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11 de octubre 2025 - 11:49hs

¿A quiénes podría importarles las vidas anodinas de los ricos más ricos encerrados en una mansión en el medio de la campiña inglesa? Hace 15 años, cuando Downton Abbey se estrenó en 2010, los escépticos le vaticinaron una corta vida de sombreros extravagantes, tardes de bordado y tazas de té. Pero la respuesta se hizo evidente: resulta que a mucha (muchísima) gente.

Downtown Abbey cuenta las vidas, los amores y las tragedias de la noble familia Crawley, los herederos de los Condes de Grantham, entre 1912 y 1930, mientras intentan adaptarse a los cambios de la modernidad, la sociedad y la política. La obsesión por el estatus social, la jerarquía real y el orden divino de las cosas se enfrenta al antiimperialismo, el socialismo o el feminismo.

La serie creada por el escritor británico Julian Fellowes desarrolla al mismo tiempo, y con el mismo detalle, las miserias y las alegrías de sus criados. Los hombres y mujeres que vivían prácticamente sin descanso en una de las casas más prestigiosas de Yorkshire.

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La vida de los de arriba y los de abajo. En un modo literal, vinculado a la disposición de las espectaculares mansiones en las que la servidumbre se movía de forma subterránea mientras los grandes y asoleados salones estaban fuera de los límites, a menos que sea para prender las estufas antes de que los señores y las señoras llegaran o para servir largas mesas de banquetes dionisíacos. Los que lustran sus botas, sacan brillo a los cubiertos, preparan sus baños, lavan sus sábanas. Los que los visten cada mañana antes del desayuno y a la tarde previo a la cena. Los que les sacan la ropa antes de dormir.

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El primer episodio de la primera temporada llega con una noticia amarga: la tragedia del hundimiento del Titanic está en la primera página de un periódico que alguien planchó para que el señor de la casa no se manche los dedos con tinta. Ese episodio histórico, además, acarrea una noticia fatal para la familia: la muerte del heredero de la casa Crawley. Será una insinuación de lo que sucederá en los años siguientes: títulos, dinero y patrimonio, siempre al borde de perderlo todo.

Ni el apellido ni los títulos nobiliarios los hacen inmunes al dolor, la pérdida o la vergüenza. Para evitarlos, la vida se rige bajo un control milimétrico como la distancia entre los cubiertos en la mesa de la cena. Porque los grandes giros de la vida cotidiana dependen de debilidades humanas de personajes escritos, según su creador, bajo la premisa de ser personas que intentan ser buenas.

Si una de las tres hermanas de la casa se enamora de un chofer anarquista, si alguna osa usar un profiláctico (reutilizable por cierto), si la casa se convierte en un hospital de guerra o si alguien se entera de la verdadera identidad de una niña adoptada. La vara moral es la única que mide la vigencia del apellido. La moral, y el dinero. Por lo que no es una sorpresa que los secretos y los rumores son información clasificada en una historia que los lleva desde la Primera Guerra Mundial a la invención del teléfono y el automóvil, desde los salones donde los hombres discutían posiciones políticas después de una cena hasta la irrupción de las mujeres en la órbita pública. Todo, paulatinamente, cambia aunque nada parezca suceder.

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Pero Downton Abbey es también la reconfortante fantasía de la vida cara, la belleza de los paisajes y la liviandad de algunos problemas que parecen definitivos. Una ilusión de evasión que logran las series a la que el público vuelve una y otra vez para descansar en las dificultades de los ricos o desesperarse en la cotidianidad de los más pobres.

Fellowes se convirtió en el cronista más exitoso del eterno tema de las clases sociales en Reino Unido. La serie británica cautivó tanto a los ingleses como a los televidentes del otro lado del Océano Atlántico y llegó al catálogo de Netflix. En sus seis temporadas, Downton Abbey se convirtió en la ficción no estadounidense más nominada en la historia de los Emmy con 15 galardones y, de yapa, tres Globos de Oro.

Luego vinieron las películas. La última, bajo la promesa de ser El gran final, parecería ser (ahora sí) el cierre definitivo a la dinastía Crawley. Downtown Abbey: El gran final se estrenó este jueves en las salas de cine uruguayas con la ausencia y el recuerdo constante de uno de los personajes más queridos, y ácidas, de la serie: Violet Crawley, interpretada por la siempre maravillosa Maggie Smith. Pero con el regreso de un elenco que se consolidó en 15 años y los personajes que se convirtieron en rostros cercanos, conocidos y francamente queridos.

Los condes de Grantham entran en la década de 1930 y tienen que ajustarse a los cambios, algunos de los trabajadores de más antiguos del hogar enfrentan el retiro y todos tienen que renegociar la vida como la conocían. También se prometen los condimentos esperados en cualquier entrega de Downton: las colinas verdes, páramos y valles de la campiña inglesa, la gala y la pompa de la alta sociedad, algún escándalo ahogado, algún escarceo amoroso, algún drama doméstico y la sensación de que el progreso acabará con la tradición. Y, claro, la verdadera protagonista: la imponente mansión de Highclere Castle a la que todos parecen haber entregado su vida.

