, la minería, la extracción de combustibles fósiles y de obras de infraestructura.

En Venezuela, por ejemplo, impulsada por la crisis económica, se instaló un extractivismo depredador basado no tanto en el petróleo sino en otras formas de minería. El principal proyecto se denomina Arco Minero de Orinoco, que cubre el 12% del territorio nacional, parcialmente en la región amazónica venezolana, con capital privado e internacional. En 2016, el gobierno creó una Zona Económica Especial, un área geográfica con leyes especiales que debilitan radicalmente las normas ambientales y los derechos sociales, entre otros problemas. Al mismo tiempo, el gobierno venezolano estableció acuerdos con las empresas involucradas, cuyos detalles no se hicieron públicos. Además, se le otorgaron poderes especiales al ejército para garantizar la continuidad de la minería y reprimir la resistencia.

Otro ejemplo son las obras de infraestructura, realizadas bajo el discurso de promover el “desarrollo” y la “integración” de América del Sur. Estas carreteras, vías férreas e hidrovías, así como puertos, aeropuertos y centrales hidroeléctricas, sirven sobre todo para exportar la cada vez mayor cantidad de commodities y productos que resultan de las actividades extractivas. No atienden las demandas de las poblaciones de la región, dejando únicamente impactos negativos, muchas veces devastadores.

El plan principal para América del Sur es la Iniciativa para la Integración de la Infraestructura Regional Suramericana (IIRSA). El Plan IIRSA fue lanzado en el año 2000 por 12 gobiernos de América del Sur, contemplando más de 500 proyectos. Gradualmente, las inversiones en infraestructura se transformaron en la forma más nueva de expansión del capital financiero con el potencial de generar grandes ganancias, especialmente a través de asociaciones público-privadas ventajosas para el sector privado, mientras que los gobiernos nacionales asumen los riesgos. Hoy en día, son megacorredores que conectan los lugares donde la extracción es más barata con los centros de fabricación y consumo a una escala y velocidad cada vez mayor.

Un ejemplo es la construcción del tramo entre el municipio de Cruzeiro do Sul, en Brasil, y Pucallpa, en Perú, de la carretera interoceánica, que conectaría el noroeste de Brasil con el suroeste de Perú, cuya construcción comenzó hace más de 20 años. Los pueblos indígenas de ambos países se opusieron en una carta abierta al proyecto, denunciando que “la construcción de la carretera está dentro de un modelo de desarrollo depredador que incluye la explotación de minerales, madera, petróleo y gas. En la región, con la cuenca de agua dulce superficial más grande del mundo, aún existen territorios indígenas sin demarcar y la presencia de pueblos en aislamiento voluntario que continúan siendo ignorados y negados”.

A los impactos ya dañinos de las carreteras se suman los impactos de los proyectos ferroviarios en la Amazonía brasileña. El llamado “Ferrogrão”, por ejemplo, que unirá el norte del estado de Mato Grosso con el puerto de Miritituba, en el río Tapajós, en Pará, pasaría por unidades de conservación y territorios indígenas, y tiende a agravar aún más los impactos de la carretera BR-163, que ingresa a la Amazonía desde la región centro-oeste, la mayor productora de granos del país. Históricamente, proyectos como estos fueron los principales impulsores del aumento de la deforestación, generando impactos devastadores en las poblaciones de los bosques.

La destrucción “verde”

Que las causas subyacentes de la deforestación identificadas en 1999 sigan vigentes no significa que nada haya cambiado. La mayoría de las “soluciones” propuestas para combatir la deforestación provocada desde entonces por gobiernos, bancos, grandes ONGs, entre otros, se han convertido en nuevas causas subyacentes.

La principal es el mecanismo REDD, sigla que significa Reducción de Emisiones por Deforestación y Degradación Forestal. REDD surgió en 2005 como parte de las conferencias climáticas de la ONU con la promesa de reducir y combatir la deforestación de manera rápida, sencilla y económica y, por lo tanto, reducir las emisiones de carbono a la atmósfera y el impacto del cambio climático. El argumento es que sería más ventajoso ‘mantener el bosque en pie’ que talarlo.

