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7 de octubre 2025 - 14:54hs

El Uruguay siempre se ha caracterizado por su vocación cosmopolita y universalista, abierta y dialoguista con el mundo, y de formar parte de la aldea global manteniendo y cuidando nuestra identidad. Asimismo, la simbiosis entre la impronta de estado social y una sociedad solidaria coadyuvó a la progresiva integración de personas y grupos –entre otros, inmigrantes pobres y privados de derechos en búsqueda de mejores horizontes, perseguidos por las guerras y procedentes de credos distintos- a una clase media numerosa y potente enmarcada en una cultura universalista. El Uruguay nunca impuso religión –la separación entre el estado y la religión data de la Constitución de 1919-, identidad e ideología alguna para integrarse a la sociedad, gozar de sus derechos y asumir responsabilidades en su condición de persona, ciudadano e integrante de múltiples comunidades.

Contrariamente a lo que sucede en Europa desde hace un buen tiempo, crecientemente impactada por conflictos y crispaciones entre culturas, credos y generaciones, el Uruguay supo integrar bajo el precepto que el crisol de identidades converge en una serie de valores universales que están más allá de toda pertenencia o afiliación. El apego a valores universales sustentado en hermanar libertad e igualdad, desarrollo y justicia social, inclusión y cohesión, cooperación y solidaridad, tolerancia y diversidad, son la contraparte de un cosmopolitismo ilustrado y liberal donde nos sentimos ciudadanos globales y locales que bebemos de diferentes culturas sin dejar de reconocer que somos parte indiscutible de Occidente. No creemos en los clivajes sino en forjar diálogos interculturales que estimulen el aprender a vivir juntos, con las diferencias y los diferentes.

Principalmente a partir de este siglo, el cosmopolitismo y el universalismo se enfrentan, a escala mundial, al desafío de ensanchar sus bases de sostenibilidad y legitimidad al incorporar particularismos de diverso orden que habían permanecido, y en muchos siguen aun, opacados, discriminados y violentados. Entre otros, nos referimos a los particularismos vinculados al género, credos, identidades, y también a la propia diversidad individual de cada persona. Esto lleva a un cuadro múltiple, a la vez, de tensiones y sinergias, entre fortalecer un corpus de valores universales, y múltiples tipos de particularismos. No se trata que el universalismo imponga valores renegando de todo particularismo, o que los particularismos impongan sus agendas por encima de valores universales. No hay universalismo sin reconocer los particularismos, así como no hay apreciación de los particularismos sin un universalismo que garantice su expresión.

Históricamente el sistema político en Uruguay entiende que las maneras más efectivas de garantizar una sociedad cosmopolita y universal, liberal y de cercanías, republicana y democrática, es a través de marcos normativos y políticas públicas que impacten en el bienestar, desarrollo, inclusión y cohesión de la población. Se trata de una larga tradición de estado social que, en el país, se identifica, en buena medida, con el batllismo y otras corrientes de pensamiento. Por ejemplo, la educación fue un canal por excelencia de integración cultural y social a través de una red territorial amplia y generosa, de escuelas urbanas y rurales, liceos y escuelas técnicas. Uno de nuestros signos emblemáticos de la primera mitad del siglo XX, enmarcado en una visión de estado benefactor, fue la educación como (i) agente socializador en valores universales y en una cultura común que unifique; (ii) canal de movilidad social ascendente y (iii) cimentador de una sociedad de cercanías.

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Ya en este siglo, la introducción de nuevos marcos normativos complementados con políticas públicas de alcance nacional, constituyeron respuestas claramente positivas de cara a otorgar y garantizar derechos a grupos y personas otrora excluidos. Se profundizó en la tradición de una sociedad abierta a reconocer y amparar a las personas y a los grupos en poder definir sus identidades y hacer valer legítimamente sus derechos. Entre otros avances, cabe mencionar: (i) la ley N° 18.620 (2009) que habilita a las personas de 14 años o más a modificar su nombre y sexo de acuerdo a su identidad de género autopercibida; (ii) la Ley N° 19.075 (2013) que permite a las personas del mismo sexo contraer matrimonio en igualdad de derechos y requisitos que las parejas heterosexuales; y (iii) la Ley Integral para Personas Trans N° 19684 (2018) que busca garantizar una vida decorosa y erradicar las discriminaciones a través de políticas públicas en áreas sensibles tales como la educación, el trabajo, la salud y la vivienda.

Estas leyes fueron impulsadas por gobiernos del Frente Amplio, principalmente enmarcadas en la tradición liberal y progresista de cuño batllista, que singulariza históricamente al Uruguay en la región y en el mundo. Cabe recordar que la pionera ley del divorcio N° 3.245, data de 1907 bajo la primera presidencia de José Batlle y Ordóñez (1903-1907). En efecto las leyes aprobadas entre el 2009 y el 2018 colocaron al Uruguay en la vanguardia de garantizar y ampliar derechos, así como combatir inequidades y discriminaciones. Lógicamente, dichas leyes tuvieron sus contrincantes y polemistas, pero a la larga, se han ido aceptando como el corpus de políticas públicas garantistas e inclusivas. Fuimos capaces de procesar discrepancias en un clima de convivencia y de acuerdo democrático.