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Downton Abbey es, hasta el momento, la más exitosa versión del análisis que Fellowes hace del entorno de las casas señoriales. Desde el guion de Gosford Park (se puede ver en Amazon Prime Video), la película ácida y ciertamente más cruda sobre las escalas sociales dirigida por Robert Altman que le valió un premio Oscar en 2001, seguido por novelas como Snobs (2004) y Past Imperfect (2009).

Pero el escritor aprendió de sus personajes sobre la volatilidad del éxito y le pone final al clan Crawley cuando ya tiene otro entre manos, una serie cuya reciente temporada probó ser una de las historias de mayor crecimiento del año. La Edad Dorada, disponible en HBO Max, lleva tres temporadas y solo parece mejorar.

Los nuevos personajes no se regodean entre las mieles de la sociedad europea del período de entreguerras, sino que buscan aferrarse a su lugar ante un nuevo paradigma: la solidez económica de apellidos como Astor, Vanderbilt o Rockefeller.

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La Edad Dorada enfrenta, literalmente, a los “nuevos ricos” con los aristócratas de la naciente ciudad de Nueva York a finales del siglo XIX a un lado u otro de la calle. Los miembros de la vieja guardia –aquellos que se sienten dueños legítimos de un lugar en la cima de la pirámide social– ven ahora cómo los que construyen su fortuna a costa de negocios millonarios en las industrias emergentes quieren su propio palco en la Academia de Música. Y si no lo obtienen, construyen el Metropolitan Opera House.

Una nueva mirada sobre el ascenso (y caída) de las familias que hacen al mundo andar. Y la relación con quienes hacen andar sus propios mundos domésticos.

Fellowes vuelve a sus fórmulas registradas con historias de amor enredadas, chismes de pasillo y viudas que forman a jóvenes damas de sociedad. Personajes homosexuales que deben guardar sus angustias en el closet, mujeres apartadas de la sociedad y otras que manejan como titiriteras las convenciones de prestigio, hombres de negocios. Incluso se adentra en la historia del colorismo dentro de la sociedad afroamericana de las altas clases.

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Aunque anterior en el tiempo a Downton, La Edad Dorada parece haber mayor permeabilidad de clases en un momento en el que el capitalismo empieza a comerse a los títulos aristocráticos con un apetito alimentado por la industrialización, la aceleración de las ciudades y el crecimiento económico, impulsados por innovaciones como el ferrocarril, el acero y la electricidad. Sabemos que aquella estructura jerarquizada de mayordomo, ama de casa, cocineras, doncellas y lacayos va a implosionar. Es solo cuestión de tiempo.

Pero antes de que todo desaparezca, Fellowes supo vender una fantasía. Downton Abbey adopta una mirada paternalista de sus personajes nobiliarios en relación a la diferencia de clases. Una de las críticas de la historia ha sido siempre la romantización de ese vínculo entre los dueños de casa y sus sirvientes. La historia ciertamente muestra lo contrario. En Servants: A Downstairs View Of Twentieth-Century Britain, la historiadora Lucy Lethbridge detalla los serviles parámetros bajo los que trabajaba el servicio doméstico en tiempos en los que la alternativa más habitual podía ser la miseria o la prostitución.

En una época en la que el discurso es el de “devorar a los ricos”, la historia de la dinastía Grantham abraza la idea del “buen patrón”. El señor proveedor, que tiene en mente tanto a las personas que viven en sus tierras como a quienes viven bajo su techo; por momentos con cierta miopía sobre las verdaderas necesidades de las personas que lustran sus botas o sirven el vino. Pero siempre con la mejor de las intenciones: ser un faro moral para la comunidad.

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Fellowes se ha referido a este cambio en el paradigma sobre la riqueza y el poder. "Creo que en los años 20 y 30 no les odiaban tanto, quizás por la Gran Depresión que hizo que fuera difícil para mucha gente con dinero (...) Ahora Inglaterra vive en una contradicción. Todo el mundo odia a los ricos y a quien tiene éxito, pero lo que más desean es ser ricos y exitosos. La gente encuentra algo satisfactorio en ese cambio en la rueda de la fortuna y tal vez satisface un deseo tácito de venganza de quienes sienten que no han nacido con suerte y que no han tenido ninguna ventaja en la vida", dijo el escritor en una reciente entrevista con el medio español El Mundo.

En este sentido, trazó un paralelismo entre sus series de siglo XIX y la actualidad del siglo XXI: "Hemos cambiado en algunos aspectos, pero no en todos". Para el escritor, un viaje turístico al espacio o la fantasía conquistadora de Marte parecen rasgos propios de la Edad Dorada. Solo queda reformular la definición que determina aún hoy quiénes son los de arriba y quiénes los de abajo para que la historia sea propia de un drama social con la firma del escritor inglés.

Temas:

La edad dorada Downton Abbey Julian Fellowes

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