En los bosques tropicales, una empresa u ONG elige un área de bosque que supuestamente está amenazada, y hace una proyección de cuánto sería la deforestación en esa área en un período de entre 30 y 50 años. A partir de ahí, se hace un cálculo hipotético de cuántas hectáreas se conservarían si se implementara allí el proyecto REDD y, en base a ello, la cantidad de carbono que se estaría evitando emitir. Estos cálculos son la base para la emisión de créditos de carbono, certificados por empresas consultoras, para ser vendidos.

Estos créditos son comprados, por ejemplo, por empresas de los sectores de la extracción de petróleo, aviación, agroindustria o minería, la mayoría de ellas con sus oficinas en el norte. Estas empresas “compensan” la contaminación que generan diciendo que están conservando bosques lejanos. Con ello, compran el derecho a contaminar la atmósfera con una cantidad de carbono supuestamente equivalente a la cantidad almacenada en el área de bosque cuya destrucción se habría evitado. La “compensación”, por lo tanto, es la palabra clave del mecanismo REDD.

Las comunidades que viven en y con los bosques son consideradas culpables de la deforestación, y por tanto se les impide utilizar sus bosques y realizar actividades fundamentales para su sustento. Así, REDD refuerza el falso supuesto de que no hay posibilidad de coexistencia entre las poblaciones y los bosques, generando problemas a las comunidades en ambos extremos: en los bosques donde se instalan los proyectos, pero también en las comunidades que viven alrededor de las actividades de las empresas del norte global que, con REDD, pueden seguir contaminando más.

En más de 15 años del mecanismo REDD, la deforestación no se redujo, al contrario. El agronegocio, la minería, los monocultivos, entre otros, siempre fueron más rentables que mantener el bosque en pie, y esto deja claro los intereses reales: continuar contaminando. Por lo tanto, REDD contribuye a empeorar la crisis climática, en lugar de mitigarla.

Actualmente hay 99 proyectos REDD certificados o en proceso de certificación en los cuatro países con mayor deforestación en la región amazónica (Brasil, Bolivia, Perú y Colombia), además de un número desconocido de proyectos no certificados.

También hay varios programas propuestos por los gobiernos de la región amazónica. En Colombia, por ejemplo, un decreto de 2017 permite que las empresas no paguen los impuestos establecidos por contaminar el aire, mediante la compra de compensaciones, incluyendo proyectos REDD.

También existen programas REDD de los gobiernos estatales, como los de los estados de Acre y Mato Grosso en Brasil, financiados por los gobiernos de Alemania, Noruega y del Reino Unido. El pago, en este caso, no proviene de la venta de créditos de carbono, sino que se basa en supuestos resultados en la tasa de deforestación, realizados en un cierto período convenido entre las partes. Dependiendo de la tasa de deforestación acordada y el año base para establecer la comparación, el resultado puede ser opuesto al deseado, otorgando pagos incluso si la deforestación está aumentando, como fue en Mato Grosso. Además, si bien el financiamiento de este tipo de programas REDD no proviene del mercado de carbono, uno de sus principales objetivos es preparar a estos estados para que puedan ingresar a este mercado lo más rápido posible.

Soluciones basadas en la naturaleza

El fracaso de REDD en reducir la deforestación sugiere que la idea debería ser abandonada, pero no es así. Para algunos, REDD no fue un fracaso: las grandes ONG’s de conservación, las empresas del mercado de carbono, las consultoras que elaboran y validan los proyectos, los gobiernos nacionales y estatales, las certificadoras, entre otros, se embolsaron en conjunto miles de millones de dólares en los últimos 15 años a causa de REDD. Este, a su vez, tampoco fue un fracaso para las grandes empresas, como las petroleras, que pudieron expandir sus actividades contaminantes diciendo que compensan sus emisiones.

Pero sí decidieron cambiar el nombre. REDD ahora se conoce cada vez más como “Soluciones basadas en la naturaleza” (SBN). Las SBN se vuelven aún más peligrosas para las comunidades que dependen del bosque porque están vinculadas a otra propuesta, el plan denominado “30×30”, que pretende conservar el 30% de la superficie del mundo para 2030.

