Opinión > Magdalena y el bibliotecario inglés

Homo ethicus y ¿el horror?

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24 de marzo de 2019 a las 05:02

De Magdalena Reyes Puig para Leslie Ford, del Trinity College
Estimado Leslie

Homo ethicus

Siempre me resultaron interesantes las obras que retratan sociedades distópicas, tales como Un mundo feliz de Huxley,  El Proceso de Kafka o 1984 de Orwell.  En ellas podemos encontrar intuiciones acerca de los aspectos más endebles de nuestra naturaleza humana,  vedados a la conciencia para salvaguardar una concepción optimista y benevolente de nosotros mismos.  Existir ya es lo suficientemente arduo como para sumarle complicaciones: “La vida sería insoportable si tuviéramos plena conciencia de ella”, aseguró Pessoa.  Y es verdad. Por eso las distopías son tan resistidas: ellas nos arrancan de nuestra zona de confort donde es relativamente fácil “ver la paja en el ojo ajeno”, forzándonos a advertir “la viga” en el nuestro.  

La naranja mecánica, escrita por Anthony Burgess y adaptada por Stanley Kubrick en la película homónima, es una de las tantas célebres distopías.  En ella, Burgess propone una mirada crítica a las técnicas de manipulación del comportamiento humano, basadas en el modelo de condicionamiento clásico (que buscan transformar la conducta ultra-violenta de Alex, el joven protagonista). Su argumento –encarnado en el capellán de la prisión donde Alex es arrestado- es que así se despoja al ser humano de su libre albedrío: “El hombre que no puede elegir ha perdido la condición humana”,  reclama el sacerdote al ver como programan el comportamiento de su pupilo, tal como si fuera una máquina. 

La naranja mecánica examina el papel decisivo que la elección moral cumple en la vida del ser humano. Junto a las clásicas concepciones de animal racional y social, se sugiere la de animal ético, obligado a elegir entre el bien y el mal.  
“Ética” proviene del vocablo griego Ethos (morada), que Aristóteles definió como el sitio donde el hombre se refugia para reflexionar y rumiar sus intenciones. El Ethos es la fuente de donde se nutren la voluntad y la conciencia –el yo más íntimo– y, como tal, es propiedad exclusiva de la especie humana. Como animales éticos, transitamos la vida bajo el sino de un extraordinario compromiso: evaluar el bien y el mal para fundar la tabla de valores que guiará nuestras decisiones, desde la más trascendente a la más trivial. Esto, si no queremos incurrir en la actitud que Sartre denominó de mala fe y que denota la negativa a asumir la responsabilidad de elegir qué o quién queremos ser.

Actuamos de mala fe cuando nos autoengañamos, afirmando que no podemos dejar de ser lo que somos o hacer lo que hacemos,  y responsabilizando a alguien o algo externo a nosotros (la sociedad, el sistema o la circunstancia) por nuestro destino. Dice Sartre que esta forma de autoengaño es un recurso habitual para hacer más llevadera la vida, especialmente cuando nos sentimos descontentos o insatisfechos con nosotros mismos.  Porque es más fácil ver al “opresor” externo (como la paja en el ojo ajeno), que auscultar nuestro yo más íntimo y reconocer en él las cadenas que nos sujetan a esa circunstancia que tanto lamentamos.  
Eleanor Roosevelt comprendió que no hay libertad sin responsabilidad y que “para la persona que no quiere llevar su propio peso, esta es una perspectiva aterradora”. 

“Entonces, ¿qué hemos de elegir? ¿El peso o la levedad”, pregunta Kundera en el prólogo de La insoportable levedad del ser.  Quizás un poco de ambas. Porque en la levedad podemos vivenciar esa despreocupación que hace a la vida más llevadera. Pero sólo a través del peso –que pone a prueba a nuestra fortaleza espiritual-   podemos gozar de una libertad auténtica. El resto es libertinaje o licencia insustancial. 

En el último capítulo de La naranja mecánica, imbuido en un sentimiento de insatisfacción consigo mismo, Alex experimenta lo que los griegos llamaron metanoia: una profunda transformación interna que lo lleva a distinguir y elegir el bien por voluntad propia. Este capítulo fue suprimido en la primera versión estadounidense del libro (lo mismo que en la película de Kubrick), bajo pretexto de que no resultaría “convincente” para el público objetivo…

¡Cuánta razón tuvo Camus cuando afirmó que el hombre es la única criatura que se niega a ser lo que es!  Pero incluso así, estamos valorando, y estamos eligiendo. 

En el último capítulo de La naranja mecánica, imbuido en un sentimiento de insatisfacción consigo mismo, Alex experimenta lo que los griegos llamaron metanoia: una profunda transformación interna que lo lleva a distinguir y elegir el bien por voluntad propia.