Quizás nos enfrentemos hoy a otros órdenes de desafíos para fortalecer al Uruguay como sociedad cosmopolita y universalista. En un contexto global en que se cuestionan la vigencia de valores universales, y se les estigmatiza como expresión de una civilización occidental hegemónica y colonialista, y a la vez, los particularismos identitarios hacen valer sus agendas reparadoras y compensatorias por encima de toda consideración relativa al bien común de la sociedad, el cosmopolitismo y el universalismo se encuentran cuestionados. Nos movemos peligrosamente hacia escenarios crispados, inclusive alimentados por discursos del odio, entre quienes hacen de los particularismos valores y prácticas supremacistas, o que inversamente, quienes buscan que los mismos desaparezcan de un “plumazo” o “decretazo”.

Como se ha señalado, la tradición cosmopolita y universalista en Uruguay se ubicó siempre por encima de los particularismos bajo el entendido que la inclusión de personas y grupos diversos puede hacerse sobre bases universalistas garantistas para todos por igual. Sin embargo, en los últimos años, se empieza a registrar cierta preocupación ciudadana, política y societal, en torno a un universalismo desdibujado o demasiado dependiente de las exigencias de los particularismos.

Aparentemente el universalismo pierde peso en las políticas públicas. Identificamos cuatro fuentes posibles de riesgo de desdibujamiento del universalismo de cara a alimentar un debate necesario y saludable sobre que imaginarios filosóficos, culturales, políticos y sociales pensamos el Uruguay a futuro.

Un primer posible riesgo yace en que los principios y valores universales dejen de ser un asunto prioritario y transversal en las políticas públicas en la medida que éstas sean más bien expresión de agendas particulares y de las capacidades de movilizar lobbies, recursos y voluntades en torno a las mismas. Por ejemplo, las políticas y programas universales en torno a un enfoque comprehensivo de género no tendrían que implicar ipso facto ideologizar el género, imponer miradas particulares sobre la formación de las y los estudiantes en enfoques de género y negar las realidades biológicas de hombre y mujer. O el hecho de reconocer legitima y saludablemente las identidades Trans y de implementar políticas de inclusión y equidad para garantizar derechos no puede implicar un relato único y hegemónico sobre como las personas definen sus identidades y tratar de incidir en los infantes con visiones monocordes o confusas cuando están en pleno proceso de desarrollo de sus identidades. El interés superior del niño y de la niña, consagrado en la Convención sobre los Derechos del Niño (1990), tiene que prevalecer por sobre miradas particularistas acerca de su identidad, desarrollo y bienestar.

Un segundo posible riesgo estriba entre quienes se sienten identificados con principios y valores universales, más que con algunos de los particularismos, perciban que se encuentran de algún modo marginadas o dejados de lado en la acción pública. Se pueden generar sentimientos de desconfianza y desapego, frente a la auto percepción de lo público “cooptado” por agendas particularistas.

Una tercera fuente de riesgo podría asociarse a la conducción ejercida por mandos medios y medios altos del estado que priorizan, con audacia y razón, acciones garantistas de los derechos de personas y grupos que han sufrido y aun padecen una fuerte exclusión y discriminación. El móvil es noble y compartible, pero cabe señalar que no se puede hacer de espaldas o indiferentes frente a quienes entienden que la acción pública tiene que moverse por principios y valores universales que son bien comunes de la sociedad.

También se debe tener en cuenta que quienes ocupan cargos en unidades que velan por el universalismo de los derechos humanos y asuntos conexos, no deberían transformarse en solo portadores de particularismos y en globalizar sus agendas asociándolas a otras situaciones y contextos que nada tienen que ver con las mismas. Se pierde legitimidad y foco cuando se entremezclan agendas distintas y se violentan las identidades de personas y grupos en aras de priorizar consideraciones geopolíticas y de similar naturaleza.

Una cuarta fuente de riesgo estriba en que los discursos negacionistas de las identidades de las personas hagan cierta mella en la sociedad, y terminen por cuestionar avances significativos en los derechos de las personas como los positivamente verificados entre el 2009 y el 2018. Tanto a veces se tira de la piola por transformar los particularismos en valores supremacistas, que se alimentan discursos retrógrados y cargados de desprecio y odio. Los wokismos extremistas, de izquierda y de derecha, se retroalimentan y afrentan contra el cosmopolitismo y el universalismo tanto en el Sur como en el Norte Global. No escapamos a esta situación.

El Uruguay ha sabido encontrar los justos equilibrios entre una vocación cosmopolita y universalista y la inclusión de diversidad de personas, grupos y comunidades. Diferentes estadios de la historia del país dan cuenta de un afán por incluir sobre cimientos universalistas sin opacar las identidades. Hoy por hoy nos enfrentamos a eventuales y peligrosos desequilibrios entre el universalismo y los particularismos que nos podrían llevar a una sociedad más crispada y segmentada sin espacios comunes sólidos y garantistas de diálogos y construcción colectiva. Bajo tal escenario, para nada deseable, el cosmopolitismo y el universalismo se debilitarían. Un toque de atención que requiere reafirmar nuestra identidad de sociedad liberal, abierta, tolerante y solidaria.

*Opertti es asesor en proyectos internacionales del Instituto de Educación de la Universidad ORT Uruguay

Temas:

Uruguay Universalización Cultura

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