Están en 70 países donde desarrollan 460 proyectos de ayuda médica y humanitaria y disponen de la independencia que les da que 97 % de su fondos provengan de donaciones privadas. Médicos sin Fronteras (MSF), organización creada en Francia en 1971, tiene el pulso del sufrimiento mundial.
“Vamos donde están los vulnerables entre los vulnerables”, dice Josefina Martorell, la directora general de la oficina de América del Sur, máster en relaciones internacionales y con experiencia en misiones en Níger, la República Democrática del Congo, la República Centroafricana y Sudán del Sur.
Martorell estuvo en Montevideo la semana pasada para presentar “Voces sin fronteras”, un conjunto de testimonios de pacientes y trabajadores alrededor del mundo, para los que cinco actores argentinos “ponen su voz y sus cuerpos”. Es, dice ella que lo presenció en las ciudades argentinas de Rosario y Córdoba, “movilizante”. Es el dolor y el desamparo en escena.
Son retazos de historias de van de Bangladesh a Sudán del Sur, del Mediterráneo al triángulo norte de Centroamérica y que tienen un hilo en común: “gente que ha tenido que huir por la violencia y los conflictos y muestran el deseo y la ambición del ser humano por seguir adelante”.
En Uruguay hay más de 14 mil donantes y socios de MSF, la décima parte de los 150 mil que regularmente hacen un aporte “más grande o más pequeño” en la Sudamérica hispana –en Brasil son más de 500 mil– para que la organización pueda socorrer a gente, por ejemplo, en Venezuela, tanto en Caracas, como en las fronteras con Brasil y Colombia.
“Lo que vemos con gran preocupación es que la a gente que está huyendo se le criminalice, como si fuera un delito cruzar fronteras y los colocan en centros de retención, como grandes criminales”, apuntó y agregó que también a MSF “se criminaliza, se acusa y se presentan cargos”.
En la capital venezolana, MSF está instalada en dispensarios médicos pero también en el Hospital Vargas, en el centro de la ciudad, que encontraron "muy deteriorado" y los están reacondicionando.
Los casos de salud mental, producto de la violencia que se vive en la nación caribeña, son el pan de cada día. MSF tiene psicólogos y psiquiatras para atender las consultas y darles seguimiento. En la frontera con Brasil, al sureste, el tema es la malaria, “que ha reaparecido en los últimos años en el país” y del otro lado, en Colombia, atender el flujo creciente de migrantes necesitados de todo.
Es una labor silenciosa, desconocida en su magnitud y logros, quizás, que para Martorell tiene el rasgo identificador de llegar hasta donde nadie llega. “Intentamos no estar en los lugares donde ya hay otros actores que han podido responder a las necesidades”, dijo.
Pero el foco no se pierde y alumbra hacia las poblaciones, a comprenderlas y hacerlas partícipes de las decisiones de la propia MSF. “A veces priva una mirada eurocentrista y se responde con ciertos patrones y eso lo estamos cambiando para que el paciente esté en el centro de la escena”, dijo Martorell.
“Las poblaciones tienen derechos a ser preguntadas, a participar en las respuestas a las emergencias, y eso aumenta la confianza en nuestro trabajo porque se percibe que no hay ninguna agenda oculta. Se trata de ir hacia la gente y no esperar a que vengan”
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