 

¿El horror, el horror?
 

De Leslie Ford, del Trinity College, para Magdalena Reyes Puig
Estimada Magdalena:

 

Los portugueses, con sus fados y sus saudades, se han ganado una merecida fama de melancólicos. Pero la afirmación de Pessoa de que “la vida sería insoportable si tuviéramos plena conciencia de ella”, no es melancolía sino pesimismo. Y no hay pruebas para pensar que el pesimismo sea algo más que un estado de ánimo, ni que Pessoa aquí tenga razón.
Una conclusión aceptable es aquella que se deriva de premisas o hechos conocidos. El conocimiento avanza, de lo conocido a lo desconocido: C (que no conozco) puede inferirse de A y B, sólo si A y B son ya evidentes. Un razonamiento en el cual no hay premisas conocidas puede ser tan emocionante como poco conclusivo. 

Pero precisamente Pessoa empieza admitiendo que no somos plenamente conscientes de la vida, es decir, que de algún modo la desconocemos. Por lo tanto, cualquier conclusión propuesta -por ejemplo: que la plena conciencia de la vida sea insoportable- es inadmisible y no se infiere necesariamente de las premisas. Podía haber dicho: “Si fuéramos plenamente conscientes, la vida sería como unos Pastéis de Belém”. Y la conclusión tendría la misma fuerza lógica: ninguna. (Digamos en su descargo que, en términos aristotélicos, la fuerza de Pessoa no es la Lógica sino la Poética, lo que parecería indicar que, en el fondo, preferiría los pasteles de crema al pesimismo).

En cualquier caso hay que tener cuidado de ceder al facilismo de sustituir la verdad (que debe seguir los arduos caminos del razonamiento, la contemplación o la prueba), por un estado de ánimo al que no se le exigen mayores requisitos. Esta sustitución es quizás más fácil de darse en la ficción pues, aunque al final también construye o deconstruye la verdad, lo hace más mostrándola que demostrándola. 

En La Naranja Mecánica, como en muchas de las distopías al uso –y usted lo señala con acierto– la exploración del mal sería un ejercicio intelectual que nos sacude precisamente por que nos saca de la zona de confort. Hoy está de moda hurgar en el Lado Oscuro: ¿qué nos enseña el mal sobre nosotros mismos?

Tengo la impresión de que en muchos casos, ese ejercicio ha dejado de ser tal para convertirse, primero en un hábito y luego en un a priori, a saber, que la realidad sólo puede conocerse a través del mal -y su producto natural, que es la violencia. O en el caso de la ficción: sólo el mal es entretenido y, por consiguiente, no hay nada más aburrido que el bien y la virtud. Cuando esto sucede, ya no estamos ante un método ocasional con criterios de utilidad, sino ante un parti pris filosófico con todo el andamiaje de una cosmovisión. 
Tolstoi empezaba Ana Karenina diciendo: Todas las familias dichosas se parecen entre sí, del mismo modo que todas las infelices tienen rasgos comunes peculiares. Una parte significativa de la ficción actual ha olvidado por completo la primera parte de esa oración y se ha quedado solamente con la segunda: el Lado Oscuro es lo que somos. Cualquier signo de bondad será denunciado como una ingenuidad inaceptable. 

Debería yo también cuidarme de absolutizar lo que seguramente es sólo una corriente entre muchas de las que componen este mosaico contradictorio de la post-modernidad. Pues, si bien es verdad que hay una Tendencia Breaking Bad (la historia, en 5 temporadas y 62 episodios, de un hombre que se arrepiente de ser bueno y paga por ello un precio incalculable), también es cierto que, no hace mucho tiempo, alguien de esta generación compuso Imagine o filmó Cinema Paradiso. La verdad siempre sale al paso de los absolutismos -también de los míos.

Hablando de películas, hacia 1980 fui muchas veces al cine a ver Apocalypse Now!, la adaptación que hizo Francis Coppola del Corazón de las tinieblas de Joseph Conrad. Como todos, quedé impresionado por aquella exclamación final de Kurtz (Marlon Brando): ¡El horror, el horror! Un juicio, no sólo de Kurtz sobre sí mismo, sino de Conrad sobre la naturaleza humana. Pero, como le decía al principio, siento que me alejo cada vez más de esa fascinación conradiana por la violencia y el mal. A medida que pasa el tiempo, imagino más la vida como unos ricos Pastéis de Belém, que podemos comer leyendo al bueno de Pessoa -porque sin pastelillos y sin poesía la vida sería insoportable. 

 

 

 

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