La frase mágica del momento de las industrias a nivel mundial es la de alcanzar emisiones neutrales en carbono. Como resultado, existe una verdadera competencia por la apropiación de cada vez más tierras con bosques por parte de empresas y ONG’s. Muchas comunidades están siendo acosadas para firmar contratos para que puedan vender créditos de carbono a industrias internacionales, ONG’s y, cada vez más, también a empresas y gobiernos nacionales. Como es una nueva tendencia, todavía no es posible encontrar fácilmente nuevos proyectos de SBN en la Amazonía. Pero éstos prometen seguir la lógica del mecanismo REDD mientras que ya se encuentran algunos proyectos REDD que están siendo renombrados como iniciativas de SBN.

El agronegocio brasileño es uno de los sectores que más se destacó en promocionar actividades de SBN a nivel mundial, por ejemplo, ampliando la plantación de árboles con el monocultivo de eucalipto y la llamada agricultura baja en carbono. Se trata de un conjunto de planes que incluyen agregar aditivos a los alimentos para animales y la introducción de prácticas agrosilvícolas y de manejo del suelo. Todo esto no es más que una aberración si se tienen en cuenta los planes de la industria de mega expansión, incluyendo a los incendios y la deforestación necesaria para que pueda ejecutarlos. Asimismo, está el consumo de derivados del petróleo en toda su cadena de producción, incluidos los fertilizantes químicos y agrotóxicos, lo que ayuda a explicar por qué la cadena alimentaria basada en el agronegocio ya es responsable de hasta el 37% de todas las emisiones globales de gases de efecto invernadero.

Economía ‘baja en carbono’

Los actores del gran capital financiero-industrial, sin embargo, no sólo piensan en pintarse de verde, sino que también afirman el haber puesto en marcha un proyecto de transición de la base energética. Lejos de ser una transformación hacia una economía más justa climática y socialmente, pretenden mantener y fortalecer su hegemonía y poder, con la llamada economía baja en carbono o economía verde.

Es un error pensar que esta nueva matriz energética, basada en energía eólica, mega hidroeléctricas, biomasa, energía solar, entre otras, reducirá la deforestación y/o las actividades extractivas. Por el contrario, estos proyectos también demandarán grandes cantidades de tierra. El símbolo de la economía baja en carbono es el auto eléctrico y, para su producción, éste necesita, además de los metales y minerales habituales (como el hierro y el aluminio), una serie de nuevos minerales y metales cuya extracción supondrá aún más destrucción y deforestación.

Ecuador es un ejemplo de cómo la economía baja en carbono ya está impactando en el bosque y sus poblaciones. En los últimos años, hubo una verdadera presión para extraer árboles de balsa, una madera ideal en la creciente industria de turbinas eólicas. Ecuador ya se convirtió en el mayor exportador mundial de esta madera, primordialmente hacia China. Irónicamente, mientras China anuncia metas de emisiones de carbono neutrales a base de más parques eólicos, la destrucción de los bosques en busca de árboles de balsa en Ecuador, y también en Colombia y Perú, continúa aumentando. Esto genera otros impactos, incluyendo los problemas que provocan los aserraderos móviles en las comunidades, como la contaminación de los ríos; el desequilibrio en el bosque con la extracción desenfrenada; los impactos sociales como la explotación laboral, los conflictos y las divisiones dentro de las comunidades.

El discurso de la economía baja en carbono es extremadamente conveniente para las empresas que realmente destruyen los bosques a gran escala, así como para quienes se benefician con su implementación, incluyendo a las ONG’s de conservación, las certificadoras de proyectos de compensación, los inversionistas financieros, etc.

Este discurso incluye propuestas y mecanismos perversos, como REDD y las SBN, porque su objetivo central es crear las condiciones para la supervivencia de las industrias contaminantes (y de sus ganancias), al mismo tiempo que desequilibran gravemente el clima en un corto plazo. Estas propuestas conducen a una carrera desenfrenada por las tierras de las comunidades, aumentando la presión sobre sus territorios tanto por las actividades destructivas habituales, así como por los nuevos ataques verdes.

Es un escenario que apunta a la importancia de fortalecer la resistencia en los territorios, así como la articulación, unión y solidaridad mutua entre las comunidades impactadas. Especialmente, porque, en este escenario, los proyectos que destruyen el bosque y los proyectos verdes dependen uno del otro para ser viables: ambos son parte de la misma lógica nefasta que necesita ser expuesta y combatida.

(Basado en el informe El rastro del fuego del agronegocio global)

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