Opinión > COLUMNA DE HUMOR

La trascendencia del tupper

Existe un elemento cotidiano que cambió la vida de todos y cuya ausencia doméstica directamente no somos capaces de concebir
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05 de junio de 2015 a las 05:00
Un hecho acontecido en la década de 1940 marcó un antes y un después en la historia de la humanidad. No se trata de la segunda guerra mundial, que se desarrolló prácticamente en su totalidad durante esa década, ni del nacimiento de Chuck Norris, sin duda un hito, pero que no se encuentra a la altura de aquel al que hacemos referencia.

Se trata del invento que presentó el fabricante de plásticos norteamericano Earl Silas Tupper en 1947. La raza humana no habría alcanzado el grado de desarrollo que hoy ostenta, de no haber sido por su "tazón maravilla", al que desde hace un tiempo se conoce por el nombre de su creador, tupper.

La Real Academia Española se muestra reticente a reconocer el término táper, algo inexplicable teniendo en cuenta que incluyeron güisqui sin el menor empacho. En cambio sugiere utilizar palabras como fiambrera, tarrina, tartera o lonchera. Que admitan alegremente un anglicismo como lonchera y hayan andado con vueltas para reconocer algo tan cotidiano como táper, resulta un anacronismo digno de la Academia, que suele vivir a contrapelo del idioma. Evidentemente sus integrantes son más afectos al güisqui que a llevar al trabajo la comida hecha en casa.

Pocas cosas hay sobre la Tierra más útiles que el táper, si es que existe alguna que lo sea. En ellos puede usted guardar clavos, las piezas que le sobraron cuando volvió a armar ese aparato que no le quedó bien, puede poner comida a congelar, llevarla para almorzar en una plaza o un órgano recién donado a un hospital.

La industria del táper ha evolucionado considerablemente en las últimas décadas, y actualmente los hay de todas formas, tamaños y colores. Hasta podemos decir casi con certeza que existe al menos uno en cada hogar, algo que llenaría de orgullo al bueno de Earl Silas, si no fuera porque falleció de un infarto a los 76 años, mientras retozaba tranquilamente en la isla privada que había comprado en Costa Rica, gracias a las fortunas que las amas de casa de todo el mundo habían despilfarrado en su invento.

Antes de vender la compañía en 1958, el simpático Earl ya había vendido millones de tápers o táperes. Sería bueno que alguien se diera una vuelta por la Real Academia y preguntase cuál es el plural de esa palabra que no recomiendan que utilicemos, pero son gente muy susceptible y es probable que la consulta les caiga algo pesada.

Ciertos eruditos sostienen que solo debemos otorgar categoría de táper a aquél que es transparente y permite contemplar su contenido, pero los menos exquisitos y más inclusivos (palabrita que se puso de moda independientemente de lo que opinen los señores citados líneas arriba) preferimos llamar así a todas las cajas de plástico por igual.

Tal vez la única diferencia entre el táper y la simple caja con tapa es su hermetismo, no en el sentido filosófico sino en el literal. El verdadero táper debería ser aquél que no deja escapar los fluidos, evitando así encontrarnos con un desastre cuando los sacamos para comer en el trabajo. Ese es el principal defecto de la caja de helados, cuyo advenimiento ha propinado un duro revés a la pujante industria del táper.

El amable lector se preguntará por qué el pote de helado no es hermético, en tanto se supone que está diseñado para llevar algo que es casi líquido. La respuesta es sencilla: porque cuando compramos el helado la tapa está sellada y, una vez retirada la cinta, al fabricante le importa un cuerno que se nos caiga el contenido. Incluso podríamos aventurar que le conviene, porque es más probable que usted compre otro helado.

Al igual que los libros, los tápers no se devuelven cuando se prestan. Por eso cuando entregamos uno a alguien con restos de esa cena que le resultó tan rica o que no tuvo tiempo de terminar, tratamos de usar el peor que tenemos, sabiendo que será la última vez que lo veamos. Por más que uno pida que le devuelvan el táper, sus ruegos difícilmente sean atendidos.

Por eso, prestar un táper es uno de los más desinteresados gestos de aprecio. Prestar dos a la misma persona constituye una demostración de confianza sin par, al tiempo que prestar tres es directamente una declaración de amor. Sí, los tápers pueden enseñarnos mucho acerca de la vida.

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